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El potente Arévalo

Rafael Archondo



Incluso hoy sigue siendo moneda corriente descifrar la Guerra Fría como un conflicto exclusivamente arbitrado por las dos súper potencias nucleares que emergieron victoriosas de la Segunda Guerra Mundial. Bajo ese paraguas, el único asunto digno de ser considerado sería el interés de Estados Unidos o de la Unión Soviética. Más allá de Washington o Moscú, nada; solo marionetas.


Esta óptica signada por dependencias secantes y adictivas llegó a desbordarse sobre épocas adyacentes tanto previas como posteriores. Vaya manera vulgar de razonar aleatoriamente. Todo termina mirado como yugo, como articulación mecánica de sometimientos y dictados foráneos. En Bolivia llegamos al extremo de creer que la Guerra del Chaco fue un plan tenebroso ejecutado por dos empresas petroleras, la Standard Oil y la Shell, la primera arreando a Bolivia, la segunda, al Paraguay. Pamplinas, así no fue.


El trasfondo de estos análisis instantáneos es que el único factor con capacidad de incidencia histórica sería el poder económico condensado, es decir, traducido a la Guerra Fría, los complejos político-militares del Pentágono y el Kremlin. Bajo esa lógica, poco a poco, empezamos a coleccionar anomalías. Cada análisis de cada situación concreta se fue asomando como una duda más, una que controvertía el esquema imperante hasta que llegó la hora en la que ya no entendíamos nada.


No sabíamos cómo, por ejemplo, Cuba sembraba guerrillas donde podía, siendo a su vez tan dependiente de la URSS, que preconizaba la coexistencia pacífica. Quedamos perplejos con la invasión de China a Vietnam o con los tanques rusos alisando los adoquines de Praga. Una a una o incluso en coro, las marionetas se mostraban bastante autodeterminadas y desobedientes. ¿No resultaba aconsejable acaso mirar más allá de las omnipotencias inferidas?


El historiador guatemalteco Rodrigo Véliz Estrada (2021) parece haber dudado mientras bautizaba su artículo sobre el expresidente de su país, Juan José Arévalo. Lo quiso señalar como “soñador y Quijote”. Claro, es que el hombre desafiaba con su paso el paradigma de la Guerra Fría tal como porfiamos en entenderla aún hoy cuando las evidencias de su quiebra saltan por los cuatro costados. Lo mismo les ocurre a los venezolanos que intentan comprender a Rómulo Betancourt o a nosotros, cuando nos atrevemos a valorar al general René Barrientos.


Véliz Estrada (2021) nos enseña que Juan José Arévalo, el predecesor de Jacobo Arbenz, el primer gran estadista que tuvo Guatemala, volvió a su país en septiembre de 1944 para aceptar ser candidato a la presidencia. Fue el modo en el que sus compatriotas salieron jubilosos de la dictadura de Ubico, que los había convertido en una república bananera.


A partir de su victoria electoral sin objeciones, Arévalo plantó una política exterior soberana orientada a unificar políticamente a Centro América con el Caribe (Istmania), a derrocar por las armas a los gobiernos tiránicos (interdependencia), a echar a Inglaterra de América (descolonización de las Malvinas y Belice) y finalmente, a conjurar la amenaza del comunismo despótico poniendo en pie democracias plenas.


El proyecto revolucionario guatemalteco conquistó adhesiones inesperadas. En 1945 alineó nada menos que a los gobiernos de Cuba, Venezuela y Estados Unidos. También sedujo a las oposiciones democráticas de Nicaragua, República Dominicana (Bosch) y Costa Rica (Figueres).


Arévalo llevó a que latinoamericanos de todas las latitudes se enrolaran en las expediciones de Cayo Confites y Luperón, organizadas para derrocar el dictador dominicano Trujillo, invadieran Costa Rica para deponer al presidente Teodoro Picado y planificaran incluso el derribo del general Somoza en Nicaragua. Este intervencionismo emancipador llevaba consigo el espíritu de las tropas aliadas que acababan de capturar las capitales totalitarias del mundo. Arévalo era una combinación explosiva de anti comunismo, adhesión por la democracia y búsqueda de reformas justicieras. Fue la mecha que encendió la llamada Revolución de octubre en su país.


Véliz Estrada (2021) nos explica finalmente que en 1948, en la turbulenta IX Conferencia interamericana de Bogotá, Washington traicionó y abandonó a Arévalo, plantando la semilla que llevaría al derrocamiento de la Revolución guatemalteca en 1954. Moría así un intento de establecer una política latinoamericana que sin desconocer la prelación de los Estados Unidos en la región, tentaba un proyecto propio como el soñado por Víctor Raúl Haya de la Torre o Jorge Eliezer Gaitán.

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