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Lasso y Castillo en espejo

Rafael Archondo



Pedro Castillo, expresidente del Perú, y Guillermo Lasso aún jefe de Estado del Ecuador, debió y deberá respectivamente, abandonar el poder antes de que fenezca el periodo por el que fueron electos en las urnas en 2021. Países limítrofes, de entrañas similares, Perú y Ecuador se miran acá al espejo.


Ambos candidatos fueron elegidos en segunda vuelta. En la primera, Castillo se alzó con el 18% de los sufragios; Lasso lo hizo con el 19. En aquel combate a dos asaltos, a los dos les tocó batirse con gigantes algo gastados de la política local: el fujimorismo con K y el correísmo rejuvenecido en la dulce carita de Andrés Arauz.


Para vencer a estos flacos titanes, no les quedó más remedio que convocar a todos los escaldados. Castillo y Lasso no ganaron para reafirmar un proyecto, sino para obstruir otro, el de quienes habían sido extirpados de palacio en medio de dolores y rencillas (Fujimori en 2000 y Correa en 2017). En el Perú la bandera amplísima fue “Keiko no va” (aunque no llegó a unir a Vargas Llosa con Veronika Mendoza), mientras en el Ecuador primó la frase “es preferible un banquero a una dictadura” (Yaku Pérez, febrero de 2017).


El dilema con presidentes que no superan el 20% en primera vuelta es que deben gobernar junto a un parlamento emanado de ésta. Así, el partido de Castillo solo cubrió el 13% de las bancas congresales en Lima, mientras que en el arranque, los partidarios de Lasso eran exiguos 25 en medio de 137 embravecidos asambleístas. Y así les fue. Los dos hombres-dique vivieron parálisis sostenida en los meses en que les tocó aguantar la pesada banda presidencial. Ni Keiko ni Correa les dieron respiro.


Otra macabra coincidencia es que ambos mandatarios efímeros jugaron en una cancha legal instalada por sus enemigos. Las constituciones de Perú y Ecuador son obra de Fujimori y de Correa, nada menos. Y así les fue.


Pasemos ahora a las diferencias, que analizadas son quizás lo más apreciable de esta óptica paralela. Castillo y Lasso anunciaron, con cinco meses de distancia entre sí, que los parlamentos de sus respectivos países quedaban formalmente disueltos. El peruano lo hizo para encaminar un proceso constituyente; el ecuatoriano, para convocar a nuevas elecciones y desencadenar por primera vez en la historia de su país, la llamada “muerte cruzada”. Castillo quiso eludir su destitución anunciada, Lasso, también. Y entonces despunta la primera divergencia: el ejército del Perú hizo notar que el Presidente estaba violando la Constitución, en tanto que los militares ecuatorianos convalidaron el decreto de Lasso por haberse ajustado a la norma.


A partir de ahí, todo se bifurca: Castillo queda arrestado. En contraste, el Congreso en Quito amanece resguardado por cascos y escudos. En otras palabras, despierta formalmente extinguido sin que nadie salga a las calles a implorar su resurrección. Keiko aplaudió, Correa, también. Castillo y Lasso, a su modo, pasaron a ser cautivos de la ley y ya casi son irrelevantes. Para los libros no serán más que un paréntesis administrativo.


Queda claro que lo que distingue al Perú de Ecuador es que la “muerte cruzada” tiene distintos modos de aplicación. Es norma compartida, pero su reglamentación difiere. En el Perú, un presidente puede disolver el parlamento solo si éste le niega su confianza en dos ocasiones (le pasó al hábil Martin Vizcarra en 2019), mientras en el Ecuador el arma se dispara a la primera provocación. Por eso a Castillo se lo acusó de golpista, mientras Lasso quedará como un demócrata que supo desprenderse del mando para devolverle la baraja a los electores. En ambos países, dos tercios congresales bastan para tumbar a un jefe de estado.


Nuestro espejo no solo pone los énfasis en su sitio, sino que nos alerta sobre una tendencia desplegada en América Latina en décadas recientes: el debilitamiento del presidencialismo imperial a manos de los parlamentos y de los jueces. Han sido ellos quienes han encarcelado a Fujimori, Toledo o Castillo en el Perú, los que provocaron el suicidio de Alan García en el mismo país, los que acorralaron a Lula da Silva y a Dilma Rousseff en Brasil, los que sentenciaron a Cristina Fernández en Argentina, los que extraditaron a Juan Orlando Hernández desde Honduras y a Ricardo Martinelli hacia Panamá, o los que precipitaron la fuga de Mauricio Funes de El Salvador. Son también ellos los que le ponen palos en las ruedas del carruaje de López Obrador en México.


¿Vamos rumbo a la elogiada división de poderes?, ¿caminamos hacia la evaporación del centralismo caudillista?

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