Venezuela, la deserción de un pueblo
El domingo 6 de diciembre, solo tres de cada diez venezolanos inscritos para votar, hicieron fila a fin de llegar a las urnas. De los seis millones de ciudadanos que invirtieron sus horas en sufragar, cuatro millones lo hicieron por el partido de Estado, el mismo que gobierna el país desde 1999, cuando Hugo Chávez prometió no descansar hasta darle una nueva Constitución a su país.
El contraste con las elecciones análogas precedentes es brutal. En 2015, la participación de los electores fue del 74%, es decir, más de 14 millones de venezolanos decidieron participar. En ese entonces, el partido de Maduro sumó cinco millones y medio de votos. La oposición anti chavista unida, siete millones 700 mil, el equivalente al 56% del respaldo popular expresado.
No se requieren grandes cualidades aritméticas para darse cuenta de que este 2020, tras dos décadas en el mando, el chavismo se ha encogido en más de un millón de adherentes, a pesar de lo cual abarca hoy el 70% del pastel parlamentario.
Por su parte, la oposición, que en 2015 fue capaz de movilizar por segunda vez en su historia a siete millones de personas (dos años antes estuvo a punto de ganarle a Maduro), ahora casi ha sido borrada del mapa. Entre las raquíticas siglas que aceptaron participar de los comicios de este año están las directivas usurpadoras de los dos partidos dominantes antes de Chávez (AD y Copei) y denominaciones desconocidas como Avanzada Progresista o Cambiemos. Henrique Capriles y Juan Guaidó, las figuras más destacadas del cauce opositor en estos 20 años, optaron por el boicot.
Este breve repaso numérico muestra que en Venezuela se acaba de producir el desplome de la confianza democrática. La abrumadora mayoría del pueblo ha decidido quedarse en casa en vez de salir a decidir. Y es que veinte años del mismo pulso empiezan a hacer estragos en las redes neuronales de la sociedad.
Durante la Presidencia de Chávez, los grados de participación electoral alcanzaron al 80% e incluso en los primeros años de Maduro, no bajaron del 70. La caída comenzó en 2017 cuando el gobierno convocó a una nueva Asamblea Constituyente con el único objetivo de neutralizar al parlamento opositor electo en 2015. La maniobra solo atrajo al 41% de los votantes. Luego vino la reelección presidencial de 2018 acompañada por un 46% del electorado y ahora tenemos los comicios legislativos con el ya citado 30%.
Venezuela tiene un gobierno depreciado y un pueblo desertor. Es el derrumbe no solo del chavismo como plataforma de ilusiones, sino de la democracia venezolana. Este diagnóstico no parece exagerado y es que cuando la vía electoral se convierte en una actividad irrelevante para la disputa por el poder, suele sonar el clarín de la violencia, pero también de la desidia. El país se encoge de hombros y cede a la resignación.
Este cuadro depresivo en Venezuela no sería tan angustiante si no conociéramos lo que la Revolución Cubana, su hermana gemela, ha provocado en seis décadas de implacable y minuciosa implantación. En la isla, el gobierno de los Castro ha ido desmontado sistemáticamente lo que en el resto del mundo conocemos como sociedad civil. Así, miles de individuos, desligados y volcados contra sí mismos, generan las condiciones para la inoculación selectiva de la violencia estatal, que desagrega y ahuyenta con el objetivo manifiesto de frustrar cada abrazo, cada poema, cada ensayo de rebeldía. “Nada fuera de la Revolución” es la proclama hipnótica de tantos años anquilosados. ¿Habrá acaso un panorama más árido y carente de pujanza que ese?
La receta del Caribe es la misma en las dos orillas. Los aparatos estatales de Cuba y Venezuela operan auxiliados por el hambre. En la medida en que las autoridades se van monopolizando el alivio de las necesidades más apremiantes de la población, garantizan la atomización y la modorra. El saldo del experimento es devastador para la sociedad y profundamente envilecedor para las autoridades. Las redes adictivas cubren el escenario y las posibilidades de asumir conductas autónomas naufragan en el mar de los paliativos.
Para que ambos sistemas funcionen del modo descrito, hizo falta implantar un esquema de mono-producción monopólica a cargo del Estado. En Venezuela, es el petróleo el que todo lo concentra; mientras en Cuba, los jerarcas medran, sobre todo, de la plusvalía que recaudan por la colocación en el extranjero de sus profesionales sobre-explotados. Está verificado: en ambos países el capitalismo ha virado simplemente a su peor versión.
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