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¿En serio nos manejaban los gringos?


Tradicionalmente el Estado ha sido representado mediante la imagen del gendarme, del juez o del burócrata. En este artículo, se analiza el funcionamiento concreto del Estado boliviano en su interacción con la embajada de los Estados Unidos. A través de cinco episodios históricos, cuyos intercambios ya fueron desclasificados, se busca observar de manera precisa el modo en el que los gobiernos de La Paz y Washington construyeron un relacionamiento asimétrico, aunque también lleno de tensiones y desacatos.


¿Qué es el Estado? El debate para responder a esta pregunta arrancó desde su mismo nacimiento como red de relaciones sociales hasta nuestros días y por supuesto, todavía no ha concluido. En este artículo no aspiramos a absolver dicha interrogante. La razón para esta renuencia es simple: el Estado es un aparato longevo y diverso, ha pasado por distintas etapas y sus perfiles varían de acuerdo al momento y al lugar en el que son observados. Por ejemplo, los estados pre hispánicos en América no se parecen en lo esencial a aquellos que exportaron arsenales y enfermedades atravesando el Atlántico, y la configuración local resultante de aquel choque frontal, tampoco se asemeja a sus predecesores en disputa. No hay un Estado por definición y menos una sola definición de Estado.


Sin embargo ello no nos impide abordar el tema acá y en lo sucesivo. Lo aconsejable parece ser entonces elaborar un inventario de nociones para lograr un despegue seguro. Tres han sido las maneras de describir al Estado desde la antigüedad hasta el presente siglo: como gendarme, como juez o como burócrata.


El impulsor de la noción de que el Estado es un gendarme apellida Hobbes (1651, reeditado en 1980). Tras sus huellas anduvieron después Maquiavelo, Schmitt, pero también el propio Lenin, guiado por Marx. Estos pensadores comparten una premisa de partida: se convierte en Estado solo el que posee la fuerza material o física suficiente para imponerle su proyecto a los demás. En tal sentido, el Estado sería obra de la violencia preponderante, es decir, del cuerpo armado más letal y atemorizador del momento. Concebir al Estado como gendarme es entenderlo como fruto de la voluntad de poder del más fuerte. No hay acá moral alguna. Vence el que asegura la obediencia, la sumisión, el que establece el miedo como acción aconsejada para la sobrevivencia elemental. En otras palabras, es la edificación de lo estatal por la vía de la eficacia tempestuosa, de la irrefutable persuasión fáctica.


Para Hobbes (1651), el Estado se convierte en necesario debido a la racionalidad defectuosa de los seres humanos, quienes, para cooperarse entre sí, requieren de alguien que “los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo”. Hobbes no se ilusiona con la naturaleza humana. La imagina llena de orgullo y vanidad, de pasión y cálculo egoísta. La razón de ello sería que los seres humanos poseemos el uso de la palabra, por medio de la cual, dice Hobbes en su “Leviatán”, “uno puede significar al otro lo que considera adecuado para el beneficio común”. “Entre los hombres hay algunos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar. Dichas personas se afanan por reformar e innovar, con lo cual acarrean perturbación y guerra civil”. He ahí, el temor hobbesiano, su obsesión por aplacar la beligerancia y el encono, por asentar un orden inobjetable donde el orgullo humano sea puesto en una jaula de hierro. Para eso, los seres humanos necesitarían de un convenio constante y obligatorio, un poder común, que para Hobbes es “un hombre o una asamblea de hombres”, que someta los deseos del conjunto a su específica voluntad. “La multitud así unida en una persona se denomina Estado”, sentencia nuestro autor.


Es un error pensar que cuando este padre del absolutismo habla de “asamblea de hombres” está aludiendo a una democracia o a una especie de ejercicio deliberativo. No, ni Hobbes ni Maquiavelo y menos Lenin, tienen ese horizonte en la cabeza. Su realismo los lleva a justificar la erección de un poder central que disuelve el disenso y fija las metas generales a seguir. A estas posturas se las ha llamado decisionistas, porque el peso de la Historia descansa en manos de quienes pueden imponer, en última instancia, el tronar de sus cañones. El jurista del Tercer Reich, Carl Schmitt, tenía que estar entre los impulsores de esta legitimidad por eficacia o por resultados, como se la conoce. Lenin, para quien el Estado era un instrumento de clase, es quizás el cerebro más moderno para esta percepción. Quienes hace poco celebraron los cien años de la Revolución Bolchevique elogiaron también, en clave moderna, el rol del hombre de Estado, de aquel que más allá de solo teorizar, ejerce el mando y no tiene temor a decidir y legislar. A estas alturas del conocimiento, ya nadie puede negar que los hobbesianos del presente son, en sentido lato, positivistas jurídicos, es decir, promotores activos de la estabilidad posible, de la llamada Realpolitik. Solo equipados con estas ideas, pueden y pudieron restarle valor a la letra muerta de la ley, a la Constitución de Weimar, atropellada por los nazis, al sinsentido de la norma fosilizada. La Historia no la harían las reglas sino los hombres audaces que rompen amarras y piensan más allá de lo convencional.


Hasta ahí, los que piensan al Estado como un gendarme. Del otro lado del prisma, están quienes lo miran más bien como un juez. Llegan de la mano de John Locke (1689, reeditado en 1999), quien en su brillante alegato contra Hobbes, afirma: “frente al poder arbitrario de un solo hombre que tiene bajo su mando a cien mil, los demás quedan en situación más desventajosa, que cuando estaba cada cual expuesto al poder arbitrario de cien mil hombres aislados”. Y en efecto, la refutación resulta potente sobre todo porque también se asienta en fundamentos prácticos. Locke nos dice que la “guerra de todos contra todos” es menos dañina que la tiranía de un Leviatán homicida y caprichoso. En otros términos, Locke nos preguntaría: ¿en qué beneficia a los seres humanos un orden en el que solo impera el poder arbitrario de uno solo?, o, más simple: ¿quién soportaría indefinidamente a un dictador bajo el consuelo de que se trata del “mal menor”?


Hobbes respondería que la naturaleza egoísta de cada cual hace indispensable un verdugo, un rostro disciplinario y punitivo, sería el precio a pagar con tal de mantener la paz. Locke lo refuta: “Nadie puede transferir a otro un poder superior que él mismo no posee y nadie posee poder arbitrario absoluto sobre sí mismo, ni sobre otra persona. Nadie tiene poder para destruir su propia vida o arrebatar a otra persona su vida y sus propiedades”. En este caso, su premisa se torna moral; no somos lobos.


Rousseau (1762, reeditado en 1999) ensanchará aún más las alas al argumento de que el origen del Estado no puede ser la voluntad de poder del más fuerte, sino la voluntad general, cuando escribe: “La fuerza es una potencia física: no veo qué moralidad pueda resultar de sus efectos. Ceder ante la fuerza es un acto de necesidad, no de voluntad, a lo sumo, es un acto de prudencia”. Así, como el Estado no podría surgir de manera legítima amparado por un acto de fuerza bruta, entonces lo lógico es que haya sido un hecho deliberativo, arropado por el consenso y el entendimiento, o, cuando menos, el acatamiento voluntario, aunque resignado. Entonces, si los seres humanos no son enemigos por naturaleza, como planteaba Rousseau, lo esperable es que vivan en armonía, prescindiendo del gendarme y que usen la palabra, no para atizar envidias, sino para coordinar sus existencias.


Pero cuidado, no todo está resuelto aún. Locke se preguntaba qué ocurre cuando un individuo, excepcionalmente, rompe con las normas naturales de convivencia y asesina o despoja a sus semejantes. Entonces emerge la necesidad de imponer justicia, el único acto arbitrario legítimo, con el fin de sancionar al transgresor y reconvenirlo entre sus semejantes. Es ahí donde surgiría el Estado dotado de un papel austero, mínimo e indispensable consistente en hacer cumplir las leyes y preservar la cooperación espontánea entre los humanos. El Estado sería entonces, como se dijo, un juez, que simplemente ratifica el pacto natural entre iguales. Por esto último, a los cultores de esta concepción se les considera contractualistas. Junto a Locke y Rousseau, encontramos en este bando a Hegel, el teórico de la sociedad civil, pero también a los padres de la filosofía antigua, Platón y Aristóteles.


Aunque en sus filas hay muchos liberales y demócratas, es claro que la principal debilidad de esta segunda corriente reside en explicarnos de manera plausible cómo se forma esa voluntad general o pacto entre todos y todas. Las fórmulas difieren tanto que casi no hay modo de ordenarlas. Está desde la receta mística de Rousseau consistente en que cada persona aniquile en su ser cualquier vestigio de interés particular o egoísta hasta las maneras más convencionales de apelar al voto o a la consulta popular. En lo que sí convergen es en señalar que el Estado no tiene como misión primordial reprimir a la sociedad, sino poner en vigencia la voluntad de todos expresada en las leyes. Se acepta la violencia indispensable, apenas el sereno gesto de arrestar y recluir al transgresor, de reeducarlo, de restituir su conducta naturalmente inclinada al bien común. Es el Estado mínimo entronizado en los años 90 en América Latina bajo la máxima: “tanto mercado como sea posible, tanto Estado como sea necesario”, pero también, al mismo tiempo, la utopía socialista del “Hombre nuevo”, aquel individuo pleno, despojado de cualquier motivación egoísta.


La tercera corriente para definir el Estado es la que, de forma descarnada, lo pinta como un burócrata, un funcionario, un clérigo. Su rol sería meramente administrativo y su interés no superaría los linderos de sus ambiciones más prosaicas. Sin habérselo propuesto, Robert Michels (1911, reeditado en 2016) es sin duda quien mejor ha formulado esta idea. Su visión es tan o más realista que la de Hobbes. Es el Estado sometido a los caprichos de una corporación, de una clase gobernante, de una costra burocrática, que sin embargo, cumple funciones que se transforman en irreemplazables. Michels, quien desertó de las filas de la socialdemocracia alemana, escribía: “Ganan los socialistas, no el socialismo”. Su argumentación sigue siendo vigorosa y colinda con la de varios teóricos italianos con quienes comparte la visión de que las élites son las que hacen Historia.


A diferencia de las dos anteriores tendencias, en esta tercera no es la voluntad del más fuerte ni la voluntad sintetizada de todos, las que edifican el Estado, sino la voluntad del especialista. Michels opina que el único factor perdurable en la acción colectiva son los dirigentes, que es mentira que las masas gobiernen, tengan voluntad y capacidad de razonamiento, y que el principio básico de la democracia termina asfixiado por las necesidades de la organización que la apuntala (y el Estado es una). “Quien dice organización, dice oligarquía”, sentencia Michels y parece haber dado en el blanco. El Estado no sería una emanación violenta de un interés externo y menos un acto de consenso social, sería una organización, que como tal, requiere de un grupo de individuos a tiempo completo para existir y reproducirse. Debido a las propias necesidades técnicas indispensables para operar, este segmento de especialistas adquiría un monopolio “natural” sobre la toma de decisiones. Así, ayudada por la ineptitud intrínseca de la masa, condenada a la dispersión y a apariciones episódicas en las plazas o las urnas; esta oligarquía burocrática quedaría transformada en clase, en clase gobernante.


Michaels es escéptico con respecto al eventual derribo de los burócratas. Su estudio aporta pruebas que muestran una persistencia casi mítica de su poder, porque a lo máximo que aspiran las masas, es a “cambiar de amo” y a lo máximo que aspiran los nuevos dirigentes es a fundirse con los liderazgos a los que fustigaban a fin de obtener el aplauso de los descontentos. Michels, pero también Miguel Bakunin, Rosa Luxemburgo o Pierre Bourdieu, a su modo, han confirmado la existencia solapada de esta burocracia, capaz de mimetizarse bajo todas las banderas, con tal de sostener su lugar dentro y jamás fuera del Estado.


Esta visión, la menos distinguible en otros inventarios, descansa, como la de Hobbes en la eficacia, pero no en su faz represiva, sino social y económica. El poder de los burócratas descansa en su capacidad para confeccionar un presupuesto, edificar hospitales o escuelas, entregar subsidios o arreglar una balanza de pagos. Barrer con quienes “saben” cómo funciona el aparato estatal puede llegar a ser funesto. En 2003 los norteamericanos cometieron ese error en Irak y cientos de funcionarios despedidos terminaron fundando un nuevo Estado, el “islámico”, para montar una guerra civil. En cambio, tras el desplome del nazismo, los aliados aceptaron que la meritoria burocracia alemana, tan elogiada por Weber, se hiciera cargo de la reconstrucción del país bombardeado. El resultado fue el milagro económico conducido por Ludwig Erhard, pero también la revuelta estudiantil de 1968, que no aceptaba que ex jerarcas del Tercer Reich tuvieran a su cargo la orientación de las decisiones.


Hasta aquí, las tres maneras de concebir al Estado: como gendarme, como juez o como burócrata. Basta con mirar superficialmente a nuestro alrededor para saber que los tres son uno en la actualidad. La lectura de cualquier Constitución en el mundo nos confirma aquello. Los Estados modernos reprimen, imparten justicia y administran, las tres cosas a la vez y sin colapsar. Si revisamos la Historia, detectaremos la agregación tensa y a veces armoniosa de esas funciones. Lo que comienza como un acto de fuerza y conquista, lentamente se va legitimando mediante el cumplimiento de tareas menos represivas y más dispendiosas. En su “Historia del Tahuantinsuyu” (1988), María Rostworowski nos ilustra cómo los señoríos del Cuzco comenzaron su andadura como una tropa de asalto, anexando territorios y pobladores, para después asentar su imperio mediante pactos de reciprocidad, basados, ya no en su poder bélico, sino en su capacidad productiva. De ese modo, el centro de esa densa red de conexiones y acuerdos funcionaba mediante la adecuada combinación de dádivas y punición. Con pueblos culturalmente afines como los del sur, predominaron los pactos, mientras que con culturas menos afines como las de pescadores o recolectores, la estrategia fue más militarizada. En tal sentido, un Estado debe saber dar y golpear en igual medida, y quizás el control sobre ambas tareas, le permite hacerse irreemplazable en el mediano plazo, lo cual implica cultivar una capa burocrática eficaz.


En síntesis, el Estado es un aparato capaz de inocular en los individuos de una sociedad una especie de obediencia voluntaria, lo cual, a todas luces parece contradictorio, pero no lo es. “Obedecer a voluntad” es en realidad una paradoja, es decir, una amalgama de dos conceptos antagónicos, pero solo en apariencia. Sabemos ahora ya que en los hechos, obedecer sin ser coaccionado es un comportamiento racional, que sin embargo, solo puede ser explicado a partir de un análisis de siglos de paciente implantación.


El Estado en Latinoamérica


América Latina comparte hoy el privilegio, junto con Europa, de ser el continente más democrático del planeta. La práctica del voto, que muchos consideran indispensable pero no suficiente para hablar de democracia, se ha arraigado al finalizar el siglo pasado y parece tener un futuro extenso por delante. Con más o menos restricciones, todos los países latinoamericanos han transitado de Estados represivos como los del Cono Sur a otros que hoy llaman la atención por su preocupación social y su búsqueda de prosperidad. Los litigios fronterizos, salvo excepciones, han sido resueltos y aunque crisis como las de Venezuela no han producido un consenso regional, es innegable que la violencia política se va alejando lentamente de la vida cotidiana. La disolución de la guerrilla colombiana es solo un ejemplo de muchos.

Sin embargo, el rasgo más destacado de la era democrática que ya está a punto de alcanzar su cuarta década, es el repliegue evidente de los Estados Unidos. La que durante el siglo XX fue la potencia diplomática, militar y económica dominante, ha cedido terreno aceleradamente a otros actores como China, Rusia o Irán. El recambio ha producido cuotas impensables de soberanía a cargo de las Estados de la región. En el siglo anterior hubiese sido inconcebible imaginar a presidentes como Hugo Chávez, Evo Morales, Rafael Correa o Lula da Silva. El desplome del socialismo soviético y la activación de la llamada guerra contra el terrorismo, que colocó al mundo árabe como eje de la disputa, abrieron dos décadas de discreción de los norteamericanos en el hemisferio. Si bien varios estudios intentan explicar este vacío de poder y su eventual relevo, acá nos proponemos entender la fase previa. ¿Cómo fue el Estado en el periodo histórico en el que el rol de gendarme era preponderante en América Latina?, y, sobre todo, ¿qué contribuciones podría darnos el análisis de este periodo para entender el Estado hoy?


Caso Bolivia


Un diagnóstico de la situación del Estado en Bolivia fue el producto más cotizado en los años en los que se convocaba a la Asamblea Constituyente elegida en 2006. Diversos segmentos intelectuales ensayaron febrilmente para conseguir alguno. Pero, como suele suceder en el país, la cooperación internacional produjo el recurso más sofisticado. El Informe de Desarrollo Humano 2007 (PNUD) llegó con un retraso incomprensible al grado de ya no poder influir en la discusión nacional. A pesar de ello, en el preámbulo de este estudio, se critica a todos los polemistas previos, haciéndoles notar que han auscultado al Estado a partir de meros ideales. En otras palabras, antes del Informe 2007, el país académico se habría limitado a ver sólo lo que el Estado debería ser, y no lo que es o hace en la práctica.


Por eso, el equipo de investigadores del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) se impuso una inmersión en la realidad fáctica, condimentando la travesía con un “vocabulario propio”, made in Bolivia. Y no es poco lo que destrona en unas someras frases. Ya en la introducción, barre de un plumazo con liberales, weberianos, institucionalistas, marxistas y post coloniales. Promete una aproximación inédita y anuncia la hora de que el Estado boliviano sea entendido desde sus destrezas específicas, es decir, a partir de sus singularidades históricas. Se anunciaba un parte-aguas de 553 páginas.


Dice el Informe que el Estado ha sido visto hasta aquí de dos erradas maneras: como Estado total o bien, como Estado fallido y no vendría a ser ni lo uno ni lo otro. Los que creen que es capacidad plena, apuestan a darle cristiana sepultura, por ser colonial, opresor y dominante. Los segundos lo miran como enclenque e inepto, un cascarón vacío y por ende, digno de una revitalización profunda o de un descarte expedito. Hasta aquí, las miradas fantasiosas, pero, ¿cuál es el Estado realmente existente en el país? El Informe asegura tener la respuesta.


El nuestro sería un Estado negociador (“pactante”, lo llamó antes Rossana Barragán), asentado en diversas alianzas sociales, es decir, un aparato incompleto, dependiente, agujereado; ni totalmente fallido, ni absolutamente presente; algo similar a un barco sometido a la furia de las olas, pero, ojo, muy difícil de hundir gracias a su adaptación a entornos hostiles y oscilantes. Sin embargo, nada de ello nos debería alarmar, porque “los huecos está llenos”, dicen; sí, llenos de prácticas sociales que succionan el vacío y lo convierten en músculo, fibra, acto público y función afirmativa. La santa Sociedad acude heroica a paliar la esmirriada anatomía del Estado. Al menos así se aseguraba desde el PNUD.


Es verdad que este marco de análisis tan “aterrizado”, se antoja seductor. Al fin una mirada, que no usa anteojeras ni se presta herramientas ajenas. El boliviano sería un Estado que no es ni fuerte ni débil, cabalga sobre redes sociales y así logra transformarse en legítimo o acabar atorado, dependiendo de las coaliciones que suscriba, es decir, del relleno que consiga para disimular sus “huecos”. Según la extensa investigación, en cada hueco se negocia la autoridad legal con organizaciones sociales, indígenas, locales y regionales. Gracias a ello el Estado ha sobrevivido milagrosamente a todas las avalanchas sociales que lo asediaron, pero (lamentan los autores) no ha conseguido construir un espacio público común de legitimidad y soberanía. Ahí está quizás la zona más sugerente del libro. El PNUD nos está hablando de un Estado en el que las funciones de gendarme, juez y burócrata se comparten y redistribuyen con la sociedad. Es un campo de soberanías diversas y en forcejeo. Ello daría lugar a una legitimidad compuesta, en la que todos se sienten mal, aunque también mínimamente representados.


Para usar un ejemplo gráfico: el domingo 10 de octubre de 1982, Hernán Siles Zuazo llega al aeropuerto de El Alto para jurar a la Presidencia. El avión aterriza y dos columnas de mineros acordonan su paso sobre una alfombra roja cada vez peor colocada. La muchedumbre empuja y extiende la mano. Los soldados esperan a varios metros de distancia para mostrarle un saludo rítmico y ensayado. El Estado está penetrado por los sindicatos hasta en su ceremonial más básico y el ejército asume un papel más modesto a la hora de su repliegue. Un “hueco” que se rellena casi sin planificarlo.


Sin embargo, en los hechos, la definición no constituye novedad alguna. Hace décadas que los antojos de un Estado total fueron desahuciados por la vida, y más aún hoy, en épocas de expansión de la individualidad al calor del Internet y la globalización. Los viejos estados fisgones de Europa del Este yacen en los escombros de nuestra memoria como una muestra elocuente de que no hay Estado sin grietas. De todos modos, la noción del PNUD de un Estado “interferido” resulta sugerente para esta indagación.


Ahora bien, una vez instalado el concepto, ¿hace el PNUD buen uso de él? Al Informe le tocaría cumplir con su promesa, mas eso no sucede. En tres capítulos (historia, etnografía y sociología del Estado), que son, a todas luces, lo más jugoso del libro; no existe una sola evidencia de que el Estado boliviano esté penetrado por estructuras sociales. Y ojo que ahí se concentra la investigación sobre el funcionamiento del Estado boliviano.


En este Informe, cuya tesis central gira alrededor del “Estado con huecos”, no se verifica la existencia de ninguno, y mucho menos uno que estuviera “lleno”. Incluso en el capítulo donde se persiguen las huellas de la reforma educativa, una medida estatal que incumbe a un sector hiper-organizado del país como el magisterio, lo lógico a imaginar es que partiendo de la noción de “Estado con huecos”, los autores tuvieron que haberse preocupado por averiguar si los sindicatos de maestros fueron capaces de completar los “vacíos” estatales en la aplicación de tal política pública. Sin embargo aparentemente no pasó nada similar. Lo encontrado es un sindicalismo que resiste y una cooperación internacional que gradualmente se va abriendo espacio hasta controlar variadas decisiones. Más adelante, se cuenta la historia de una entidad pública, la Dirección de Educación Bilingüe, copada por un núcleo de dirigentes indígenas, quienes lejos de “llenar” el hueco, hacen rodar las estructuras estatales al servicio de sus organizaciones sociales. En otras palabras, una práctica que lejos de llenar la fisura, la amplía.


Así, lo único que prueba el Informe es que el Estado boliviano es débil y que su legitimidad transitoria depende de que establezca eficaces alianzas con las regiones y los grupos sociales (lo cual se observa, por ejemplo, en el análisis de los presupuestos). No se describe un solo “hueco lleno”, solo espacios mermados o menoscabados, como corresponde al concepto de agujero en el sentido más ortodoxo. Y claro, como la evidencia empírica flaquea para respaldar el concepto “estrella”, llega al rescate una encuesta de opinión en la que se hace notar que los bolivianos queremos un Estado compartido, que se haga obedecer sin mucha violencia y que controle las riquezas naturales del territorio. De modo que el Estado imaginado es uno como cualquier otro: corajudo, abarcador y querido, o sea, un aparato carente de fisuras.


Refutar a quienes predican contra el Estado total y a quienes lamentan la evaporación de las estructuras institucionales tiene hasta ahora un valor anecdótico. El referido Informe no ha conseguido establecer una tercera vía de lectura, pese a lo cual nos ha dejado, hace ya una década, un legado conceptual interesante, el de un Estado poroso, rellenable, receptivo por inanición y a ratos, muy parecido a un tejido de muchas fibras.


En esta investigación, cien veces más modesta, recogemos la idea de “Estado con huecos” para analizar las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y Bolivia en el periodo entre la Guerra Fría y la llamada lucha global contra el terrorismo (1945-2009). Entendemos ese lapso de tiempo como el que abarca el fin de la Segunda Guerra Mundial y la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca. Esta periodización es generosa y flexible. Se basa en el hecho de que la derrota del nazismo en Europa dio paso a la lucha entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, que habían sido aliados previos hasta 1945. El surgimiento de los dos bloques en disputa, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y el Pacto de Varsovia, explica en gran medida lo que hoy conocemos como Guerra Fría. Después, con la caída del Muro de Berlín en 1989, se produce una transición hacia la búsqueda de nuevos adversarios globales. Los encargados de llenar la vacancia fueron claramente los regímenes pan-árabes de interpelación nacionalista. No es casual que un año después de la implosión de la Unión Soviética, se haya producido la primera guerra del Golfo, en la que 34 países dirigidos por Estados Unidos, desalojaron a las tropas iraquíes en Kuwait. Redirigida la atención norteamericana hacia el Medio Oriente, el énfasis residual para América Latina decantó en la guerra mundial contra las drogas. Así, del combate al comunismo, rápidamente se pasó a las políticas de interdicción y erradicación de cultivos ilícitos. América Latina dejó de interesar por la influencia de la Revolución cubana y pasó a llamar la atención por la actividad de los cárteles de Cali y Medellín.


Soberanías vía enclave


Tras analizar cinco momentos clave de las relaciones de Bolivia con los Estados Unidos, proponemos cambiar la idea de “Estado con huecos” (PNUD, 2007) por el de Estado “con enclaves”. La noción solo se podría aplicar limpiamente para el caso de las relaciones diplomáticas bilaterales, que son las que hemos analizado acá con cierto detalle.


El propio Informe del PNUD detectó en realidad un enclave y no tanto un hueco. Este hallazgo se dio en el caso de la aplicación de la Reforma Educativa y muestra que el Banco Mundial estableció un enclave dentro del Poder Ejecutivo nacional para impulsar desde ahí las medidas acordadas en el crédito. Así, mientras se supone que el hueco es un espacio de disputa entre el Estado que abdica a su plena capacidad y la entidad que aspira a expandir su radio de acción, el enclave sería una inserción efectiva de un ente ajeno dentro la anatomía estatal oficial. La diferencia es notable. El enclave opera por órdenes externas, pero lo hace bajo la cobertura doméstica. El enclave es un cuerpo de soberanía incrustada, un operador de apariencia nacional, pero en los hechos, un actor transfronterizo. La literatura politológica no parece haberse detenido en esta distinción y menos en Bolivia. Quizás la mejor forma de evidenciar su utilidad sea sencillamente ponerla a trabajar para explicar algunos episodios centrales en la relación bilateral entre Bolivia y Estados Unidos.


Nuestra aproximación es puntual y extendida. Incluye cinco momentos importantes en los que ambas diplomacias cruzaron lanzas. Estos momentos son: la guerrilla dirigida por Ernesto Che Guevara (1966-1967), el golpe de Estado comandado por el general Luis García Meza (1980-1981), el aniquilamiento del grupo guerrillero conocido como la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ, 1990), la aprobación del decreto de los narco-arrepentidos (1991), y la entrega de misiles chinos a personal de la embajada norteamericana (2005). Los hechos involucraron a los embajadores Douglas Henderson (1963-1968), Marvin Weissman (1980), Edwin Corr (1981-1985), Robert Gelbard (1988-1991) y David Greenlee (2003-2006), además a los gobiernos de René Barrientos (1964-1969), Luis García Meza (1980-1981), Jaime Paz Zamora (1989-1993) y Eduardo Rodríguez Veltzé (2005).


El prolongado gobierno de Evo Morales no ha sido considerado aquí porque al haber éste anulado la capacidad de acción de la embajada norteamericana, sobre todo a partir de 2008, corresponde a un periodo histórico diferente. La existencia de enclaves norteamericanos en Bolivia parece estar descartada en el llamado Estado Plurinacional y no forma parte de esta indagación.


1. Matar al Che

La guerrilla organizada para Bolivia a partir de 1966 por el Departamento América, dirigido por Manuel Piñero en Cuba, terminó con la muerte de su principal conductor, Ernesto Guevara de la Serna, más conocido como el Che, el 9 de octubre de 1967. Los historiadores han discutido ampliamente sobre la injerencia norteamericana en el combate y derrota del grupo armado. A pesar de ello, nadie puede afirmar ahora que en el país se hubiese dado la tan ansiada vietnamización, es decir, la agudización del conflicto al grado de involucrar tropas extranjeras estadounidenses. El aporte norteamericano en Bolivia se restringió al entrenamiento de un grupo de soldados bolivianos en el departamento de Santa Cruz. Las tropas adiestradas por sargentos estadounidenses ingresaron a combatir a la guerrilla en septiembre de 1967, cuando la derrota de los rebeldes se daba casi por asegurada. Ello permitió que la captura del Che se hiciera bajo esa cobertura y que se pensara que la CIA había ayudado a derrotar al mítico comandante. Sin embargo, el grueso de la contienda ya había sido librado antes por el ejército regular boliviano.


Todas las evidencias recogidas para esta investigación demuestran que a diferencia del general Barrientos que exigía una intervención más activa de los norteamericanos, éstos seguían al pie de la letra, la doctrina de la contención, desarrollada por el embajador George Kennan (1946) en su largo telegrama de inicios de la Guerra Fría. Esta doctrina era precisamente un manual para evitar caer en la llamada vietnamización, buscada por los cubanos. Partía de la idea de que el imperio soviético estaba condenado a la sobre-expansión. Frente a ello, Estados Unidos debía contener el avance, hacerlo lento y esforzado, pero jamás buscar un choque frontal. En el caso de Bolivia, queda probado que mientras el gobierno boliviano esperaba lograr la mayor cantidad de ayuda estadounidense para potenciar su arsenal y personal, la embajada, a cargo de Douglas Henderson, diplomático nombrado por el asesinado John F. Kennedy, era renuente a intervenir más de lo necesario.


El libro "Bolivia a la Hora del Che" del corresponsal Rubén Vásquez Díaz (1978) aborda varios temas interesantes, entre los que se destaca, el papel jugado por Henderson. Vásquez destaca la, en inicio, pésima relación entre el diplomático y el Presidente Barrientos, hecho confirmado por otras voces. Henderson habría sido muy cercano al derrocado Paz Estenssoro, lo cual lo llevó a rechazar el golpe de Barrientos en noviembre de 1964.


En julio de 1967, Henderson habría comentado a la prensa que iba a ser muy difícil para el ejército boliviano derrotar a la guerrilla del Che. La respuesta de Barrientos fue agresiva: "¿Dónde piensa el señor Henderson que está?, ¿en la luna?".


El mayor mérito de Henderson habría sido aplicar la política de contención. Él evitó una escalada de la ayuda militar norteamericana a Bolivia. De ese modo, desvirtuó las versiones que apuntaban a denunciar una intervención estadounidense en el país. Henderson logró que se aprobara el paquete de ayuda militar más modesto, que solo contemplaba el adiestramiento de una unidad del ejército en tácticas de contrainsurgencia.


El 20 de abril de 1967, es detenido en Muyupampa el filósofo francés Regis Debray cuando abandonaba el campamento del Che en Ñancahuazú. Henderson y Barrientos conversaron al respecto. En una entrevista para un proyecto de historia oral en su país, el embajador (1988) cuenta lo siguiente: "Barrientos me llamó el día en que Regis Debray fue capturado. Él no sabía bien quién era Debray, pero lo consideraba un miembro importante de la guerrilla. Yo le pregunté: ´Excelencia, y ¿qué piensa hacer con él?` Su respuesta fue: "ejecutarlo". Yo le dije: "no le puedo decir a usted qué hacer, pero si explicarle las consecuencias que esto traería”. Después de eso, mantuve la presión sobre Barrientos y de ello se encargó mi agregado militar en la embajada. Obviamente los bolivianos tomaron sus decisiones, pero a partir de ese momento, nuestras relaciones ya no fueron tan cercanas como habían sido hasta entonces".

Si bien Barrientos parece haber seguido el consejo de Henderson con respecto a Debray, ocurriría lo opuesto con el Che, medio año después. Diversos indicios muestran que dentro de la línea de la contención, para los norteamericanos era más útil mantener con vida al Che que fusilarlo. Sin embargo, las desastrosas consecuencias del juicio militar a Debray, quien supo aprovechar su situación de detenido europeo e intelectualmente hábil para cualquier escaramuza verbal, llevaron a los militares bolivianos a la conclusión de que no se expondrían a enjuiciar al argentino. Debray y su esposa Elizabeth Burgos, lograron detonar una vasta campaña de solidaridad para presionar por su liberación. La madre de Debray era, en ese momento, concejal del municipio de París y muy cercana al Presidente francés Charles De Gaulle. Esos y otros contactos hicieron del caso un asunto de resonancia mundial.


La versión de que los estadounidenses desaconsejaron el fusilamiento del Che ha sido parcialmente confirmada gracias a la desclasificación de archivos. Walter Whitman Rostow fue uno de los asesores más importantes del Presidente de los Estados Unidos, Lyndon Johnson. Entre 1966 y 1969, actuó como uno de sus principales consejeros en política exterior. Entre los cables desclasificados por el Departamento de Estado, hay un párrafo suyo redactado tras la muerte del Che Guevara, que confirma algunas sospechas previas sobre la opinión de las autoridades estadounidenses tras la captura del guerrillero. Un memorándum de Rostow fechado el 11 de octubre de 1967 y dirigido al Presidente de los Estados Unidos dice: "Me pareció estúpido (el asesinato de Guevara), pero es comprensible desde un punto de vista boliviano, dados los problemas que les ha causado antes el enjuiciamiento de Regis Debray, comunista francés y enlace de Fidel Castro".


2. No reconocer al gobierno de García Meza

Ronald Reagan juró a la presidencia de los Estados Unidos cinco meses después del golpe de Estado del general Luis García Meza en Bolivia. De hecho, el mismo día del golpe, el 17 de julio de 1980, Reagan obtenía su nominación como candidato del Partido Republicano. Su victoria en las urnas se produjo el 4 de noviembre.

García Meza tenía razones para creer que la salida de Carter de la Casa Blanca le abriría a él las puertas como nuevo "paladín en la lucha contra el comunismo". No fue así. Si bien Reagan recuperó la amistad de varios dictadores de América Latina, que Carter había desdeñado, dejó a García Meza en la estacada. ¿Por qué?


En 1991, el académico Thomas Carothers (1993) respondió a esta pregunta. En efecto, Carter había puesto el acento sobre los derechos humanos y por eso aisló a las dictaduras latinoamericanas en sus cuatro años de gobierno. Prohibió por ejemplo la venta de armas a los gobiernos del Cono Sur y bloqueó la entrega de créditos a esos regímenes en las entidades donde Estados Unidos tenía poder de voto. En cambio, con Reagan, la política exterior privilegió la lucha contra el comunismo con lo que dejó de lado los valores democráticos. Con García Meza, el obstáculo, dice Carothers (1993), fue el narcotráfico. Estados Unidos no podía apoyar en ese momento a un gobierno del que se decía era sostenido por la exportación de cocaína.


En marzo de 1981, el programa “60 Minutos” de la cadena estadounidense CBS, difundió un extenso reportaje en el que se afirmaba que el entonces Ministro del Interior, Luis Arce Gómez, comerciaba cocaína con Colombia en uso de sus prerrogativas estatales. Esa información influyó de manera clara en la opinión de la Casa Blanca.


Carothers añade una razón más: Bolivia es un país muy pequeño a los ojos de los Estados Unidos. Por eso, los asesores más radicales de la Casa Blanca no prestaron demasiada atención a los pedidos de García Meza. Washington se negó a reconocer a ese gobierno, que pocos meses después sería derrocado por los propios militares bolivianos. En 1982, el partido comunista ingresaba a co gobernar en el país. Eso tampoco pareció preocupar mucho a los halcones de la Casa Blanca.


La supervivencia de la dictadura del Gral. Luis García Meza en Bolivia dependía en gran medida del visto bueno de la embajada de los Estados Unidos.

En 1980, Alexander Watson estaba a cargo de la representación diplomática en ausencia de Marvin Weissman, quien abandonó La Paz apenas se produjo el golpe. Watson (1997) relató lo que vivió en esos años de dictadura. En una entrevista con Charles Stuart Kennedy, el diplomático cuenta que en algún momento el gobierno de Reagan jugó con la posibilidad de normalizar relaciones con el gobierno militar boliviano, como ya lo había hecho con el chileno y el argentino. Era un reflejo inicial que emerge típicamente en toda nueva administración que aspira a contradecir lo hecho por la anterior. Según Watson, el nuevo secretario de estado de Reagan, Alexander Haig llegó incluso a proponer al general Gordon Summer como nuevo embajador de Estados Unidos en La Paz. Éste rechazó la oferta.

Según Watson, dos datos convencieron a Washington de que no debía abrir sus brazos al dictador boliviano: el tráfico de cocaína a cargo del ministro del interior del momento, Luis Arce Gómez, y el alejamiento del general Hugo Banzer (dictador entre 1917-1978) del esquema gubernamental. Waltson conversó con Banzer en Santa Cruz y más adelante envió a sus jefes, información suficiente para probar que aquella era más una narco-dictadura, que una campeona del anticomunismo.

En julio de 1981, Estados Unidos le le decía no a García Meza. En septiembre, éste era depuesto por sus propios colegas.


En su carta póstuma, firmada en marzo de 2015, García Meza recuerda que recibió la visita del embajador de Estados Unidos, quien, dice el general, “vino a querer normar sobre el qué hacer en el ámbito político”. Más adelante, el ex general dice: “le respondí que no aceptaba su consejo (…) y que no le correspondía como embajador”. En la carta acusa a Weissman de ser cómplice de Lydia Gueiler, la entonces presidenta constitucional. La revelación es importante. Prueba que Weissman fue personalmente a advertirle a García Meza que Estados Unidos no respaldaría un golpe. Como se sabe, cuando el embajador dijo públicamente que no estaba de acuerdo con la postergación de las elecciones de junio de 1980, las Fuerzas Armadas lo declararon públicamente “persona no grata”. Es por eso que cuando se produce el asalto al poder, Weissman abandona el país de inmediato dejando a Watson como encargado de negocios.


Edwin Corr fue embajador de Estados Unidos en Bolivia entre 1981 y 1985. Llegó a La Paz para enfrentar a una impopular dictadura militar y se fue cuando la democracia ya estaba restituida. Según Carothers, autor del libro "En el Nombre de la Democracia", a pesar de que el nuevo titular de la Casa Blanca ya era Ronald Reagan, Corr llegó a Bolivia para continuar con los lineamientos del ex presidente Carter. Corr usó todo su poder para convencer al general Torrelio, que había sucedido a García Meza en septiembre de 1981, para que diera los pasos hacia una transición. De hecho, Estados Unidos no quiso nombrar un embajador hasta que ese compromiso no estuviera en puertas.


Cuando Siles Zuazo juró a la Presidencia en 1982, dice Carothers, Corr lo protegió a pesar de los que opinaban que era "un peligroso comunista". La madrugada en la que el presidente fue secuestrado por un grupo de policías, la primera dama conversó con Corr para pedirle ayuda. "Si hay un golpe, van a tener problemas con los Estados Unidos", habría sido la advertencia del embajador durante varias conversaciones con jefes militares del momento. Horas después Siles era devuelto al Palacio. Contra todas las predicciones, Estados Unidos no solo repudió la dictadura anti comunista de García Meza, sino que incluso cobijó al primer presidente electo tras el golpe.


3. La CNPZ


En la madrugada del 5 de diciembre de 1990, Jorge Lonsdale, dirigente del Club Bolívar y gerente de la embotelladora Vascal, estaba a una semana de cumplir seis meses en poder de la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ), grupo guerrillero con el que su familia negociaba el pago de un rescate de medio millón de dólares. Los billetes no fueron entregados ni Lonsdale liberado, porque la noche previa, uno de los emisarios del grupo rebelde fue obligado, bajo tortura letal, a confesar la localización del secuestrado. Aquel fue el primer asesinato. Ya con la dirección exacta, la policía intervino la casa de la calle Abdón Saavedra del barrio de Sopocachi. En el operativo murieron Lonsdale y la mitad de sus captores.


Una fuente de datos nuevos sobre el caso es la novela “El Día del Bautizo”, publicada en 1995 por el Gral. Felipe Carvajal Badani, entonces Comandante de la Policía. En ella, camuflado por la ficción, el ex jefe policial aporta un dato central: tras conseguir, en medio año de tratativas, que los secuestradores reduzcan sus pretensiones de ocho a medio millón de dólares, la familia Lonsdale habría decidido cooperar con las autoridades. Así, el 4 de diciembre, el coronel Germán Linares, responsable de investigar el caso, se enteró por los Lonsdale el lugar y hora en que un enviado de la CNPZ se presentaría para cerrar el trato. De no haber entregado ese dato, otro hubiese sido el desenlace. ¿Por qué obraron los Lonsdale así?, pero sobre todo, ¿por qué decidió la policía precipitar la incursión en la casa en vez de negociar la rendición de los plagiadores?


El caso tiene directa conexión con la embajada de los Estados Unidos, porque fue ésta la que creó y ayudó a financiar la creación del Centro Especial de Investigaciones Policiales (CEIP), unidad anti terrorista a cargo del coronel Germán Linares, quien, increíblemente, encabezó el secuestro del presidente Siles años antes. Se afirma que su nombramiento en el cargo fue decidido por el embajador de entonces, Robert Gelbart. Linares era hombre de confianza de los Estados Unidos desde el momento en que dirigió a las fuerzas anti droga entrenadas por la DEA.


El peruano detenido aquella noche de 1990 era uno de los dos hombres que el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) de su país había enviado a Bolivia. Dante Llimaylla, el otro enviado, reconoció en 2006 que su dirección nacional transfirió dinero y asesoramiento a la CNPZ. En sus palabras: “Ellos no hubieran podido hacerlo solos, no por incapacidad sino por falta de experiencia. El arte de la guerrilla no es innato, se aprende en el día a día”. Es evidente que la cooperación entre grupos guerrilleros de ambos países era una preocupación mayor para la embajada. En el Perú, tanto el MRTA como Sendero Luminoso se habían constituido en una amenaza seria para la estabilidad estatal. El “contagio” hacia Bolivia hubiera incrementado la tensión. Por otra parte, la CNPZ había elegido como blanco de sus ataques a la casa de los custodios de la embajada. Esa misma noche los “paz zamoristas” derribaron con una carga explosiva el monumento de Kennedy en La Paz. Meses antes, otro grupo, las Fuerzas Armadas Zárate Wilka, había asesinado a dos norteamericanos, pastores de la iglesia mormona. Este conjunto de acciones llevó a fundar el CEIP.


El militante emerretista murió el 4 de diciembre por lo que el Dr. Antonio Tórrez Balanza resume en la autopsia como “politraumatismos”. El 7 de enero de 1991, el teniente coronel Carlos Antezana Cuéllar, aseguró que 15 minutos antes de la una de la madrugada, y “como resultado del interrogatorio”, Salazar habría proporcionado dos direcciones en las que podía localizarse a Lonsdale. Coronando la faena, a las 4:45 horas de aquel 5 de diciembre, Linares, jefe del CEIP, conversó con el ministro Capobianco: “El peruano ya ha confesado su verdad”. “Le ordeno que ingrese a la casa”, fue la instrucción recibida. En su declaración informativa, Linares comenta: “Lo interesante es que a mí me ordena ingresar a la casa, yo soy investigador, no agente, no soy una persona tal vez preparada para estas situaciones”.


Según la novela de Carvajal (1995), Linares entregaba un reporte diario a la embajada de los Estados Unidos, responsable de financiar y dirigir los pasos del CEIP. Su relación con la delegación diplomática era de estricta dependencia. De acuerdo al general novelista, la intervención del 5 de diciembre fue ejecutada por el CEIP sin siquiera informar a la comandancia policial, la cual concurría desprevenida, esa mañana, a una peregrinación en honor a la Virgen de Copacabana, patrona de la institución.


La descripción de Carvajal ilumina el caso como nunca antes. Estados Unidos había logrado organizar un enclave dentro de la Policía. Desde allí, la Embajada decidía y operaba, prescindiendo de los mandos jerárquicos de la institución verde olivo. Linares debía entregar resultados a los norteamericanos, quienes además de financiar a su personal y darle equipamiento, le prometían becas y ascensos. Entre junio y noviembre, el CEIP estaba frenado por la decisión de los Lonsdale de apartar a la policía de las tratativas con la CNPZ, pero una vez levantado el velo, Linares ingresaría en escena como un elefante en cristalería.


El aporte de Carvajal (1995) al análisis del caso es medular. En diciembre de 1990, para todo lo concerniente al caso Lonsdale, la Policía boliviana había sido reemplazada por el CEIP. El ministro del interior, Guillermo Capobianco, el embajador Robert Gelbard y el coronel Germán Linares eran los guionistas de esta trama. Jaquearon el trasvase guerrillero desde el Perú, pero al hacerlo, también intervinieron la toma soberana de decisiones.


4. Los narco arrepentidos


El 30 de junio de 1991, 600 hombres armados tomaron la localidad de Santa Ana de Yacuma. El ministro del Interior de ese momento, Carlos Saavedra Bruno, constataba horas después que el operativo había sido un completo fracaso. No se detuvo a ningún narcotraficante. Entrevistado por el autor de esta investigación en 1997, Saavedra reconoce que ese día decidió que la política anti drogas debía cambiar radicalmente. Su decisión fue la de imaginar un modo pacífico que permita la rendición de los jefes de la droga. “Ahí me pregunto, cómo agarramos a esta gente, pero no con este aparataje, hay que hacerlo de otra manera”, dijo Saavedra. Su respuesta fue la entrega voluntaria de los buscados. Sin embargo, el embajador de los Estados Unidos, Robert Gelbard se oponía rotundamente a esta posibilidad, para la delegación diplomática solo era aceptable la extradición a los Estados Unidos.


Comenzaba el mes de julio. Gelbard partía a sus últimas vacaciones como embajador en Bolivia, en los nevados de Chile. Su sucesor, Charles Bowers ya estaba a punto de tomar el relevo. El plan de Gelbard era permanecer solo una semana en Chile, pero dio la casualidad de que su esposa sufrió una fractura al esquiar. La familia tuvo que quedarse 15 días más en el vecino país.


Mientras tanto en La Paz, el ministro Saavedra no daba tregua a sus funcionarios. Consultaban al Ministro de Justicia de Colombia, Fernando Carillo Florez, sobre la viabilidad de una entrega voluntaria a los jefes de los cárteles a cambio de una reducción de penas. “Saquen eso, no tienen idea lo que es la violencia”, habría sido la respuesta desde Bogotá.


En la embajada ha quedado a cargo Marilyn Mac Affee. Con ella habla Saavedra para explicarle el plan. “Tampoco le di muchas explicaciones”, confiesa. Ante el anuncio de que uno de los capos está dispuesto a entregarse a la justicia, el decreto conocido como “del arrepentimiento” se firma aceleradamente en el gabinete. Cuando Gelbard regresa a La Paz el 15 de julio, ya es demasiado tarde. “Él pegó el grito al cielo. Me dice, esto es una traición, no me han consultado”, recuerda Saavedra (Archondo, 1997). El hecho es que 8 líderes del narcotráfico en Bolivia decidieron entregarse. Una delegación boliviana tuvo que viajar a Washington para aplacar la furia diplomática del norte. “Esto quedó como una prueba de que el MIR no fue un socio tan leal como ellos hubieran querido. Para ellos definirlo todo juntos era importante. Si hubiera estado Gelbard lo hubiera hecho con él, pero no estaba. Ellos lo interpretaron como si hubiera sido hecho tramposamente”, concluye el ex ministro. Carlos Saavedra Bruno sería castigado, años más tarde con la prohibición de viajar a Estados Unidos, país que le negó la visa. Ese mismo tratamiento fue otorgado a varios funcionarios de ese gobierno, cuya principal transgresión entre 1989 y 1993 fue lanzar la consigna “coca no es cocaína”.


5. La entrega de los misiles


David Greenlee, ex embajador de los Estados Unidos en Bolivia durante el periodo 2003-2006, revela en una entrevista con el estudiante John Stuart realizada en 2007, todos los detalles en torno a la entrega, por parte de las Fuerzas Armadas de Bolivia, de 28 misiles anti aéreos para su desmantelamiento en una base militar norteamericana. A cambio el ejército nacional iba a recibir una compensación económica. El detalle estaba en que dicha entrega fue negociada a espaldas del presidente de entonces, Eduardo Rodríguez Veltzé.


La entrevista a Greenlee fue realizada el 19 de enero de 2007 dentro de la Asociación de Estudios Diplomáticos que patrocina un proyecto de historia oral.


Según el testimonio de Greenlee (2007), en 2006, el entonces ministro de Defensa, Walker San Miguel, sugirió recuperar para Bolivia los fondos que Estados Unidos había ofrecido a cambio de la entrega de los misiles chinos conocidos como MANPAD (sistema de defensa portátil a cargo de un hombre, por sus siglas en inglés). El interés de Estados Unidos para despojar a Bolivia de esas armas era evitar que los lanzadores ligeros caigan en manos de posibles “terroristas”. El traspaso de hizo tres meses antes de que Evo Morales jurara a la Presidencia.


La decisión de aceptar o rechazar la compensación fue tomada en una reunión en la que participaron Greenlee, el Presidente Morales, el Vicepresidente y el citado Ministro de Defensa. El ex diplomático recuerda aquella escena con las siguientes palabras: “Le pregunté a Morales si podíamos actuar en ese sentido, pero antes de que pudiera responder, su vicepresidente, Álvaro García Linera, movió su cabeza negativamente y ese fue el fin del asunto”. De ese modo, la compensación no pudo ser consumada.


La transferencia de los misiles adquiridos de China en los años 90 ocasionó una agria controversia entre 2005 y 2006. Evo Morales, entonces diputado, denunció el hecho como un acto de traición a la Patria debido a que se entregaba armamento nacional a una potencia extranjera. El juicio contra los operadores de la entrega concluyó en 2017 con sentencias leves de entre dos y tres años para los acusados. Eduardo Rodríguez Veltzé, el Presidente bajo cuyo mando se realizó la entrega, fue exonerado del proceso por la Asamblea Legislativa. Actualmente cumple las funciones de agente de Bolivia ante la Corte Internacional de Justicia.


El testimonio de Greenlee (2007) es muy esclarecedor. En la entrevista, disponible en idioma inglés en la web, Greenlee dice que cuando el ya posesionado Presidente Evo Morales le preguntó en 2006 si su antecesor, Eduardo Rodríguez Veltzé, conocía sobre la entrega de los misiles chinos, su respuesta fue afirmativa. Sin embargo, en la misma entrevista, Greenlee no parece estar tan seguro.


Las tratativas llevadas a cabo el año 2005 son narradas por Greenlee del siguiente modo: “Estuvimos durante varios meses en diálogo con las Fuerzas Armadas bolivianas acerca de sus inestables MANPADs. El diálogo no estaba activo en el inicio de la presidencia de Rodríguez, sin embargo un día, sin el involucramiento y ni siquiera el conocimiento de Rodríguez, un miembro del alto mando militar sugirió que los ayudemos a resolver el problema de los misiles. Él pidió a cambio que nosotros proveamos camiones Ford que podían usarse para transportar tropas y equipamiento. Después pidió un pago para los militares, no para él, en reconocimiento de la cooperación de Bolivia en la lucha contra el terrorismo. Esta compensación monetaria iba a reemplazar a los camiones e iba a ser usada para comprar equipamiento necesario. El asunto ya estaba acordado”.


Sobre el grado de conocimiento del Presidente de entonces, el ex embajador afirma cauteloso: “Yo creo que Rodríguez fue informado sobre esta iniciativa, aunque probablemente no en detalle. Los contactos de la embajada fueron con oficiales de alta graduación. Lo que sí está claro es que Rodríguez no conocía la fecha de la transferencia de los misiles y quizás también desconocía sobre la compensación acordada. Quizás él pensó que después iba a tener la posibilidad de mirar el asunto más en detalle. Lo que sé es que él estaba fuera del país, en Brasil, cuando se efectuó la transferencia. Para nosotros ese fue un asunto operativo, técnico, no político. Nosotros asumimos que Rodríguez había sido debidamente informado por los oficiales de alta graduación, pero aparentemente ese no era el caso. Lo que puedo concluir es que su propia cadena de mando militar le falló al no informarle”.


Lo desconcertante del caso es que a pesar de esas dudas, Greenlee se haya atrevido a decirle a Morales que Rodríguez sabía del hecho por el que fueron juzgados diez autoridades civiles y militares.


Las dudas posteriores de Greenlee son confesadas en la entrevista de este modo: “Cuando Morales me preguntó si Rodríguez sabía acerca de los misiles, yo le dije que sí sabía. Ahora pienso que solo sabía de ello en términos muy generales. O quizás supuso que los misiles iban a ser destruidos en Bolivia”. El armamento ligero fue sacado de Bolivia por un avión C-130 de la Fuerza Aérea de Estados Unidos a principios de octubre de 2005.


La pérdida de los misiles por la entrega voluntaria acordada con los altos mandos fue denunciada meses después. Greenlee lo recuerda de este modo: “Entre tanto, alguien entre los militares, me informaron que fue el ex comandante César López, filtró información sobre la transferencia a Evo Morales y al MAS. Ellos fueron rápidos al describir el hecho como una traición. Los fondos estaban disponibles para los militares, pero ya nadie quería tocarlos y los militares que sugirieron la transferencia de armas no quisieron aparecer a la luz pública. Ello dejó a Rodríguez solo. Rodríguez se quejó conmigo muy amargamente de que él no había sido informado en relación a los acuerdos sobre los misiles. Le respondí que no era nuestra responsabilidad entregar los datos a su propia cadena de mando. Ahora me arrepiento de no haberle informado personalmente sobre los detalles operacionales acerca de los cuales sus altos oficiales estaban plenamente informados”.


¿Por qué decidió Estados Unidos gestionar la entrega de los misiles? El ex embajador lo cuenta así: “Durante el gobierno de Eduardo Rodríguez Veltzé, decidimos ayudar a Bolivia a desactivar algunos misiles aire/tierra que se habían deteriorado al extremo de ser considerados inseguros. Su almacenamiento seguro y su monitoreo se había convertido en un reto para los militares bolivianos. Tras los ataques del 11 de septiembre surgió una presión internacional para reducir el número de estos misiles. Había el peligro de que cayeran en manos de terroristas. No solo fue una iniciativa de los Estados Unidos, sino también de la OEA”.


Arrepentido de algún modo por haber inculpado a Rodríguez Velzté, Greenlee buscó salvarlo de un eventual juicio. “Consultado por la prensa sobre Rodríguez, yo dije que él estaba entre las personas más decentes y honorables con quienes tuve contacto en mis 32 años de servicio público. Esa fue noticia de un día, lamento no haber podido decir más”, sostiene el ex embajador.


Conclusiones


Los cinco casos analizados muestran una serie de características homogéneas que los transforman en un material valioso para esta teorización posterior. La principal ventaja de la muestra es que abarca gobiernos de distinto origen y orientación. Otro valor presente es que la información que sustenta cada caso ya se encuentra disponible y desclasificada, lo cual le confiere verosimilitud a lo narrado. Por otra parte, la posibilidad de comparar distintos contextos, ayuda a acertar más en las valoraciones finales.


El primer dato que iluminamos es que los diplomáticos norteamericanos operaban en estrecha relación con las más altas autoridades del aparato estatal boliviano, Presidente o ministros. Eso, para definir lineamientos de gran envergadura. Sin embargo, las acciones propias de cada iniciativa se desarrollaban en coordinación con el personal directamente involucrado. Henderson conversa con Barrientos, le hace saber lo que piensa, pero de inmediato deja que su agregado militar complete la maniobra para salvar la vida de Debray. Weissman visita personalmente a García Meza en el Estado Mayor, le advierte sobre las consecuencias internacionales de un golpe, pero de inmediato deja a su encargado de negocios relacionarse con otros jefes militares y con el propio Banzer. Gelbart discute la política global anti terrorista con el ministro Guillermo Capobianco, pero de inmediato induce al nombramiento de Germán Linares en el CEIP, al cual luego controla directamente, dejando de lado a los mandos policiales. En el episodio siguiente, Gelbart es anulado por el ministro Saavedra, aprovechando sus vacaciones diplomáticas, gracias a lo cual se toma la decisión de darle un tratamiento especial a ocho jefes del narcotráfico. Greenlee habla de generalidades con el Presidente Rodríguez Veltzé, pero de inmediato resuelve la entrega de los misiles con los jefes militares, incluso, a espaldas de su primer interlocutor.


Esas operaciones solo pueden ser posibles cuando el poder externo organiza un enclave, bajo soberanía disfrazada, al interior del Estado boliviano. Ello implica, de ser posible, dependencia directa mediante pago de salarios, financiamiento de operaciones y mantenimiento mensual. En caso de no tener dichas ventajas, la embajada tiene amplias prerrogativas para ofrecer becas, soporte financiero, vehículos, vuelos y hasta puestos de trabajo. El “hueco” es rellenado, pero no en virtud de una negociación, sino de una cesión de soberanía, bajo modos encubiertos. El CEIP es parte de la Policía, pero en realidad, es una sucursal de la embajada. Sirvió para la contra insurgencia, pero también para canalizar créditos multilaterales. El enclave es la técnica favorita de las instituciones que prestan dinero para el desarrollo. Las unidades ejecutoras que se creaban antes de 2006 son un ejemplo de ello. Dependían salarialmente del Banco en cuestión y sus funcionarios obedecían más a Washington que a La Paz. Todos ellos tenían la esperanza de ser transferidos a la sede y por eso miraban a veces con desprecio contenido a las autoridades nacionales que intentaban darles órdenes.


Otro dato de esta investigación es que al margen de las implicaciones onerosas de la instalación de enclaves para la soberanía de Bolivia, sí fue posible, en determinadas coyunturas, encontrar un espacio de maniobra para desacatar. Los ejemplos más claros son los del Presidente Barrientos y del Ministro Saavedra. En el primer caso, el hecho de haber derrotado al Che y su grupo sin mucha ayuda norteamericana, probablemente le permitió a Barrientos tomar sus propias decisiones. En el otro caso, la posibilidad de pacificar el país y evitar la ruta de la llamada colombianización, hizo que Saavedra sellara un acuerdo a espaldas de la embajada. En ambos casos, lo que destaca justamente es la inexistencia de un enclave operativo. Ni Henderson ni Gelbart tenían en esos casos específicos, un brazo dentro del Estado boliviano, que pudiera actuar al margen de los mandos convencionales y así, aunque el agente de la CIA, Félix Rodríguez, hubiera estado tomando fotos en la Higuera, no tenía capacidad para contradecir las órdenes que llegaban desde La Paz.


Para finalizar cabría preguntarse si el Estado Plurinacional ha logrado, del todo, disolver los enclaves en su seno. Hay quien dirá que empezaron a funcionar otros, más caribeños y menos anglosajones. Lo cierto es que todo Estado en construcción, a veces, precisa rellenar sus vacíos estructurales. La duda persistente que queda es si lo hace para reforzar su capacidad de agencia o para renunciar a sus funciones vitales a cambio de sobrevivir.


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