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Y Barbero se fue al cine...


Rafael Archondo


Hay Barbero I y Barbero II. El autor de “Discurso y Poder” no es el mismo del de “De los Medios a las Mediaciones”. Esta distinción es clave para aquilatar la obra del filósofo, antropólogo y semiótico hispano-colombiano.


Recuerdo que escuché aquella anécdota cuando ya lo había leído e incluso intentado comprender. No estoy seguro si fue en Cochabamba o Santa Cruz. Jesús Martín Barbero intentó allí, en vano, hacerse inteligible entre los comunicólogos bolivianos reunidos en magno Congreso.


En uso del micrófono y en su calidad de principal conferencista, contó que, munido de los habituales prejuicios de los seguidores de la Escuela de Fráncfort, se metió a una sala de cine, seguramente en Bogotá o México. La película ofertada en la taquilla era una de Bruce Lee. Acompañado por un académico forjado en los mismos moldes ideológicos, Barbero empezó a cuchichearle sobre la mala calidad de la cinta y la excesiva violencia nutriendo la pantalla. Sus comentarios susurrados al oído del colega discurrían en torno al mensaje alienante, machista, conservador y evasivo de la narración filmada. Cansados de sus frecuentes interjecciones y bufidos, los deleitados espectadores, que tuvieron la mala suerte de quedar sentados junto a los dos profesores, empezaron a irritarse. De pronto, uno de ellos decidió cortar en seco tanto discurso alternativo y les pidió airadamente que lo dejaran disfrutar de los puñetes y las patadas voladoras. Barbero y su amigo estuvieron a punto de ser expulsados de la platea. Optaron por abandonar prematuramente sus butacas en medio de la oscuridad y el alivio de sus cuestionadores ocasionales. Moraleja: haz tu trabajo de campo en silencio y no amonestes a tus objetos de estudio.


Barbero comentó en aquella conferencia en Bolivia que dicha experiencia lo había dejado sumergido en hondas cavilaciones. Regresó a su cubículo universitario para ponerse a pensar por qué la gente disfruta tanto de un espectáculo corriente, simplón y generalmente ajeno a la cruda realidad de explotación de los trabajadores. El comunicólogo hispano-colombiano estaba enterrando mentalmente su libro “Discurso y Poder” (1978) y empezando a escribir “De los Medios a las Mediaciones” (1987).


Siempre sentí, quizás me equivoco, que los bolivianos nos quedamos con el primer libro y solo creímos entender el segundo como la continuidad de una reflexión previa. En efecto, hay Barbero I y Barbero II. Yo fui y soy hincha del que salió confundido del cine aquella tarde.


La ruptura de Barbero consigo mismo es un trayecto del que pocos pensadores disfrutan. No es fácil renegar de lo planteado antes y con semejante éxito. El riesgo está en que te aplaudan los que se enamoraron de tu primer Yo. Es posible que le haya ocurrido muchas veces a Barbero y a lo mejor eso le terminó por fastidiar el ánimo (no lo vi muy feliz en su visita a Bolivia). Sin embargo tampoco hagamos un drama del episodio. ¿Cuántas veces los músicos intentan introducir en los conciertos sus nuevas composiciones, mientras el público se aferra con uñas y alaridos a los clásicos de la primera ola?


Jesús Martín Barbero (1937-2021) fue un excepcional elector de títulos para sus publicaciones. “De los Medios a las Mediaciones” explica casi por sí solo lo que el autor buscaba subrayar. En efecto, los medios no son mediaciones, sino algo más sofisticado. Él avanza de unos a las otras y con ellas se queda.


Mediación es un nexo, una relación, no un ente. Se trata de una variable dependiente, diría un metodólogo. Barbero comenzó fustigando los mensajes emanados, según pensaba, desde el interés hegemónico de los poderosos. Como muchos, tomó distancia de la cultura de masas y la devastó con sus sospechas. Era la tarea de moda entre los marxistas o críticos del discurso dominante. Pero ya dentro del cine, Barbero sintió la furia de los espectadores. Ellos no leyeron su libro, sino que optaron por el entretenimiento puro y simple en cartelera. Entonces Barbero dio el salto. Entendió que aquellos enojados espectadores extraían placer en sus horas de ocio improductivo frente a la pantalla. Nacía la idea de la mediación, a saber...


Entonces nuestro teórico cinéfilo se transformó en paciente escrutador de los gestos, los silbidos, las acciones obscenas, el relajo, la carcajada y las palabras groseras. Encontró en las reacciones del público ante los discursos masivos, una especie de gramática de clase, es decir, un conjunto de hábitos culturales de recepción que convertían al espectador en apariencia “poco crítico” en un creador receptivo de una narración de la que había aprendido a apropiarse a su manera.


Sí, el mensaje dejaba de ser un punto de llegada y se transformaba en un punto de partida de nuevas significaciones jamás pensadas y programadas por los guionistas, libretistas o directores. Por eso se dice que cuando un creador entrega su obra a la imprenta o al proyectos, ésta deja de pertenecerle. Empieza a navegar entonces en un océano de reacciones descontroladas e imposibles de conocer o moderar. Es el vértigo de la comunicación de masas, que no se cura ni con las reseñas especializadas ni las entrevistas en televisión.


Lo señalado llevó a Barbero a escribir que “las clases populares invierten deseo y extraen placer” de los mensajes que se les ofrecen. Esta complicidad evidente, que llevó a que los espectadores de aquella película de artes marciales quisieran expulsar a Barbero de la sala, no revela, sin embargo, una identificación con los propósitos ideológicos de la obra proyectada. Solo muestran, a decir de nuestro autor, una activación de la memoria y la imaginación del público.


Barbero está planteando en 1987 lo opuesto a lo que escribió en 1978.


En la segunda fase de su desarrollo intelectual, la manipulación deja de ser una actividad propia del poder y se agacha ante la tuición de los públicos. Barbero está descubriendo con ello la impotencia relativa de los emisores y la magia lúdica y revulsiva de los receptores o intérpretes.


Si estamos de acuerdo en que el sentido de los mensajes no se produce en la superficie muerta de las palabras o las imágenes, sino en las salas de lectura o exhibición, hemos dado el giro copernicano que experimentó Barbero en 1987. Digámoslo con plena claridad: la gente resignifica la oferta mediática usando para ello sus propias pautas de lectura. Estamos hablando de una interpretación desviada, que permite celebrar el hecho de que, como decía el argentino Eliseo Verón, las condiciones de producción de los mensajes no coinciden con las condiciones de reconocimiento. Dicho de otro modo, la comunicación solo alcanza vigor y musculatura cuando pasa de mensaje a relación pragmática entre seres humanos, o sea, cuando se opera la intersubjetividad.


Eso no es todo. Barbero entiende que para hacerse exitosos, es decir, para cautivar la libido y la racionalidad de las masas, los productores precisan recuperar en sus relatos las sensibilidades colectivas y la propia cosmovisión del pueblo.


Es ahí cuando emerge su acción mediadora. La ya citada película de artes marciales, por ejemplo, no apela al mero prejuicio general o una mal llamada “falsa conciencia”, sino a la pulsión catártica de los espectadores. Desencadena un lazo por el cual el público se mira reflejado en sus ansias de poder, su aspiración a la justicia, su anhelo por un orden basado en el mérito o lo que sea que la gente considere digno de identificación activa. El mensaje enviado no es igual al recibido. El público manipula y lee lo que le conviene o favorece, y la complicidad aparece cuando menos se la espera. El efecto va mucho más allá de la formalización literal, es un acto emotivo, psíquico, espiritual cargado de goce.


Medio, no mediación. En efecto, el ente productor del filme es el medio y su rol dentro del proceso de la comunicación es el de disparar la relación. Ésta, por lo que hemos visto, está regulada por los intérpretes que hacen con la historia lo que más les ayuda a entenderse y entender a los demás.


Formalmente, el rol del medio se reduce a proyectar una imagen deformada de los estados de ánimo y visiones de los públicos. Al reconocerse, así sea solo parcialmente, éstos terminan de llenar los vacíos hasta labrar su propia lectura o interpretación. Hubo entonces mediación. La gente se comunica consigo mismo mediante las narraciones en uso. Se aprovecha de ellas y las hace suyas del modo más libre y arbitrario. En vez de forjar una liga anti comunista, los espectadores montan una comparsa plagiando poses y formas de Rambo. Ah, hacen lo mismo con el Che Guevara dada la promiscuidad con la que se retuercen los símbolos con el solo objetivo de danzar.


Como era de esperarse, las conclusiones señaladas desactivaron el talante crítico de la aproximación barberiana. Muchos de sus lectores, que como buenos académicos, necesitan exhibir una distancia con el poder de los medios, prefirieron no asumir el giro. Ejercitados en la irradiación de juicios lapidarios contra la realidad imperante, optaron por fingir sordera, ceguera o demencia. Un Barbero complaciente no les resultaba tan confortable.


Lo cierto es que nuestro teórico de cabecera ejerció con su viraje esa capacidad interpeladora a la que no tenía por qué renunciar. Dos años antes del derribo del Muro de Berlín, Barbero decidió quedarse con la fuerza desordenadora de los públicos y renunciar a la estéril denuncia de los contenidos supuestamente alienantes. En cierto modo estaba abdicando al paternalismo de los que prescriben qué ver y qué apagar. Tal vez decidió desechar aquel enredado ensayo llamado “Para leer al Pato Donald” a fin de conversar con los niños en procura de entender sus preferencias.


El tiempo le daría la razón. Ninguna avalancha de películas del lejano oeste o sobre el sudeste asiático (Vietnam) hicieron de los mineros de Llallagua agentes del imperialismo yanqui.


Queda por tanto agradecer a esos anónimos espectadores que una tarde mandaron a callar a Barbero para obligarlo a escuchar.

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