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Vidas leídas en estaño


Rafael Archondo


Dentro del actual municipio cochabambino de Santibáñez, se extiende el valle de Caraza. Un antiguo reporte colonial lo sitúa a cinco leguas de la capital y en efecto, el pequeño pueblo dista poco del corazón administrativo regional. El mismo informe registra, siglos atrás, 5 mil almas, 346 de las cuales habrían sido españolas, minoría que apenas alcanzaba a superar la cifra de mulatos oriundos del lugar. La gente ahí vivía del trigo y del maíz. Información actual añade al inventario cebolla, papa, chanchos, ovejas y cabras. Durante el gobierno de Ismael Montes, en 1908, Caraza se convirtió en un nuevo cantón de la provincia conocida como Capinota.


Para entonces, Simón Iturri Patiño, el otrora niño prodigio de Caraza, ya había cumplido casi 50 años, ascendido al cerro Espíritu Santo, descubierto la veta estañífera de “La Salvadora”, fundado y echado a andar el Banco Mercantil y planificado surcar el Atlántico dentro de su primera travesía hacia Europa.


Sí, al Rey del Estaño no le alcanzó su octogenaria vida para mirar, quizás abatido, la firma del decreto de nacionalización de las minas el 31 de octubre de 1952. Es posible, sin embargo, que la expropiación rubricada por Paz Estenssoro y Lechín en los campos de María Barzola le hubiera afectado poco. En ese tiempo, el magnate minero ya había colmado cuánta ambición se hubiese asomado por su mente. Según Malcom Gladwell (2008), Patiño poseyó, traducida a valores actuales, una fortuna de 81 mil millones de dólares, lo cual lo coloca en el renglón 26 de la lista histórica de súper ricos de la Humanidad, por encima de los actuales Bill Gates, Carlos Slim o Warren Buffet. En ese contexto, el alumbramiento de nuestra maltrecha COMIBOL sobre el lecho de sus ex posesiones le hubiese parecido quizás un dato curioso.


Ya desde la creación de la “Patiño Mines” el 1924 en Delaware e instado por la advertencia de un infarto, nuestro primer y único potentado global había tomado la polémica decisión de residir de manera permanente fuera de Bolivia. Primero se instaló en la mansión comprada en 1916 en París, Francia, y ya iniciada la Segunda Guerra Mundial, en el piso 34 del suntuoso hotel Waldorf Astoria de Nueva York.


A su ausencia permanente del país le debió en parte aquella fama de extranjerizado que Augusto Céspedes supo explotar para nutrir el discurso nacionalista que llevó a su demonización pública. Ha quedado demostrado sin embargo que al alcanzar sus 80 años, el Rey del Estaño asumió el extravagante objetivo de volver a vivir en Cochabamba. Para ello ya tenía montada, dos décadas antes, una red de edificaciones a la espera de albergar sus últimos alientos de vida. Con esa meta, se desplazó primero a Buenos Aires, la capital argentina, donde los médicos intentaban disuadirlo de cancelar su repatriación. Las amonestaciones tenían fundamento científico por lo que Patiño no pudo ver coronado éste su último deseo. Moría en abril de 1947 sin haber cruzado vivo la frontera en La Quiaca. En Cochabamba lo aguardaba una catedral llena y el mausoleo que se mandó a construir en Villa Albina. Para entonces, su compañía transnacional se hacía cargo de producir, exportar y fundir el 48% del estaño boliviano.


Patiño tuvo cinco hijos y ninguno le resultó boliviano. Excepto René que falleció prematuramente, Antenor, Graciela, Elena y Luz Mila contrajeron nupcias con integrantes de la nobleza española. Así, podaron de su árbol genealógico cualquier ramita que recordara al valle de Caraza.


La vasta acumulación lograda con el metal del diablo terminó beneficiando no solo a la península alemana de Wilhemsburgo o a los suburbios de Liverpool, en cuyos hornos se fundieron las rocas llegadas de Uncía, sino sobre todo al nacionalismo desarrollista mexicano. Allí, la costa del Pacífico, las playas de Colima y Jalisco, pero también la extensa alameda de avenida de La Reforma, se tragaron millones de dólares en superficie hotelera edificada, con los que Antenor Patiño pagó su divorcio en la década del 50. Así, los mismos hombres que inspiraron al MNR, el partido nacionalizador de las minas, terminaron succionando esos últimos rescoldos monetarios del heredero del Rey del Estaño. Era el precio que Antenor pagó para liberarse judicialmente de las obligaciones que contrajo con una sobrina de Alfonso XIII. El divorcio Patiño-Borbón nos ofrece la prueba final de que la mejor alianza no era con las colillas de una monarquía europea, sino con el destino de Bolivia, país al que Don Simón volvió, pero solo para ser enterrado.

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