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Marx en La Habana


Rafael Archondo


El único vestigio de Marx en La Habana es el gran auditorio que lleva su nombre. Me entero que ni siquiera fue construido por Castro, sino que le resultó más cómodo cambiarle el letrero al sitio, el previo teatro Blanquita. Recuerdo que cuando Filemón Escóbar estuvo por ahí, soltó una broma cifrada para bolivianos: “Igualito al Monje Campero”.


No tendría que ser así. Marx debiera estar ahora mismo sentado en el techo de su teatro con una libreta de notas y unos binoculares. Su presencia es requerida para aplicar sus seductoras categorías a la sociedad de mayor sofisticación represiva de América Latina, la cubana.


Al asomarme hace años a la isla, una buena señora me preguntó si Evo había aplicado la receta de Castro en Bolivia. Cuando le aclaré que no, me felicitó como si aquel fuera mérito mío. Le pregunté por qué eso era bueno y no tardó en explicarse mejor: “porque esto es un experimento y no se lo deseo a nadie”. En efecto, la sociedad cubana de hoy es un entramado desconcertante. Basta con recorrer las calles habaneras para darse cuenta de que una es la realidad oficial y otra, la que burbujea por debajo de las compresas. El gobierno se ilusiona con haber suprimido los mercados, es decir, los ámbitos de libre oferta y demanda de bienes, pero los cubanos no pasan un día sin acudir a ellos para revolverlo todo. Buscas un taxi y no hay uno solo ostensible, aunque en realidad todo lo que rueda, lo es. Una enigmática seña aprendida los alerta sobre tu necesidad de locomoción y se detienen. Una vez adentro, el taxista encubierto te advierte que si la policía lo interrogara, él será un primo tuyo haciendo el favor de llevarte a casa. Cada vehículo desplaza entonces un cargamento de primos desprendidos en exitosa confabulación contra el Estado.


No sé si ese sistema de movilidad sigue funcionando así o si ya hubo concesiones. El hecho es que el comunismo cubano es nomás una escenografía desvencijada. El experimento de los hermanos Castro consistió en succionar toda la energía social disponible a fin de que nadie pueda competir con la burocracia, esa burguesía verde olivo que tanto veneran Evo, Maduro u Ortega. El Estado quita y pone a discreción, una suerte de fingido jugador solitario.


Marx se daría perfecta cuenta de que aquella es una clase social en toda la regla, porque ha conseguido colocarse en la cúspide de la creación de riqueza a fin de quedarse con la plusvalía de los trabajadores. La única diferencia es que esta clase, organizada en un partido único, ha alcanzado ese sitial montándose en la lucha por la democracia, que le confirió aplausos y sacrificios tras su desembarco en la playa “Las Coloradas” aquel 2 de diciembre de 1956. Tras el esplendor inicial, vino la confiscación gradual de todo lo que fuera rentable. ¿No estaría Marx un poco disgustado al encontrar sus barbas fungiendo como emblema mistificador de un creativo sistema de dominación clasista?


El hombre fuerte del materialismo dialéctico quedaría sorprendido por los modos de explotación del proletariado médico o docente cubano. Anotaría que hasta ahora hubo más de 600 mil de ellos enviados a misiones internacionalistas y estiraría una flechita en el papel para agregar que estuvieron en más de 67 países, todos ellos, capitalistas. A continuación denunciaría que la burocracia que los despacha llenos de banderas, les confisca el 80% de sus salarios. Solo durante el gobierno de Lula, Brasil firmó un cheque de 35 millones de dólares por el servicio. ¿Cuál bloqueo?


A Marx no se le escaparía otro detalle: las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo son regentadas centralmente por tarjetas de racionamiento. Es el modo en el que, junto a la prohibición de acumular riqueza individual, el Estado compromete el respaldo político de los beneficiarios. Estamos ante un único proveedor paternal y millones de clientes infantilizados. La Revolución ha erradicado así a la sociedad civil y la acción política fuera del perímetro estatal. Eso garantiza acatamiento ciego con lo cual, la única forma de disentir es nadando hacia La Florida.


Ah, pero lo que Marx seguramente subrayaría con fruición es la actual cantidad de gente que protesta por las calles. Le costaría entender cómo es posible que seis décadas de inoculación disciplinaria no hubieran logrado aún fabricar el primer pueblo de la Tierra hecho genéticamente a medida de su clase gobernante. Hagamos votos para que, con o sin Marx mediante, el comunismo cubano se hunda de manera incruenta, afectado por su ya inocultable decrepitud y obsolescencia.

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