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No fue golpe, ¿entonces qué?

Rafael Archondo


Hasta fines de 2019 la abrumadora mayoría de los bolivianos sabíamos sin titubear que Evo Morales había caído por obra de una incontenible movilización social que paralizó el país a lo largo de 21 días. Si alguna duda remanente hubiera quedado acerca de la naturaleza del hecho, el 20 de enero de 2020 la Asamblea Legislativa Plurinacional, controlada por el Movimiento Al Socialismo (MAS), aprobó la Ley 1270 que otorgaba una prórroga de mandato presidencial a Jeanine Añez y a los propios legisladores a fin de que pudieran dirigir al país rumbo a la celebración de nuevas elecciones. ¿Qué más hace falta saber? Bolivia encontraba una salida a la crisis política precedente en los marcos de la democracia, es decir, restituyendo la capacidad dirimidora del electorado.

Después, en virtud de una operación propagandística global, el derrocamiento de Morales empezó a ser etiquetado como “golpe de Estado”. Los académicos que siguen participando de este boicot a la decencia moral saben íntimamente que muy poco de lo ocurrido en 2019 guarda relación con la definición que tanto persiguen. Por eso aún ahora ensayan graduaciones del concepto para no rechinar tanto. Hay quien emplea las palabras “neo-golpe” o “golpe combinado”. Con tal de cortar las piernas de Procusto, cualquier serrucho, incluso el más motoso, les resulta conveniente.

El mérito que corresponde reconocerle a esta ambiciosa cruzada de intoxicación es que ha podido definir lo sucedido con un vocablo común y corriente. De nuestro lado, quienes sabemos que no hubo golpe, sino “huida a la espera de una contraofensiva que no llegó”, carecemos de una etiqueta de efecto publicitario que contrarreste con la misma sencillez la afirmación insolvente esgrimida por el neo-estalinismo internacional.

Vayamos pues en pos del arma requerida. Entre 1930 y 2019, Bolivia vivió 22 derrocamientos de presidentes. Cayeron dictadores, pero también aquellos o aquella que resultó encumbrada por mecanismos constitucionales. Por derrocamiento entendemos el desplome y ascenso de ciertos sujetos en la presidencia sin que los electores hubieran podido intervenir en el desenlace. Ojo, no todos estos hechos pueden ser vistos como golpes de Estado. Para ello es esencial que sean “de Estado”, es decir, que los aparatos internos de decisión arbitrados por la clase política muevan las piezas vitales de la caída-subida.

Tras un recuento minucioso del periodo, vemos que en siete ocasiones las Fuerzas Armadas reemplazaron a un gobierno nacido directa o indirectamente de las urnas. Fue la hora del adiós para Tejada Sorzano, Enrique Peñaranda, Enrique Baldivieso, Mamerto Urriolagoitia, Luis Adolfo Siles Salinas, Walter Guevara Arze y Lidia Gueiler Tejada. En otros seis momentos, gobernantes de facto fueron sustituidos por gobernantes de facto. Ahí, la democracia quedaba fuera de la agenda, fue un general por otro. Le ocurrió a Toro con Busch, a Ovando con Torres, a Torres con Banzer, a Banzer con Pereda, a García Meza con Torrelio y a este último con Vildoso. También se han dado derrocamientos encaminados a encausar elecciones. A diferencia de los anteriores, estos hechos estatales aspiraban a terminar con un régimen a fin de ensayar un viraje. Bolivia ha vivido cuatro de estos episodios notables. Derrocaron con la intención de convocar a nuevos comicios Blanco Galindo, Tejada Sorzano, Barrientos y Padilla.

Hasta acá nuestro recuento suma 17 caídas, nos restan cinco. Quedan por clasificar los derrocamientos de Villarroel, Hugo Ballivián, Sánchez de Lozada, Mesa y Evo. El residuo ante el que aterrizamos es desconcertante. Todos los derribados, excepto Villarroel que fuera asesinado, zafaron de la silla presidencial ya sea porque las multitudes los asediaban o porque sus funciones mínimas como gobernantes quedaron obstruidas por la gente. En los cinco casos hubo un colapso de la autoridad central y una disolución radical del monopolio de la violencia en manos del Estado.

He aquí la herejía. Cuando policías y militares se esconden, el presidente queda a merced de las masas y el país desafía los abismos, ¿cómo se llama el momento?, ¿revolución?, ¿alzamiento popular?, ¿revuelta?, ¿golpe popular? No es fácil, ¿verdad? Si aplaudes el desemboque plebeyo de la Guerra del Gas, ¿no deberías hacer lo mismo con la acción ciudadana que acorraló a Morales?, si eres hincha de la insurrección del 9 de abril, ¿no deberías haber repartido flores entre los colgadores de Villarroel? Los datos, cuando están limpios, pueden llegar a ser unos traviesos insoportables.

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