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Verdades ajenas en el Keynes


Rafael Archondo


Gustavo Rodríguez Ostria nació en La Paz el año del alumbramiento de la Revolución Nacional: 1952. En “Memorias que perduran”, diálogo incitado por Constantino Rojas, Rodríguez narró este año pasajes connotados de su vida, liberado ya de sus funciones como embajador de Bolivia en Lima, el peldaño previo a su muerte, ocurrida este 14 de noviembre en la capital peruana.


“Keynes”, como lo conocimos y amamos, abrió sus ojos entre los colegios La Salle y Don Bosco de su Cochabamba casi natal. El tránsito de unos curas a otros fue germinando sus ideales de izquierda. Tras un año de tanteos en Argentina, regresó a Bolivia para matricularse en la Universidad Católica de La Paz. Ello le permitió presenciar el golpe de Estado del entonces coronel Hugo Banzer Suárez. A las 11 de la noche de aquel 20 de agosto de 1971, tras haber marchado en defensa del gobierno de J.J. Torres, Rodríguez se topó con un joven de rostro cubierto, que le explicó cómo disparar. Vibraban los preparativos de la resistencia al Golpe. Luego averiguó que aquel fugaz instructor era Ricardo Navarro, uno de los mártires de la siguiente dictadura, la de García Meza. Cuenta nuestro Keynes que al día siguiente no pudo materializar su curso acelerado de gatillo, porque los militares ya habían tomado el control de todo el país.


Con el consiguiente cierre de la Universidad, Rodríguez retornó a Cochabamba. En 1973, tras la reapertura de la Educación Superior, volvió a matricularse en Economía, pero ésta vez en “San Simón”. Fue ahí donde conoció el trotskismo, la militancia disciplinada y la estructura clásica del partido de cuadros. Su inscripción al POR Posadas lo llevó a compartir ideales con otra víctima fatal de García Meza: Carlos Flores Bedregal, asesinado en el asalto al edificio de la COB, en julio de 1980. De sus recuerdos como posadista, Rodríguez valoraba la experiencia internacional, el saber que núcleos pequeños de conjurados como él palpitaban de modo descentralizado en diversos países del orbe. Nuestro Keynes se mimetizaba bajo el mote de “Daniel”, nombre que luego pasaría como herencia a su hijo.


Entre los rigores de la vida clandestina, Rodríguez concluyó sus estudios con una tesis que escribió entre 1975 y 1977. En plena dictadura y con la complicidad de Picucho Trigo, sustentó su primera investigación sobre la acumulación originaria de capital en Bolivia. Aquel sería su impulso más perdurable: el salto de la economía a la Historia. Ahí también empezó a aflorar la tercera de sus aficiones: la palabra pública. “Nunca me he sentido tan contento como cuando dirigía el canal universitario”, rememoraba.


En 1982, Rodríguez decidió militar en el Partido Socialista Uno (PS-1), aunque ya para entonces su inclinación por los hechos del pasado había acabado por engullirse su agenda. En sendas maestrías en Quito, encontró la ocasión para escribir dos trabajos más, uno sobre la industrialización en el periodo 1952-1956 y otro sobre la construcción de Cochabamba como región.


A sus 19 años, Rodríguez enfrentó la posibilidad de morir y matar. Se plantó delante de una generación a la que calificó de heroica por estar dispuesta a dar todo a cambio de nada. En su militancia de izquierda aprendió que hay cosas que no se deben decir y ya como historiador soportó el peso de varias verdades ajenas.


“Nunca dejas de ser militante”, dijo meses antes de partir. Quizás por eso se sintió solidario con todos los elenos (los miembros del Ejército de Liberación Nacional, ELN), que aceptaron sus requerimientos; esas anatomías fierreras a las que entregó casi una década de puntillosas indagaciones. Rodríguez recolectó verdades y las quiso considerar ajenas, es decir, no dispuso de ellas como si fueran suyas. Movido por ese pudor revolucionario, decidió entonces preservar los secretos inconfesables de Teoponte.


A mí, como su interlocutor insolente por años, la carga me resulta más ligera. Rodríguez develó en su libro los crímenes del ELN, hechos de sangre que llevan los nombres de Genny Köller Echalar, José Elmo Catalán Avilés, José Gamarra Quiroga, Federico Argote Zuñiga y Carlos Brain Pizarro, asesinados por sus propios camaradas. Keynes puso las coordenadas de estas muertes en pies de páginas o relatos inundados de prudencia y sobresalto. A la generación que sigue le toca decir a las cosas por su nombre. Y es que del fusil, aprendí de él, solo puede emerger el orden imaginado por el fusilero y ese espanto se vacuna, quizás, poniéndole un alto a la privatización de la verdad.

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