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Secuestro 84


Rafael Archondo


A las 8 de la noche del viernes 29 de junio de 1984, su Excelencia da por concluida la jornada. Deja dicho entonces que se retira a descansar. Sumergido en la penumbra, el subteniente José Rubert Gonzales Galloso lamenta haber sido obligado por instrucción superior a ocupar justamente aquella velada, la comandancia de guardia. No le tocaba, pero la seguridad del doctor Hernán Siles Zuazo queda así sorpresivamente en sus manos. En aquellos años, los custodios de la entrada a la casa presidencial, los centinelas del patio interior y los guardias apostados dentro del inmueble carecían de comunicación entre sí. Gonzales era el único nexo entre esas cápsulas adyacentes.


A las 2:15 de la madrugada, el oficial del ejército Celso Campos Pinto se reporta en la entrada de la casa que aún sigue ahí, al final del barrio de San Jorge, en el umbral de Obrajes. Llega solo para no activar conjeturas. Despierta a Gonzales y le anuncia que en unas horas llegarán allí refuerzos del regimiento Ingavi. Parece una operación de rutina para mejorar la seguridad del primer mandatario.


A las 4:45, 40 uniformados tienen ya cercada la residencia. Campos está de regreso. Tras una charla de diez minutos con el ya citado comandante de guardia, los recién llegados proceden a arrestar a todos los centinelas externos. Envuelven las armas confiscadas en frazadas y se las llevan junto con los prisioneros a la cercana Escuela Básica Policial de la avenida 6 de Agosto. Para ello suben la vía a contramano.


A fin de no alertar a los guardias que secundan al Presidente, los golpistas sacan los autos de la zona con los motores apagados. Despejada el área, Campos toca la puerta principal. Cuando el confiado celador la abre, el intruso ya ha metido su bayoneta con la que rompe la cadena. La última resistencia cae vencida. Un vehículo Pontiac Trans Am rojo acaba de estacionarse afuera. Siles Zuazo es obligado a entrar en él. Lleva un abrigo negro, un reloj Omega, su billetera y una libreta de anotaciones. Cuatro secuestradores lo conducen hasta la casa 1011 de la calle Estados Unidos en Miraflores. Una vez adentro, lo cobijan amarrado a un catre. La democracia boliviana, que apenas bordea dos años, está a punto de vivir su bautizo de fuego.


En la redacción de “Presencia” vibran las alarmas. Juan Carlos Zambrana es enviado a cubrir la noticia del inesperado secuestro. Lo acompaña Román Cordero Márquez, fotógrafo. Pasa la mañana y el Golpe parece atorado, no hay una sola señal más que confirme los malos augurios. De repente el citado fotógrafo se encuentra a sí mismo estudiando el muro de la casa 1011. Ha decidido escalarlo. Los soldados del Ingavi tienen cerrada la calle. El hombre salta hasta el patio interno. De la ventana de arriba salen dos disparos al aire. Román Cordero se agacha, pero no se detiene. Padece hambre de primicias y sujeta la cámara como si fuera su protector anti balas. De repente, por la ventana se asoma Siles, que pide guardar la calma. Nuestro abogado de 70 años siente el caño de un fusil en la espalda. Con las manos en alto, el fotógrafo del diario católico pide que lo dejen entrar. Cuando alcanza la habitación del secuestrado, captura imágenes, mientras entabla una negociación. Afuera ya ha corrido la voz: Siles está vivo y lo usan como escudo.


A las tres de la tarde, un soldado decide forzar la cadena del garaje. Es la tercera explosión dentro de aquel barrio perturbado. Todo transcurre de acuerdo a plan. Los seis secuestradores se refugian bajo el ala generosa del Presidente. Un vehículo los deja en la residencia del embajador argentino. Tenemos los nombres de los asustados captores: Justo Ordoñez Monasterios, Aurelio Ortiz García, Marco Antonio Linares, Mario Botello Arana, René Delgado Carretero y Marcelino Luna Sotomayor. Habían sido reclutados un día antes en el billar Montecarlo de la Pérez Velasco por Adolfo Monje y Rudy Bertini Zambra. Sin embargo no estuvieron en San Jorge durante la madrugada. Tras pasar la noche en la casa de Rubén Darío Fuentes Simons, fueron enviados dos cuadras más abajo a cuidar a “una persona importante”. Allí entendieron la magnitud del delito.


Los refugiados en la embajada no se fueron del país. Optaron por someterse a la justicia. Cuando Siles ya se había ido a Montevideo, salieron libres bajo fianza. A ellos y a los autores intelectuales del atropello, el Senado les otorgó una amnistía. Bolivia vencía así su primer examen de la democracia, pero dejaba impune el maltrato al hombre que puso su vida en riesgo para edificarla.

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