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Venturoso solar campesino

Rafael Archondo


Lima, barrio de San Isidro, capital del Perú. El periodista mexicano Rubén Vásquez Díaz ingresa a la casa del exiliado Víctor Paz Estenssoro. Corren los últimos meses de 1967, el año de Ñancahuazú.

El hombre que fue ministro de Enrique Peñaranda por una semana, de Gualberto Villarroel por 23 meses y presidente de Bolivia durante ocho años discontinuos, vive allí preso de la melancolía. Da clases en la universidad de Lima, escribe cartas y libros para quien quiera leerlos o como aquella tarde, recibe reporteros para atizar ideas públicas.

Ya han pasado tres años desde que dejó de habitar la plaza Murillo. El doctor Paz es en aquel instante una mezcla de resignación y orgullo herido. Sabe de su valía política en Bolivia, pero tampoco quiere engañarse; es dueño de un realismo sin disimulos que lo lleva a suponer que cuando pueda retornar a La Paz, su aura quizás habrá dejado de brillar.

Vásquez Díaz lo busca para hablar de las posibilidades de triunfo de la guerrilla del Che Guevara, asunto que a él no lo inquieta en lo más mínimo. Paz sabe que el argentino arará en el mar. De todos los políticos con los que el mexicano conversa, el jefe movimientista es el más escéptico. Así, mientras René Zavaleta fantaseaba con enviarle refuerzos al Che, Paz lo daba por descartado.

Por ello, la conversación en Lima deriva mejor en la política boliviana con mayúsculas. ¿Es Barrientos el nuevo Paz Estenssoro? “Es ingenuo”, aguijonea él, “tiene una falsa conciencia”. ¿Cómo acabará?, quiere saber el interrogador. “Es difícil adivinar”, sostiene Paz y luego anuda certezas macabras: “Aquellos que prevén que Barrientos se suicidará un día podrían tener razón. Él es así. No puede comprender que el país y el mundo no corresponden a su realidad y el día en que realmente descubra ese hecho, podría pegarse un tiro”. La tragedia de Busch trasladada a la segunda mitad del siglo XX. Ni tanto ni tan poco. A Barrientos le quedaban dos años más, pero su partida no iba a correr de la mano del desengaño depresivo.

En realidad, Paz hervía de envidia al evocar al General tarateño: “Por el momento Barrientos está engañando a los bolivianos con palabras y más palabras”. El expresidente intuía que los cimientos del gobierno que lo desplazó eran agrarios. En conexión con ello suelta la frase más demoledora de la entrevista: “Los campesinos no son todavía una fuerza política en Bolivia. Ellos han sido sobreestimados durante los últimos 20 años y ahora, cuando el general Barrientos trata de movilizarlos, no tardará en descubrir lo que yo también descubrí: los campesinos solo siguen a un presidente mientras él corresponda a lo que ellos consideran que está de acuerdo con sus propios intereses”.

Convincente. Paz Estenssoro miraba todo con precisión desoladora. Fue durante su gobierno, en febrero de 1964, cuando el campesinado firmó un pacto con las Fuerzas Armadas, el cual duraría diez años, los suficientes para estabilizar una prolongada saga de gobiernos nacionalistas en los que los uniformes se mezclaban ampulosamente con los ponchos y los cántaros de chicha. Nadie se atreve a decirlo, pero el Pacto Militar Campesino garantizó la irreversibilidad del reparto de la tierra. Sí, fueron los militares, no los milicianos, quienes cerraron hasta 1971 el ingreso de los falangistas al palacio de gobierno y también fueron ellos, claro, quienes, usando una red extendida de centinelas, aniquilaron las guerrillas guevaristas del sudeste y del Alto Beni. Fue también ese pacto, convertido en ogro por los historiadores, el que selló el aislamiento trotskista y comunista de los bolsones mineros radicalizados. De modo que solo en una cosa Paz se equivocaba desde Lima: Barrientos no tenía motivos para quitarse la vida. Su gobierno le dio a la Revolución Nacional el desemboque estabilizador en favor de las clases propietarias, no proletarias, que el mismísimo Paz ayudó a consolidar con su 21060.

Roto el Pacto Militar Campesino, el solar agrario viró hacia la Iglesia y las ONG que lo instaron a convertirse en “nación aymara” o “quechua”. Era algo que la izquierda marxista no sabía hacer, embelesada como estaba por el sueño de la vanguardia minera. Ya convertido en sujeto nacional, no en mera clase social, el campesinado podía volar con alas propias. Con suprema desinhibición, se probó capaz de vencer en elecciones sucesivas y así, en la Bolivia mayoritariamente urbana de hoy, impera entusiasmando a quienes conservan deudas con esa raíz rural que sostiene el árbol social del que emanamos.

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