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La firma de Boric


Rafael Archondo


En la madrugada del viernes 15 de noviembre de 2019, en la sala de lectura del Senado de Chile, diez partidos políticos levantaron con sus firmas un documento de doce puntos, que ya ha sido recogido en los anales de la evolución democrática de ese país. Con él esperaban poner y pusieron fin a 28 días de movilizaciones callejeras que sacudieron la espigada república de norte a sur. A esa ola de malestar inesperado, hoy, los chilenos todavía la recuerdan como “el estallido social”.


Junto a los primeros atisbos solares, los reporteros registraron la ronda de voces concentradas en celebrar el fin de las tensas y vertiginosas negociaciones que desbrozaron el sendero hacia una nueva Constitución, la primera a ser redactada por una Convención específicamente electa para ese fin. Sí, aquella mañana, los líderes políticos chilenos, incluidos los herederos ideológicos de Pinochet, le estaban dando el tiro de gracia a la duradera Carta Magna aprobada bajo dictadura en 1980. Con cuatro décadas de retraso, Chile se pone a tono con la brisa continental.


Si se revisa el acuerdo del 15 de noviembre, titulado “por la paz social y la nueva Constitución”, se verá que en la hoja final, en el extremo inferior izquierdo, aparece un onceavo firmante: Gabriel Boric Font. El entonces diputado por Magallanes, hoy Presidente electo, rubricó el pacto sin agregarle a su nombre, como todos los demás, la marca de su partido: Convergencia Social. Al salir de la sala, otro ex dirigente estudiantil de la revuelta de 2011, Giorgio Jackson, quien lo acompañó en las arduas tratativas dirigidas por dos ministros del Presidente Sebastián Piñera y la directiva del Senado, lo estrechó en un abrazo nervioso, procurando atemperar la crispación reinante. Los dos intuían que minutos atrás pudieron quizás haber dado un salto al vacío.


En efecto, afuera, los rasguidos de vestiduras resonaron con intensidad. El alcalde de Valparaíso, Jorge Sharp, junto a 72 militantes de esa ciudad, abandonaron el partido en protesta por la acción inconsulta de Boric. A ello le siguió un proceso disciplinario interno en su contra. El Partido Comunista, otro integrante del Frente Amplio, la casa común, ni siquiera acudió a la gestación de los acuerdos por considerar que se labraban a espaldas del pueblo. En las barricadas, el enojo contra el diputado de barba alcanzó grados superlativos. Era considerado un traidor por quienes esperaban ir más lejos, incluso, hasta el derrocamiento de Piñera. Parecía como si a último minuto, Boric hubiera lanzado un salvavidas al Palacio de La Moneda.


Ahora, absuelto por la Historia, Boric organiza el primer gobierno de cuño autónomo de la repuesta democracia chilena. Ha batido tres marcas memorables: será el más joven, el más votado y eso con la mayor cantidad de electores atraídos por el duelo con José Antonio Kast: ocho millones de sufragios. Por si fuera poco, estrenará la Constitución que ayudó a sembrar con la ya citada “traición” al bando intransigente del estallido social.


La audaz firma de Boric en 2019 anticipa muy bien dónde estará colocado como futuro gobernante: del lado de la democracia. Cuando él y Jackson se comprometieron con la transición pacífica y encararon con valentía la rechifla de los amotinados, estaban enfilándose por la acera correcta. A Chile no le hace falta la implacable furia popular propensa a aniquilar los avances logrados. El país necesita reencontrarse y cerrar gozoso el duro trance de una dictadura que prolongó sus tentáculos más allá de lo admisible. Con Boric se inaugura un nuevo ciclo político en el que socialistas, radicales, conservadores, comunistas, libertarios o socialdemócratas seguirán compitiendo electoralmente en disputa por alcanzar el bien común. El estallido social despertó a los jóvenes, a las mujeres, a los mapuches y a los colectivos de la diversidad sexual. Sin embargo ese despertar no fue para arruinar los sueños de nadie, sino para profundizar la democracia a todo lo que se pueda.


Si el discurso de la victoria del nuevo presidente electo se pone en práctica en Chile, la izquierda latinoamericana podría reencaminarse fluidamente hacia un nuevo momento que deje en el desván de lo añejo a Fidel Castro y Nicolás Maduro, a Daniel Ortega y al Che Guevara. A lo mejor, el regreso de Lula en Brasil, la consolidación de Xiomara Castro en Honduras y el posible ascenso de Gustavo Petro en Colombia puedan, si acaso, depurar los arranques neo estalinistas provenientes de Caracas, La Habana o Managua. ¿Se entenderá acaso el viraje de Santiago en La Paz?

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