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Anatomía de un golpe de estado

Rafael Archondo

Prólogo del libro "El Color de las Ovejas negras" de Cecilia Lanza Lobo, octubre de 2023, Rascacielos, La Paz, Bolivia.




Casi tres décadas más tarde, Cecilia Lanza Lobo retoma la historia de su padre y nos la presenta otra vez en forma de libro, pero ahora queriendo indagar “el color de las ovejas negras” o planteando a su turno la “crónica de un parricidio”. Qué buena noticia.


El lector o la lectora tiene ante sí una narración llana, sentida, bella y, al mismo tiempo, analítica. 


Cecilia se plantea el reto de entregarnos una suerte de diario familiar impregnado de los estertores de la dictadura militar encabezada por el general Luis García Meza. Lo había hecho parcialmente en “Mayo y Después” (1995), solo que ahora gozamos de una investigación completa, un estilo literario más seductor y una mirada más madura de aquellos acontecimientos que marcaron a fuego a Emilio Lanza, ese jefe paracaidista, mago familiar y maestro del disfraz que, gracias al pulso de su hija, ha terminado convertido para el público en un rostro conocido y hasta entrañable. 


Los aportes de este libro al conocimiento de nuestra historia con una auténtica ganancia. El relato íntimo del desmoronamiento del último gobierno empeñado en retrasar el advenimiento de la democracia en Bolivia nos ayuda, por la pluma firma de Cecilia, a entender cómo operaban las Fuerzas Armadas cuando decidieron atarse a la administración gubernamental. 


El trayecto conspirativo de Lanza y sus hombres es propicio para constatar por ejemplo, el lazo casi filial que se teje entre soldados y oficiales, al grado de que un buen comandante es recordado como un padre por sus subordinados e incluso termina como pasó con Lanza, restituido en el mando por decisión amorosa de sus camaradas de armas que, a contrapelo de las jerarquías castrenses, se reabren las puertas de su unidad para regresarle su confianza y compromiso. En el CITE que Lanza dirigió con el mismo cariño que lo hizo memorable en Tupiza, la tropa se plegó a sus consignas moralizadoras y compartió su suerte como conspirador solitario. 


Hablamos de mayo de 1981. 


Otro rasgo dominante de nuestro ejército es su cohesión corporativa, característica que pensábamos obra exclusiva de la mentalidad persistente de alguien como el general Alfredo Ovando Candia. La escena que nos regala Cecilia Lanza en este libro es estremecedora. Soldados de jefes enfrentados se apunta recíprocamente en la plaza de Cochabamba. En una guerra de nervios, los líderes de los bandos antagónicos negocian apoyados en los lazos personales. Le envían a Lanza, el rebelde, tres camaradas que lo conocen desde la cuna. Así consiguen su rendición. Es el modo de escarbar una salida den paz y de negociar entre pares. La firmeza se acelera gracias al sentido de unidad. Los militares no pueden devorarse entre sí. 


El monopolio de la violencia legítima aparece acá visible, en carne y hueso, como concepto vivo. Lanza y sus aliados, “de capitanes para arriba”, salen al exilio y se evita la grieta. Aunque los lleven a las mazmorras nadie se atreverá a torturarlos. Habrá “carajazos”, sin duda, pero nunca un abismo de ruptura interna que amenace al conjunto del cuerpo uniformado. O avanzan juntos o retroceden juntos. La fortaleza de esta consigna ha hecho posible la subsistencia de la institución militar en las procelosas aguas de la rebelión social boliviana. Esto que Cecilia Lanza nos advierte no debería olvidársenos a nosotros los civiles. 


Por eso, poner en el título la palabra “parricidio” es un acierto que induce a la reflexión. 


Derribar a García Meza era como “matar al padre” por más que nos horrorice esa clase de progenitor. En ese homicidio simbólico que para la psicología connota un salto hacia la madurez, se juega el destino democrático de Bolivia. Para que manden los votos, debe desplazarse a las botas. Y ello implica un desgarramiento interno para los militares, pero también su ingreso a la vida institucional adulta. Replegarse los llevará a vivir una nueva normalidad que los pone bajo resguardo. Pero, y de ahí la virtud de nuestra transición a la democracia., el dictador será sepultado por sus propios hijos. Es el precio para quedar hermanados. De semejante lujo no gozaron ni argentinos ni chilenos. No es poca cosa. 


El teniente coronel Emilio Lanza fue el precursor de este gran paso. Luego Natusch y Añez rematarán al “padre” y para la gloria de todos los conjurados, lo harán en un continuo avance cohesionado por el que el plan urdido desde Buenos Aires avanza en bloque y sin fisuras. De pronto, como había ocurrido desafortunadamente en julio de 1980; en agosto de 1981, los militares bolivianos unen fuerzas para poner a salvo a la institución. Hugo Banzer, el general que más tiempo perseveró en la vida política, no tuvo más opción que adherirse a la corriente e invertir en la caída del “reconstructor” nacional. 


Sin proponérselo, Cecilia Lanza ha descifrado las razones que llevaron a los militares a desconocer la voluntad popular expresada en las urnas el 6 de mayo de 1951 o el 29 de junio de 1980. En ambos casos, los generales Hugo Ballivián y Luis García Meza contaron con un apoyo sólido de las Fuerzas Armadas para burlarse del sufragio. Con ello rozaron el clímax del desprestigio, pero así como avanzaron, también supieron replegarse sin titubeos. ¿Por qué se atrevieron a tanto?  Sí, exacto. Es otra vez, la cohesión corporativa que, repetida como un mantra, activará el milagro de la unidad granítica, única garantía probada de sobrevivencia. Si nos dividimos, nos hundimos, podría leerse. 


Por eso este libro deja una lección, que, aunque tardía, debería regir para la llamada izquierda marxista boliviana, que durante décadas buscó dividir a las Fuerzas Armadas con propósitos insurreccionales. 


La pretensión secesionista choca brutalmente con la tradición de casi dos siglos. El desconocimiento de la genética del ejército boliviano, mal del que no padece Cecilia Lanza y del que nos logra vacunar acá, provocó el mayor yerro de interpretación histórica del siglo XX, anidado en la mente de la izquierda boliviana: creer que en 1952 las Fuerzas Armadas fueron disueltas en tres días, barridas por las masas insurrectas. 


Quienes aún hoy siguen creyendo que esto ocurrió, olvidan que el levantamiento popular conducido por Hernán Siles Zuazo solo tuvo lugar en las ciudades de La Paz, El Alto y Oruro. También ignoran, a veces deliberadamente, que el 11 de abril de 1952, el general Humberto Torrez Ortiz firmó un acta de pacificación en la que entregaba la presidencia a Siles, pero en ningún caso daba por disuelta la institución fundadora de la nación boliviana. El Colegio Militar se reabrió en 1953, los oficiales dieron instrucción a las milicias mineras y campesinas que operaron como policía política del nuevo régimen; hubo Ministro de Defensa desde el día Uno y, sobre todo, las Fuerzas Armadas se reorganizaron de inmediato bajo la tuición de un partido político, el MNR, que había cogobernado con los militares solo un año después de su creación en 1942. 


Así, la generación que combatió en el Chaco, que visitó el uniforme y defendió el petróleo, la que no huyó al exilio limeño para eludir sus deberes patrióticos, fue la misma que soñó con un ejército nacionalista que en vez de masacrar obreros y campesinos, hiciera caminos y confraternizara con la gente. Fue en ese cuerpo cohesionado en el que Lanza, Natusch, Añez y sus camaradas recorrieron los confines de la patria y tanto combatieron a un batallón de 50 guevaristas, 18 de ellos extranjeros, como enfrentaron las acciones conspirativas de falangistas y marxistas. 


Nuestro ejército vivió una metamorfosis que lo ayudó a derrotar al Che, desde el día en que empezó a buscar afanosamente un liderazgo nacional para Bolivia como los de Toro, Busch, Villarroel, Froilán Calleja, Clemente Inofuentes, René Barrientos, Alfredo Ovando o Juan José Torres. Su conversión en fuerza activa del nacionalismo lo salvó de las más serias amenazas que abarcaron desde su involucramiento en la lucha contra las drogas hasta su implantación en el palacio de gobierno. 


Este libro aparece a la luz pública provisto de una actualidad desconcertante. 


Desde 2019, pero sobre todo un año después, los bolivianos debatimos enardecidos sobre si la caída de Evo Morales fue producto de un golpe de estado o de una movilización ciudadana. 


Vayamos a los datos históricos. A partir de 1934, el país vivió 19 golpes de estado. Para enumerarlos usamos la clásica definición de Luttwak (1969), quien precisa que un golpe es un proceso en dos pasos: infiltración y desplazamiento. En términos sencillos, una parte del aparato del estado (lo infiltrado) se aparta del marco convencional de funcionamiento, remueve a las otras estructuras y se adueña del control total. Un golpe es y siempre será un acto burocrático cargado de violencia. Es lo que hizo Pinochet en 1973 o Videla en 1976. El ejército, sin salir de los perímetros estatales, atropella al Congreso, al Ejecutivo y al poder judicial. Simple y claro. 


En  1985, 2003, 2005 7 2019 hubo cambio de gobierno en Bolivia ya sea porque se adelantaron las elecciones o porque manifestaciones incesantes colapsaron la movilidad presidencial y obligaron a una renuncia del jefe de estado. Siles Zuazo, Sánchez de Lozada, Carlos Mesa y Evo Morales dejaron anticipadamente sus puestos no porque un segmento del estado los haya arrinconado, sino porque carecían de condiciones para seguir ejerciendo el mando. 


Como nos enseña Cecilia Lanza, el derrumbe de García Meza se logró mediante un golpe. Fue un empuje de los conjurados, precisamente infiltrados en los mandos de las Fuerzas Armadas, el que puso al dictador contra las cuerdas. Fue la técnica empleada por Emilio Lanza y proseguida por sus camaradas más honestos. El “parricidio” solo puede ser practicado por los hijos. En 1981, la gente quedó prendida del televisor, no salió a la calle. 


Cuando se produce un golpe, los civiles quedamos al margen. En consecuencia y amparados en las enseñanzas de este libro, podemos volver a decir sin dudar que en 2019 hubo movilización ciudadana que forzó al presidente en funciones a presentar su dimisión. No hubo infiltración, sino todo lo contrario, un vacío de poder, que fue llenado por la Asamblea Legislativa, la cual acompañó la transición electoral hasta el último día. 


Por todo lo aprendido y señalado, agradezco la misión de formular estas palabras de bienvenida a la obra más acabada y profunda de Cecilia Lanza Lobo. Rendimos con ello, juntos, un homenaje necesario a los militares que tuvieron el valor de convertirse en divinos “parricidas”. El más notable de todos, como queda probado en estas páginas, fue Emilio Lanza, que le regaló a Bolivia su último salto. 


Febrero de 2023 




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