Perú vacante
En 2016, el Perú volvía a derrotar al fujimorismo en las urnas, por segunda vez y con el auxilio de una segunda vuelta. Esa ha sido la tónica de nuestro vecino desde que el presidente Alberto Fujimori diera la orden de desviar el avión presidencial en dirección a Tokio. Para sorpresa de todos, desde el Japón activó una máquina de fax para despachar su renuncia hasta Lima. Terminaban diez años de un gobierno polémico y medianamente exitoso.
De inmediato fue destituido por el Congreso, dando inicio a los trámites de su extradición, la cual solo fue posible debido a su ambición de poder, que lo hizo regresar al continente, en su caso, a la prisión.
Ese puñado de datos nos permite decir que el Perú moderno se construyó primero contra Sendero Luminoso y simultáneamente a favor de Fujimori, su verdugo. El movimiento armado consiguió unir a la gente en su contra y fue, sin proponérselo, el motor de la imposición de un modelo autoritario de corte popular y conservador al mismo tiempo.
En los hechos, el fujimorismo es quizás la primera corriente política latinoamericana que rechaza en simultáneo los dogmas de la izquierda y la doctrina del pluralismo liberal. Luego, Álvaro Uribe seguiría la misma ruta en Colombia. No puede ser casualidad. Los países latinoamericanos más asolados por la violencia revolucionaria se apartaron de los ideales igualitarios y verticales proclamados por los guerrilleros para dar paso a un movimiento masivo de repudio a la ruta insurreccional. El chavismo no lograría penetrar nunca en ambas realidades como sí lo hizo en Bolivia, Ecuador, Brasil o Argentina.
Tras la década gris de Fujimori, puede decirse que el Perú ha quedado vacante. No hay en él necesariamente una nostalgia, pero quizás sí un intento fallido por consolidar una mayoría sólida que exprese una especie de voluntad nacional o proyecto de país. En las recientes elecciones extraordinarias y legislativas de enero de este año, la primera fuerza política nacional, la vetusta Acción Popular, obtuvo un poco más del 10 por ciento de los votos. Por detrás se colocaron las restantes 8 siglas, todas ellas con un margen de respaldo de entre el 8 y el 6% del electorado. El Fujimorismo aún es parte de ese universo desportillado con un 7% de los sufragios (sexta posición), pálido reflejo de las victorias logradas por Alberto y luego Keiko Fujimori a partir de 1990.
Ser un país vacante implica siempre un deseo generalizado por llenar el vacío. Alejandro Toledo, el resurrecto Alan García, Ollanta Humala, PPK e incluso el inesperado Martin Vizcarra intentaron llenar el traje. Lo hicieron en un escenario devastado por la ausencia de estructuras organizadas, en una sociedad sin militancias ni partidos. Y es que el Fujimorismo y la violencia delirante de Sendero operaron en simultáneo para dinamitar todo vestigio de agregación social convergente. Son las facturas que se pagan cuando la arbitrariedad de las armas ocupa el centro de la escena pública. Entre bombas, tortura y ajusticiamientos no hay sociedad civil que se preserve. Qué tragedia para un país que dio lugar al APRA, esa creación mística y colectiva del buen Haya de la Torre.
El panorama peruano para las elecciones de abril se anticipa catastrófico. Tras 20 años de desmoronamiento institucional y del azote inclemente de la corrupción, que llevó a todos los ex presidentes tras las rejas o al suicidio, queda muy poco tiempo para hacer país. Por ahí se habla incluso de la salida de la cárcel de Antauro Humala, el líder del etno-cacerismo, con sentencia cumplida y ganas de rehabilitar la ruta abandonada por su hermano. El mesianismo no amaina y se antoja como pócima mágica de recambio.
Fujimori cerró el Congreso en 1992. La reacción tardía del país fue concentrar poder en esa institución asediada por un presidencialismo voraz. Ahora ser la cabeza del parlamento te lleva a ser jefe de estado como ha ocurrido con Manuel Merino y luego Francisco Sagasti. ¿Qué conviene más?, ¿un país que concentre o que disperse el poder? A lo mejor es momento para una nueva Constitución que repare institucionalmente los daños de la guerra.
El panorama peruano sella, a su vez, el latinoamericano con la marca de la incertidumbre. Chile va a escribir una nueva Constitución, Colombia va estropeando su proceso de paz a dentelladas, Venezuela camina hacia unas elecciones legislativas sin consenso en los procedimientos, Ecuador se asoma, como ya pasó en Bolivia, al retorno del “mal menor” y Guatemala acaba de ver cómo el fuego devoraba los balcones de su edificio parlamentario.
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