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Antiimperialistas yanquis

Rafael Archondo



Tras su precoz independencia de los británicos (1789), Estados Unidos emprendió su primera guerra de agresión mordiendo la espalda polvorienta de su vecino más débil, el también emancipado México. En solo dos años (1846-1848), las tropas al mando de Scott y Taylor ablandaron a cañonazos no solo la extensa franja situada al norte del río Grande, sino también el puerto de Veracruz y la capital azteca, donde plantaron su bandera ensombreciendo el Palacio de Chapultepec. Con ello, James Polk, el presidente de entonces, coronaba con laureles el llamado Destino Manifiesto, es decir, la inferida predeterminación estadounidense a convertirse en una república continental, que mojara sus pies en dos océanos al mismo tiempo.


Década y media después, el país a caballo que se había adueñado del 55% de México, se enfrentó consigo mismo en la guerra entre esclavistas y abolicionistas. El saldo de las dos arremetidas es bastante dispar: en Palo Alto o Cerro Gordo solo murieron 1.733 invasores, mientras en el choque entre confederados y yanquis cayó un millón y medio de soldados.


Ambos episodios explican lo que sigue. En 1897, William McKinley se convirtió en el presidente número 25 de los Estados Unidos. Llegaba a la Casa Blanca desgarrado por sus heridas de guerra. En la unidad de infantería de Ohio, enfrentando a los secesionistas, había padecido la suma de todos los horrores. Consciente de ser el primer gobernante norteamericano del siglo XX, McKinley llegaba seguro de que bajo su tutela, no se regaría ni una sola gota más de sangre.

Sus cálculos fallaron. El jefe anti-belicista parecía más bien condenado a inaugurar una era imperial. Cuando el primer día de mayo de 1898 el almirante George Dewey ingresó en el buque Olimpia a la bahía de Manila, capital de las Filipinas, la flota naval estadounidense solo tuvo que lamentar una sola baja. Y es que la primera guerra en ultramar ordenada desde Washington contra el ya decrépito imperio español fue un paseo similar a la expedición contra México.


El llamado siglo americano se anticipaba con el envío de tropas más allá de sus playas. La nueva potencia adquiría, en febrero de 1899, sus primeras colonias arrebatadas a los españoles. Para reunificar y cohesionar al país, McKinley puso al mando de los batallones imperiales a los generales confederados derrotados en 1865. Una heridas curaban otras.


¿Alguna novedad? Sí. Por primera vez, una región del mundo que 110 años antes había sido una colonia, heredaba el dominio de una población distante en un territorio remoto. Pero la auténtica novedad es otra. Y es que, como reacción a tanta trágica desviación, el 15 de junio de 1898, en un teatro de Boston, un grupo de ciudadanos notables fundaba la llamada Liga Antiimperialista. Respaldados por la fortuna del rey del acero, Andrew Carnegie, gente influyente de toda la unión coincidió con un diagnóstico: “una nación que oprime a otra, no puede ser libre”. Recordando al único marinero muerto en la ocupación naval de Manila, los antiimperialistas gringos acuñaron una frase punzante: “un muerto y con él, todas nuestras instituciones”.


En 1899, Estados Unidos se convertía así en imperio “por accidente” (no por diseño), envileciendo sus ideales constitucionales con maniobras acuáticas lejos de su jurisdicción. El sometimiento directo de Las Filipinas, la anexión de Guam y Puerto Rico y la tutela sobre Cuba pusieron en apronte a los antiimperialistas, pero también a los senadores Hoar y Teller, que lucharon para evitar que su país cayera preso del mismo delirio expansionista de japoneses, rusos, franceses o británicos.


Se equivoca quien crea que aquellos antiimperialistas eran unos locos marginales. El citado senador Teller introdujo una enmienda legal que ese mismo 1898 prohibía al gobierno federal estadounidense seguir controlando Cuba cuando ésta se hiciera independiente. Por desgracia, en 1901 se impuso la enmienda opuesta conocida por el apellido Platt. Con ella Estados Unidos se daba el derecho de intervenir si la isla resultaba mal gobernada. Otro hecho que a veces olvidamos es que la enmienda Platt fue abrogada en 1934 por el presidente Franklin Roosevelt, otro connotado antiimperialista yanqui como lo fue Woodrow Wilson, cuatro periodos antes.


Quizás como latinoamericanos nos toque algún día rendir homenaje a los estadounidenses que solo por dos votos perdieron la votación en el senado que terminó aprobando el inicio de la era imperial en su país. Moraleja: si algo escaseó siempre en Estados Unidos es la unanimidad y el acatamiento ciego.

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