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¿Por qué nuestra democracia solo tiene 40 años?



Rafael Archondo

La definición vulgar o puramente etimológica de democracia como “gobierno del pueblo” se torna inmediatamente inservible cuando se quiere avanzar hacia su cabal comprensión. Baste con decir, de entrada, que operativamente, es decir, para meros usos prácticos, a nadie le conviene que el pueblo gobierne, ni siquiera al pueblo mismo.


Como diría Javier Medina (1984), refiriéndose al concepto homólogo de la “dictadura del proletariado”, si los obreros organizan su tiranía, entonces ¿quién pondrá en marcha las fábricas? O, peor aún, ¿sobre quienes ejercerán los proletarios su látigo despótico?, ¿sobre un puñado de burgueses, cuya fortuna y pellejo quedarán siempre a buen recaudo? Sería aquella una dictadura sin base, suspendida en el aire.


Echando así por la borda las mitificaciones a las que somos tan dados, lo sensato es entonces que gobiernen los gobernantes y no el pueblo que es muy extenso y ni siquiera cabe en los ministerios.


De tal suerte que si, por pura cuestión de número, el pueblo es materialmente inhábil para las labores gubernamentales, cabe esperar entonces que democracia sea el gobierno, al menos, de quienes gozan del cariño popular. Dicho de otro modo, la democracia será siempre, en cierta medida, una delegación de poder, cuando no una entrega condicionada y con cargo a devolución, algo que con soltura podríamos calificar como “sumisión voluntaria”.


Y son pues las elecciones o las asambleas, el recurso inventado para aquilatar este amor tan generalizado como cambiante. En ellas, el pueblo se rinde ante sus “amos” coyunturales y les entrega facultades que deben ser, por favor, transitorias y rotativas. En tal sentido, la política en democracia no sería otra cosa que un ciclo constante de rendición, despojo y restitución.

Un matiz juicioso adicional a considerar es que el pueblo, al no ser un individuo, alberga en su seno diversas simpatías. Por tanto, debe ser observado como un todo segmentado. Gobierna así, el que suma la mayor cantidad de aplausos, pero jamás la unanimidad. Reinstalamos acá, por tanto, el carácter vacilante y/o mutante de la llamada voluntad popular. Que nadie se apiade entonces de los que creen que una vez apoltronados en el poder, dado el heroismo exhibido en la faena previa, adquieren la exclusividad de los seres divinos por lo que solo la muerte puede destituirlos. El dominio a perpetuidad es justamente el veneno de toda democracia.


Tenemos ya de inicio un consenso primario, una mínima pista de despegue.


Vayamos ahora a responder la pregunta que preside esta reflexión: ¿por qué nuestra democracia solo cumple 40 años este año 2022?


Mirando desde la Historia

Todo indica que las primeras elecciones dignas de tal nombre ocurrieron en Bolivia el 15 de agosto de 1840. Se reconocen como tales por haberse ejercido ese día el sufragio directo, es decir, cada elector podía seleccionar a su candidato presidencial y a sus posibles diputados (los senadores eran designados de manera indirecta por juntas electoras como ocurre aún hoy con el colegio electoral en Estados Unidos).


Antes, durante las primeras siete presidencias, los ciudadanos bolivianos canalizaron sus simpatías a través de las juntas parroquiales, cuya organización respondía al constitucionalismo de Cádiz, aquel prólogo ideológico de nuestra independencia americana. Según Rossana Barragán (2004), esos primeros comicios directos de 1840 contaron con el concurso de 8 mil sufragantes. En 1851, el presidente Belzu amplió la elección directa también para los senadores. Ese fue el molde de todo lo que vendría más adelante.


Como vemos, la primera transición electoral boliviana (1825-1840) caminó desde el sistema indirecto, sustentado por la noción corporativa del “vecino”, por la que podía votar cualquier mayor de edad (indígena o no) que fuera parte de un municipio, hasta el sistema directo, que empezó a asignar el derecho al sufragio solo a quien supiera leer y escribir y no estuviera sometido al yugo de la servidumbre. La Convención de 1938, realizada bajo el gobierno de Germán Busch, eliminó éste último requisito. Luego, durante el debate constitucional realizado en 1944 durante la presidencia de Gualberto Villarroel, se estableció el voto femenino, pero solo para las instancias municipales. El voto universal, como lo conocemos hoy, con la única restricción de la edad, llegaría como decreto ocho años después y se integraría a la Constitución de 1961.


Es fundamental señalar que mientras la exclusión electoral de las mujeres fue total hasta 1949, la de los indígenas no existió en inicio, pero se fue ampliando a partir de 1840 cuando se organizó el llamado registro cívico, discriminando a los analfabetos y los llamados siervos económicos, es decir, a quienes no tuvieran ingresos propios o una renta suficiente. La conclusión es diáfana. Antes de 1840, aunque la elección haya sido indirecta, los indígenas votaban en igualdad de condiciones con los criollos.


Barragán (2004) ilustra muy bien el grado de exclusión electoral en el país desde 1825. Para una población de un millón 378 mil almas, con la que Bolivia nació a la vida independiente, la cantidad de votantes efectivos oscilaba entre los 5,935 y los 8,073. Estamos hablando de un tope del 4% de la población masculina adulta en condiciones de sufragar. Este porcentaje llegó a duplicarse al finalizar el siglo XIX con la llegada de los gobernantes civiles después de la Guerra del Pacífico, pero se redujo a los niveles previos con la tanda de presidentes liberales y republicanos al despuntar el siglo XX. Baste señalar que la famosa victoria electoral del MNR en 1951 fue posible, como sucediera un siglo atrás con José Miguel de Velasco, con la concurrencia a las urnas de apenas el 4% de los ciudadanos en edad de votar. Fue solo con la aplicación del voto universal que la cantidad de electores se incrementó en seis y siete veces a partir de los comicios de 1956.


La opción del historiador optimista es fechar el nacimiento de la democracia boliviana en agosto de 1840. Un colega suyo más exigente podría considerar que los cimientos están más bien en la Convención de 1938 cuando la Constitución resultante eliminó el requisito de poseer una renta para poder votar. ¿Pero por qué no 1944, cuando el diputado Hernán Siles Zuazo logró introducir el voto femenino cuando menos en el plano local? Habrá también quien afirme que la democracia boliviana solo puede ser calificada como tal con la llegada del voto universal, aplicado por primera vez en las elecciones en las que el mismo Siles resultó electo presidente de la república.


No. La hipótesis de este artículo, y la que emana del sentido común nacional es que Bolivia nació a la vida democrática recién el 10 de octubre de 1982. No es casual que sea otra vez Siles Zuazo quien aquel día asuma por segunda vez la Presidencia. Y es que este hombre fue nomás el padre de la democracia boliviana.


A partir de ahí, la cuenta llega a cuatro décadas, sin interrupciones[1].


Democracia no son elecciones

La democracia boliviana inicia su andar en 1982, porque ni la caída del Mariscal Andrés de Santa Cruz, ni la era del nacionalismo militar, ni la Revolución Nacional detonada en 1952, abrieron una fase contínua de respeto a las instituciones o de pluralismo ideológico.


Si bien en el primer periodo se autorizó el voto directo; en el segundo, se le cedió ese derecho a los pobres y a las mujeres y en el tercero se universalizó plenamente la decisión política fundamental, el hecho democrático quedó siempre restringido al domingo de elecciones. La tónica entre 1825 y 1982 fue siempre que la captura del poder mediante el voto era solo el preámbulo de la aniquilación de la oposición y los intentos simultáneos de perpetuación de los nuevos titulares. Los comicios servían para desmontar cualquier posibilidad de alternancia en el mando.


Por eso los gobiernos conservadores dejaron siempre fuera a la oposición liberal, y cuando ésta asumió el gobierno tras la guerra civil de 1899, replicó el mismo comportamiento sectario, dando paso a la disidencia de los republicanos que, a su vez, se aferraron al Palacio hasta 1951. Aunque la Revolución Nacional amplió el universo de votantes de una forma espectacular, encerró a sus adversarios en campos de concentración hasta 1956 y luego los desterró sistemáticamente hasta 1964. El movimientismo gobernó cuatro años sin parlamento y los restantes ocho bajo intermitentes estados de sitio.


Los hechos señalados prueban que unas elecciones no hacen democracia. Son indispensables, pero nunca suficientes. Si quienes vencen por los votos, emplean luego la violencia estatal para impedir que sus rivales imiten sus pasos, estamos hablando de una dictadura electiva, que fue la forma de gobierno que los bolivianos tuvimos hasta 1982. He ahí la importancia del 10 de octubre.


Siguiendo a O’Donnell

A fin de simplificar el itinerario lógico impreso a este texto, vale la pena circunscribirse, para ser parsimoniosos, a un solo autor. Esta vez es el argentino Guillermo O’Donnell, un hombre que pensó a fondo la urdimbre de la democracia. Su mayor aporte es haber sistematizado las condiciones que la hacen germinar. Como si se tratara de una semilla, la democracia requiere de un entorno específico favorable, que no es ni natural ni espontáneo. El mayor acierto de O’Donnell fue entender cómo un país pasa de la dictadura a la democracia. Al haber sido argentino, el asunto no le resultaba ajeno.


Los parámetros pensados por nuestro autor sirvieron para entender mejor lo ocurrido en el cono sur e incluso los sucesos homologables de Europa del Este, donde también varias dictaduras fueron reemplazadas por elecciones periódicas, parlamentos plurales y economías de mercado. Aunque O’Donnell basó muchos de sus análisis en América Latina, como muchos intelectuales consagrados se concentró en las realidades masivas del continente y no en un país marginal como Bolivia. Rastreando su obra, solo encontramos una mención a pie de página sobre nuestro estado en un artículo suyo escrito en 2007, cuatro años antes de su muerte.


Por ello, nos hemos dado a la labor de aplicar las métricas O’Donnell a la transición boliviana, ocurrida precisamente en 1982. Sería una manera de responder a nuestra pregunta sobre la génesis del sistema democrático.


Para más claridad, podría incluso reformularse la interrogante principal del siguiente modo: ¿qué factores hicieron posible que la democracia boliviana se iniciara en octubre de 1982? Si viviera, O’Donnell nos habría dado una respuesta, por lo que no quedó otra opción que sustituirlo echando mano de sus enseñanzas.


El suelo favorable

Para que una democracia germine, necesita de una situación previa fácil de describir. O’Donnell sostiene que se requiere, cuando menos, de una doble fractura. Por un lado, puede estar dividido el bloque gubernamental que oficia de dictadura, y por el otro, también es imaginable que esté escindida la corriente que intenta derribar al régimen de fuerza. Esa doble factura construye un escenario de parálisis, en el que nadie tiene una posición dominante.


¿Por qué solo así se transita hacia una democracia?


Si el gobierno tiránico está unido, podría prevalecer y extenderse en el mando de forma indefinida como ocurre en China o Rusia, y si, por el contrario, la oposición es un bloque de granito, ésta será capaz de aplastar a su adversario e imponer todo su programa. Como se puede suponer, la supremacía de una fuerza termina por estancarlo todo. Así no hay transición posible.


Entre tanto, la situación de empate es la única que permite pensar en movimiento, es decir, en una salida negociada por la que ninguna de las fuerzas en juego tiene la capacidad para obligar a las demás a someterse. O’Donnell nos sugiere que una democracia se construye sobre la debilidad y la necesidad recíproca de los actores. Aquí no cabe un bailarín solitario. Es tiempo de acompañamiento y cooperación.


Veamos un par de ejemplos sencillos y conocidos. En 1959, Cuba vivió el colapso de la dictadura de Fulgencio Batista. Las fuerzas adversarias avasallaron toda la escena y no se sintieron en la necesidad de compartir el poder. Ahí siguen, ellos y sus descendientes más de seis décadas después. Algo similar ocurrió en la Argentina de 1983, aunque sin armas, sin embargo, la pluralidad de fuerzas democráticas evitó que una sola de ellas copara la Casa Rosada. El país se fue transformando en una democracia con un peronismo hegemónico, pero con una resistencia incansable, capaz de lograr la alternancia como ocurrió trágicamente con De la Rúa y dignamente con Macri. En 1988, la dictadura de Pinochet, férreamente unida, convocó a un referéndum para prolongar el mandato presidencial por ocho años adicionales. Sorpresivamente ganó el No. Lo hizo gracias a la unidad amplia de los opositores. En ese momento, mientras surgía un ala en el ejército inclinada a desconocer el plebiscito, la Fuerza Aérea optó por reconocer el resultado negativo. Pinochet tuvo entonces que salir de La Moneda, aunque su constitución abarcaría tres décadas de la transición pactada.


He ahí la simple ecuación. El milagro de que tras una elección exitosa no se instaure un régimen autoritario solo puede darse si las disidencias y el descontento retienen ostensibles espacios de reproducción, capaces de generar alternativas de poder a mediano plazo. Para que ello suceda, el país debe afianzar la sensación consentida de que las ideas circulan sin miedo y que nunca se impondrá un pensamiento único. En el momento en que solo se erija una sola vía para acceder a los cargos de decisión del estado, la democracia habrá sufrido un golpe letal. Militares dedicados a la política como Fidel Castro, Rafael Leónidas Trujillo o Hugo Chávez son prueba de lo afirmado.


O’Donnell profundiza su esquema. Señala que la doble fractura, que da lugar a cuatro bandos, dos en el gobierno, y dos fuera de él, habilita sorpresivas alianzas entre los duros de un lado y los duros del otro, lo mismo que entre los blandos en el gobierno y los blandos en la oposición democrática. Por duro se entiende halcón, por blando, paloma. La distinción tiene que ver con la violencia, la herramienta favorita de los duros y el recurso aborrecido por los blandos. Los halcones son quienes no están dispuestos a hacer ninguna concesión al enemigo, mientras las palomas alientan la convivencia entre diferentes.


Como es de suponer, el pacto que engendra la democracia se produce cuando las palomas se juntan en un mismo vuelo. Ello permite que dentro y fuera de la dictadura se establezca un puente que da paso a la flexibilización del régimen. El proceso se conoce también como liberalización. Se sueltan las riendas y blandos de un lado y del otro, tienden a crear condiciones que los favorezcan con miras a una apertura. Por su lado, los duros, que cultivan miradas irreconciliables, serán incapaces de unirse en algo que no sea el combate cuerpo a cuerpo. Nace así una energía que ayuda a aislar a los halcones y que poco a poco va abriendo las compuertas de una transición pactada entre palomas.


El escenario sufre entonces graduales transformaciones. A medida que retornan las libertades, los halcones tienen menos razones para invocar el uso de la violencia. Dado que los blandos dominan lentamente el tablero, la dictadura se siente menos amenazada y confía en ir cediendo terreno a quienes no los destruirán o al menos no parecen interesados en ello. Los duros podrían asumir medidas desesperadas para reestablecer el ciclo de agresiones, pero serán vistos como intransigentes e irresponsables. En ese contexto de fluidez, la posibilidad de unas elecciones aparecerá como la mejor medida en el horizonte a fin de acabar con la incertidumbre.


Será importante que la dictadura se lance a competir electoralmente ya sea organizando un partido o sumándose a sus afines. Los blandos de ambos bandos estarán unidos, pero solo en cuanto a los procedimientos. En los hechos rompen, pero lo hacen de forma pactada. He ahí lo atractivo de la llamada urdimbre. Una democracia germina cuando la certeza en las reglas acompaña la incertidumbre en los resultados. Así, en 1988, Pinochet confíaba en repetir su triunfo de 1980, cuando el electorado respaldó su proyecto de Constitución, pero también la concertación democrática, que había logrado la unidad suprema de los partidos anti-dictadura, se sumó al desafío y terminó derrotando a la dictadura con sus propias reglas. Cuando una regla puede usarse en contra de su creador, significa que es verazmente democrática.


Sin duda la transición española de 1975 es un modelo de manual dentro de los anales teóricos de la democracia. En ella se cumplen todos los preceptos de O´Donnell sin excepción. Una corriente joven y renovadora del franquismo fluye hacia la sociedad a la cabeza del centrista Adolfo Suárez, mientras una fracción opositora moderada, al mando de Felipe Gonzalez, se va fortaleciendo en el seno de la gente que quiere una democracia como la de sus vecinos europeos. De allí emergen los dos grandes actores partidarios de la democracia española, el PP y el PSOE.


Ambos torrentes incapacitan o neutralizan a los radicales de ambos bandos. Por su parte, la monarquía, que había sido reinstalada sin mayores poderes por Franco, dirime en favor de los demócratas y se hace de un lugar prestigioso en la nueva era. En este y otros casos, son necesarias ciertas dosis de “traición” a las causas primordiales. En España, los comunistas aceptaron la vigencia de la monarquía, mientras los franquistas más recalcitrantes tuvieron que tolerar la legalización del partido comunista, decidida audazmente por Suárez durante una Semana Santa.


Como vemos, se trata de contextos fluidos en los que nadie controla nada y muchos cruzan a la otra orilla para horror de los ortodoxos, celosos guardianes del credo. En medio de tanta confusión, la única certeza compartida es que la dictadura debe ser desmantelada. Unos aspiran a ello para evitar una revolución, otros para que ésta sea democrática y pacífica. Solo una polarización en dos bloques intransigentes y poderosos puede echar a perder la transición.


En Bolivia

Los antecedentes para el 10 de octubre de 1982 en Bolivia se parecen, como en otros países, a un alineamiento de planetas que daría lugar a una reacción en cadena de corte sistémico. Sin proponérselo, nuestros actores fueron generando la suma de rupturas necesarias que permitió que los actores se resignen a una salida democrática. Casi podría decirse que ninguno de ellos anhelaba la democracia, pero que llegada la hora, no había más remedio que aceptarla como un mínimo común denominador.

La mirada de O’Donnell parece coincidir acá con la de Sartori: la democracia es un juego que obliga a actores, esencialmente adversos a compartir y alternarse en el poder, a hacerlo para garantizar su sobrevivencia. De ese modo, la llegada de la democracia no viene patrocinada por una cultura generosa, por una conversión colectiva o la magia de una convicción repentina. Ésta emerge más bien del cálculo egoista, del interés particular o del desempeño táctico de los actores. Es un acomodo más que una meta buscada.


Revisemos los hechos en el país.


En 1977, el general Hugo Banzer Suárez había ingresado a su sexto año en la presidencia. Conduce el país en el marco de una estabilidad desconcertante para sus adversarios. Tras acceder al poder mediante un golpe de estado, respaldado en 1971 por dos partidos históricos (MNR y FSB), no solo no ha necesitado de su apoyo indefinido (los echa de Palacio en 1974), sino que goza de cierta popularidad en sectores empresariales y comerciales. Discípulo de Barrientos, de quien fue ministro de Educación, Banzer ha roto las marcas nacionales con las que se medía a cualquier gobernante militar. Nadie había permanecido tanto tiempo en el poder sin la necesidad de llamar a elecciones.


El “sistema Banzer” sufre su primera grieta el 29 de enero de 1974. El gobierno reconoció 13 muertos en el desbloqueo militarizado de la carretera que atraviesa el valle alto de Cochabamba. En Tolata y Epizana se produjo la primera ruptura seria entre las Fuerzas Armadas y el campesinado. La acción de protesta por la elevación de precios y la devaluación de la moneda dio paso al declive del Pacto Militar Campesino, joya ciudadosamente labrada por el general Barrientos y sucesivamente pulida por Ovando, Torres, quien así dio vida al katarismo[2], y finalmente Banzer. La emergencia de un nuevo sindicalismo agrario desprovisto de lealtades filiales con los cuarteles es en rigor el primer factor de debilitamiento del actor uniformado. Ese factor se llama hasta hoy indianismo-katarismo.


Cabe recalcar que el campesinado no respaldó la Asamblea Popular, organizada durante el gobierno de Torres. Si bien hubo dirigentes campesinos en su interior, se trataba del Bloque Independiente, de escasa representatividad. Ese grupo fue admitido más por afinidad ideológica, que por su arraigo en las bases. Era una minoría radicalizada, ansiosa de viajar a Cuba.


Si bien el gobierno militar perdía una de sus bases de respaldo social, su quiebre interno tardaría cuatro años en llegar. La manzana de la discordia aparecería servida una vez que Banzer se viera obligado a convocar a elecciones el año 1978. A diferencia de Barrientos en 1966, el general presidente no quiso ser candidato y declinó sus ambiciones en favor su colega de la Fuerza Aérea, Juan Pereda Asbún. Cuando las denuncias de fraude se acumularon sobre la mesa, Banzer optó por la fría indiferencia. La condena interna y externa fue tan estruendosa, que el propio Pereda pidió que se anulen los comicios. Horas después, organizaba un golpe de estado para acceder, de cualquier modo, a Palacio. No cabe duda de que ese intento por constitucionalizar el poder militar no solo había resultado fallido, sino que había terminado desprestigiando seriamente a las Fuerzas Armadas, manchadas por aquel intento organizado por adulterar la voluntad popular.


Al mismo tiempo, el incidente había distanciado profundamente a Banzer de Pereda. El primero era expulsado del poder por el segundo, y éste se sentía traicionado por la nula firmeza presidencial para imponer el resultado fraguado de las urnas. El resultado de esta segunda grieta fue un gobierno militar débil, carente de legitimidad, inundado por su carácter transitorio e incapaz de imponer la represión en un país que ya había logrado una liberalización casi plena.


Pereda heredó todos los problemas y ninguna de las fortalezas de Banzer. Bolivia estaba, en los hechos, en abierta flexibilización, con todos los exiliados de regreso, con partidos políticos y sindicatos activos, y con irrestricta libertad de prensa. Banzer se replegó como agregado militar a Buenos Aires y Pereda quedó en la orfandad más evidente.


Es urgente añadir, sin embargo, que esta fractura interna del bloque militar fue pasajera. El golpe del general David Padilla, que convocó a nuevas elecciones, repuso rápidamente la cohesión interna. Luego, la torpe incursión de Natusch Busch en noviembre de 1979, si bien melló nuevamente la reputación de la entidad castrense, no generó divisiones internas, sino solo un repliegue agresivo que dio lugar, casi de inmediato, al ascenso de García Meza a la comandancia del ejército y después al golpe de estado de 1980. De forma sorprendente, mientras Banzer se asimilaba cada vez más al sistema partidario, tras haber fundado su propia sigla en 1979; las Fuerzas Armadas se congregaban con más intensidad en torno a liderazgos alternativos y cada vez menos democráticos. Esta lógica conspirativa no se detuvo hasta junio de 1984 cuando un grupo de militares y policías secuestraron al presidente Siles por unas horas.


Si eso fue así, ¿qué permitió entonces el debilitamiento ya definitivo del actor uniformado? Repasemos los hechos nuevamente.


Ronald Reagan obtuvo la nominación presidencial por el partido republicano el mismo día en que García Meza ordenaba movilizar a los tanques. El cálculo de los golpistas bolivianos era que la salida de Carter de la Casa Blanca, en noviembre de 1980, pondría fin a su consecuente defensa de los derechos humanos. Reagan, pensaba el General, se convertiría en aliado de todos los acuartelados anticomunistas del cono sur. El embajador que Carter había enviado a La Paz, Marvin Weissman, abandonó Bolivia antes del golpe de 1980. Partía oficialmente declarado como “persona no grata” por los militares que preparaban el golpe, porque se opuso públicamente a la sugerencia castrense de postergar las elecciones. Claro, García Meza quería evitar que Siles Zuazo ganara los comicios como efectivamente ocurrió.


Para sorpresa de muchos, los Estados Unidos no repusieron un embajador en La Paz cuando Reagan asumió el mando. Al general Gordon Sumner le preguntaron si le interesaría el cargo y éste desistió de inmediato. Pero quien le dio el tiro de gracia a García Meza fue Banzer, quien, al ser consultado en Santa Cruz por Alexander Watson, encargado de negocios de los Estados Unidos, sobre la conveniencia de atar lazos con la “narco-dictadura”, aconsejó su aislamiento. El embajador Edwin Corr llegó a La Paz bajo una condición inequívoca: el retorno a la democracia. Los norteamericanos derrocaban así al que imploraba por una alianza. La caída de García Meza prueba la complejidad de la Guerra Fría. Jimmy Carter no pudo impedir el golpe de 1980, y sin embargo, Reagan no hizo nada para darle oxígeno. A diferencia de Chile o Argentina, Bolivia era y es un actor irrelevante en el plano global. Estados Unidos podía darse el lujo de franquearle la entrada a la plaza Murillo a una opción de izquierda, la encabezada por Siles.


El primer requisito de O’Donnell ya está servido.


En un lapso medianamente prolongado de tiempo, el bloque militar terminó fracturado. Entre 1974 y 1982, las Fuerzas Armadas padecieron los remezones de su deseo por aferrarse al poder político. Banzer había logrado finalmente depurar el Palacio de civiles incómodos. En eso había superado a Barrientos. Sin embargo, ese mismo año, le había propinado un golpe mortal al Pacto Militar Campesino, dejando al actor uniformado en orfandad social. A continuación, se había tenido que comprometer con la candidatura de Pereda, quien no satisfacía las mínimas expectativas como sucesor. En el camino, se había enredado en un chapucero intento de fraude, que lo llevó a abandonar a Pereda a la intemperie. Sintiéndose traicionado por sus camaradas de armas, Banzer tomó la histórica decisión de convertirse en un político. Formó su partido, Acción Democrática Nacionalista (ADN), y lo diseñó fuera de los moldes convencionales de la derecha histórica. No fue la reorganización de la Falange, sino un remedo de la Democracia Cristiana, aunque más conservadora. A partir de ese momento, convertido ya en un competidor relativamente exitoso en las lides electorales (terceros lugares en 1979 y 1980), con una bancada formada por civiles, Banzer decidió traicionar a García Meza como lo había hecho antes con Pereda. El deslinde pleno del banzerismo con los actores golpistas en el seno del ejército dio lugar al posterior reacercamiento de Banzer con Paz Estenssoro en 1985. Dicha alianza, conocida como el “Pacto por la Democracia”, tuvo lugar después de que el General se resignó a no ser presidente a pesar de haber ganado los comicios de ese año. El acatamiento de Banzer al veredicto del Congreso, contrario al resultado electoral que le entregaba el primer lugar, reveló la disposición del líder de ADN de respetar disciplinadamente la norma constitucional. Con ello terminaba una larga trayectoria de conversión a la democracia, que muy pocos estuvieron dispuestos a valorar.


Pues bien, solo la división lenta, pero real del bloque militar en el poder, es decir, la ruptura en dos fases, primero entre Banzer y Pereda y luego entre Banzer y García Meza, pudo dar paso a la transición democrática en Bolivia.


Pasemos ahora nuestro análisis a la zona de la oposición democrática para convalidar la citada doble fractura planteada por O’Donnell. Un asunto poco visible ya en el año 1971 es la división definitiva del MNR. Los historiadores suelen recordar que en 1960, el MNR sufrió su primera escisión de magnitud con la fundación del Partido Revolucionario Auténtico (PRA) al mando de Walter Guevara Arze, quien logró un 13% del respaldo electoral aquel año. En 1964, Juan Lechín dejó de ser movimientista para fundar el Partido Revolucionario de la Izquierda Nacional (PRIN), una sigla sin trascendencia más allá de la Central Obrera Boliviana (COB). El quiebre de mayor trascendencia tuvo lugar en 1971 cuando Paz Estenssoro y Siles Zuazo tomaron caminos diferentes. El primero debió agregarle una H a su sigla para quedar como el MNR Histórico, mientras el segundo, años después, se plegaba como jefe nacional al MNR de Izquierda o MNRI. La razón de esta ruptura, que es la que realmente interesa, es sencilla. Tras su retorno a Bolivia, Siles apoyaba al gobierno de Torres, mientras dirigía al partido en el terreno. A su vez, Paz Estenssoro, desde su destierro en Lima, se había comprometido, primero con el general Rogelio Miranda, el contendor de Torres en 1970 y luego con Banzer y FSB, con los que formó el Frente Popular Nacionalista (FPN) en 1971. Las dos figuras principales del movimientismo se descubrían en bandos opuestos.


En 1978, el año electoral ya reseñado, el MNR acudía dividido a la contienda. Si bien ya conocíamos la experiencia con Guevara en 1960, ésta vez la fractura movimientista era no solo irreversible, sino que recogía a muchas de las nuevas identidades partidarias surgidas después de la Revolución Nacional. Paz y Siles concentraron en esos años todas las adhesiones posibles para derrotarse mutuamente. Mientras Siles se hacía fuerte con la Unidad Democrática y Popular (UDP) que agrupaba además de a sus seguidores al Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) y al Partido Comunista de Bolivia (PCB), Paz lograba articular la Alianza Democrática de la Revolución Nacional (ADRN) que atrajo a la Democracia Cristiana, al propio Guevara y a los comunistas pro chinos de Óscar Zamora.


Y sí, el esquema de O’Donnell vuelve a convalidarse. La oposición al bloque militar, solo ligeramente agrietado, tiene en 1979 dos divisas enfrentadas y ambas podrían ser incluidas en la alforja de los blandos. Los duros en cambio son el Frente Revolucionario de Izquierda (FRI), que se viste de rojo, luce un puño rompiendo cadenas y postula a Domitila Chungara y Casiano Amurrio, una candidatura proletaria y campesina que recuerda mucho a la Asamblea Popular. Otro de los duros es Marcelo Quiroga Santa Cruz del Partido Socialista Uno (PS-1), quien denuncia en todos los foros que al final de esta engañosa historia electoral, el MNR terminará reunificado. El MIR se encargará de que eso no suceda. Óscar Eid bautizó aquel esfuerzo como “la cuña”.


En efecto, a medida que se suceden las tres elecciones sucesivas, el mayor caudal de votos se dirige hacia las dos candidaturas movimientistas con sus respectivos aliados. Una vez que Banzer ha sustituido a Pereda, ADN pasa a ser un duro que se ablanda. El FRI desaparece pronto y el PS-1, que antagoniza con el ex dictador trepa en las preferencias notablemente. Pero no nos engañemos. El grueso del electorado ha optado ya por la moderación de la UDP. Los devaneos de Paz con Natusch terminan de colocarlo en desventaja y solo García Meza iba a ser capaz de retrasar el ascenso de Siles a la Presidencia. El esquema de O´Donnell está completo. La ya blanda ADN canaliza las convicciones anticomunistas hacia la arena electoral, la UDP permite que la izquierda más radical se avenga a las campañas electorales, succionando la energía de kataristas y socialistas, y el MNR se desprende lentamente de sus nexos con los militares en la perspectiva de alcanzar la cuarta presidencia para Paz Estenssoro. Pronto García Meza será arrestado en Brasil y condenado a 30 años de cárcel sin indulto. Desde la prisión, maldecirá a Banzer hasta su última carta.


Si en 1978, el MNR lograba reunificarse plenamente y se lanzaba a la lucha con el binomio Paz-Siles, el pleito se hubiera resuelto sin dilaciones. Tras un periodo de gobiernos militares, la hegemonía de la Revolución Nacional hubiera quedado repuesta. En tal sentido, las nuevas identidades partidarias como el MIR o el PS-1 hubieran jugado quizás un rol secundario. En el mismo sentido, Banzer hubiera seguido el destino inofensivo de Pereda y García Meza no hubiera transgredido ningún límite. Es probable que en esas circunstancias, la democracia boliviana hubiese tenido que postergar su nacimiento por varios años más. Bendito 10 de octubre.


Conclusiones

Hemos visto que si en un país nadie en particular tiene la capacidad de ordenar o mandar, tiende a imponerse una salida democrática como desahogo procedimental. Podría decirse entonces que la democracia ayuda a que una fuerza hegemónica la desmantele o a que fuerzas equipotentes sometidas a un empate, puedan recurrir a los electores para dirimir sus diferencias. En el caso de Bolivia, entre 1825 y 1982, primó lo primero. Luego, ese último año hubo condiciones para dar el salto a lo segundo.


La lección más importante a fijar es que una hipermayoría electoral puede convertirse en una amenaza para la democracia, sencillamente porque desincentiva la negociación y el diálogo entre diferentes. Acá, no ayudan las distinciones ideológicas en uso. Ese proceso por el que una robusta organización partidaria se adueña de todos los dispositivos que le cierran el oxígeno a sus oponentes coyunturalmente “escuálidos”, ocurrió en Cuba, Venezuela o Nicaragua, desde el lado de la izquierda, pero también está en curso en El Salvador y fue realidad viva en el Perú de Fujimori o en la Colombia de Uribe, si nos ponemos a mirar el otro lado del espectro. Sin lugar a equivocarse, puede decirse además que la movilización ciudadana de 21 días en Bolivia el año 2019, pero también el referéndum del 21 de febrero de 2016, pusieron un freno activo a esa pretensión autoritaria en el país.


El 10O es fiel antecedente del 21F. El legado de Hernán Siles Zuazo, sin ser nombrado, reverdeció entre los jóvenes y las mujeres que resistieron en Bolivia el escamoteo de la voluntad popular como ocurriera en 1978 cuando el ejército borró la victoria electoral de la UDP. De pronto, entre 1982 y 2019 se extendió un puente que unió los dos sentidos comunes, aquel que señala que la democracia se teje con varios hilos y que solo puede imaginarse como obra común, pero de manos diferentes.


La Historia ni es cíclica ni nos ayuda a evitar desgracias. De ella solo podemos extraer memoria, es decir, usar en nuestro provecho las acciones y obras de los muertos. No tributamos a la Historia para conocer el pasado, sino para entender el presente, que es el único lugar que habitamos. En tal sentido, la comprensión de la génesis de nuestra democracia es vital para proyectarla hoy. Si el Movimiento al Socialismo (MAS) se consagra como la única entidad colectiva capaz de gobernar y tomar decisiones en Bolivia, ni cien elecciones podrán salvar nuestra cuatrigenaria democracia.


Bibliografía

Barragán, Rossana, “Ciudadanía y elecciones, convenciones y debates” en Regiones y Poder Constituyente en Bolivia, PNUD, 2005, Bolivia.

Medina, Javier, 1984, “Ni Marx ni Menos”, ediciones Tigre de Papel, Hisbol, Bolivia.

O’Donnell, Guillermo, 1972, “Modernización y Autoritarismo”, Planeta, Buenos Aires.

O’Donnell, Guillermo, 2007, “Algunas reflexiones acerca de la democracia, el Estado y sus múltiples caras”, Revista del CLAD, Reforma y Democracia, Venezuela.

[1] La democracia no se interrumpió por ejemplo tras la renuncia de Evo Morales a la presidencia en noviembre de 2019. Tras una accidentada sucesión constitucional, el Congreso siguió sesionando y tomando decisiones. En ese marco, se anularon los comicios de ese año y se organizaron otros en 2020. [2] En el breve gobierno torrista, surge el liderazgo duradero de Jenaro Flores Santos, principal figura sindical del katarismo en el departamento de La Paz. Lo hace desde las entrañas del Pacto Militar Campesino, no desde estructuras paralelas.

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