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"Abdón Saavedra" #2035: la Toma


Rafael Archondo


Al despuntar el alba del 5 de diciembre de 1990, el ingeniero Jorge Lonsdale perdió la vida en circunstancias aún no esclarecidas. Esa muerte innecesaria se sumó al asesinato de cuatro de sus secuestradores. La toma violenta de aquella casa situada en la calle Abdón Saavedra de La Paz sigue siendo uno de los remezones más fuertes sufridos por la democracia en el país. Tres décadas después, intentamos reconstruir lo ocurrido en esas tempranas horas con base en todas las voces disponibles.


Todo ocurrió entre la noche del 4 y la madrugada del 5 de diciembre de 1990.


Para entonces, Jorge Lonsdale, dirigente del Club Bolívar y gerente de la embotelladora Vascal, estaba a una semana de cumplir seis meses en poder de la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ), grupo guerrillero con el que su familia negociaba el pago de un rescate de medio millón de dólares.


Los billetes no fueron entregados ni Lonsdale liberado, porque la noche previa, uno de los emisarios del grupo rebelde fue obligado, bajo tortura, a confesar la localización del secuestrado. El detenido, de nacionalidad peruana, fue asesinado por los agentes de la policía que intentaron, según ellos, evitar su fuga en la avenida del Poeta. Su cuerpo inerte fue hallado horas después en la morgue de Miraflores.


Ya con la dirección exacta en la mano, la policía intervino la casa de la calle Abdón Saavedra #2035 del barrio de Sopocachi. En el operativo murieron Lonsdale y la mitad de sus captores. La confesión del camarada Enrique (Evaristo Salazar), el peruano asesinado horas antes, no parece haber sido la única fuente de datos para las fuerzas del orden. Se cita a al menos seis delatores, dos de los cuales habrían salido de Bolivia antes del operativo final, con la venia de las autoridades, que negociaron su partida a cambio de información confidencial sobre el grupo alzado en armas. Varios sacerdotes jesuitas habrían intercedido a favor de los informantes e incluso cooperado con los preparativos de las acciones insurgentes.


A tres décadas de distancia, los testimonios y versiones de lo ocurrido se han venido apilando lentamente en el desván de la memoria.


  • Sobre nuestra mesa está el informe de la Comisión de Derechos Humanos presidida por el entonces diputado Juan del Granado. Se trata del documento más urgente, por necesario, y también más antiguo (1994).

  • En orden de aparición está luego la novela "El Día del Bautizo", publicada en 1995 por el General Felipe Carvajal Badani, entonces Comandante de la Policía. En ella, camuflado por la ficción, el ex jefe policial aporta un dato central: tras conseguir, en medio año de tratativas, que los secuestradores reduzcan sus pretensiones de ocho a medio millón de dólares, la familia Lonsdale habría decidido cooperar con las autoridades. Aquella fue, sin que se haya podido saber, la sentencia de muerte del industrial.

  • Otro documento esencial es ahora el libro “Historia secreta del Terrorismo 1980-1995”, escrito por el coronel Germán Linares Iturralde, hombre clave para conocer la verdad de los hechos, dada su condición de conductor de la toma del inmueble. Este coronel ya jubilado afirma que el monto final acordado entre la CNPZ y la familia Lonsdale fue de 300 mil dólares.

  • Además queda consignado el testimonio personal del Ministro del Interior de entonces, Guillermo Capobianco, quien legó al país el libro “Memorias de un Militante” (2014).

  • De parte de la guerrilla, contamos con los testimonios recogidos entre sus integrantes por el documentalista italiano Andreas Pichler y con el artículo de Marcelo Oliva Estofán publicado en agosto de 2017 en la revista Migraña, editada por la Vicepresidencia del Estado.

Es lo que consideramos, a más de treinta años de distancia: todas las voces disponibles.


Los hechos


El 4 de diciembre de 1990, el coronel Germán Linares, responsable de investigar el caso, se habría enterado por los Lonsdale del lugar y hora en que un enviado de la CNPZ se presentaría para cerrar la transferencia del dinero. Esa alerta familiar pudo haber condicionado el funesto desenlace. ¿Por qué obraron así los Lonsdale?, pero sobre todo ¿por qué decidió la policía precipitar la incursión en la casa en vez de negociar la rendición de los plagiadores a cambio de salvar la vida del industrial?


Desde hace un año y cuatro meses antes de la madrugada del 5 de diciembre de 1990, gobernaba el país el otro Paz Zamora (JPZ, no NPZ), es decir, Jaime, quien había jurado sorpresivamente a la Presidencia tras negociar una cuestionada alianza de gobernabilidad con su viejo rival de los años 70: el ex dictador Hugo Banzer Suárez. Aún sin haber ganado las elecciones, Paz Zamora adquiría la mayoría congresal suficiente para gobernar entre 1989 y 1993. Su ministro del Interior en ese momento, Guillermo Capobianco, era dirigente de su partido en Santa Cruz, un connotado líder político y ex parlamentario.


La CNPZ, que retenía a Lonsdale desde el lunes 11 de junio de ese año, se había atrevido a reivindicar nada menos que al hermano guerrillero del Presidente, en clara insinuación de que ellos preferían a “Francisco”, el hombre muerto en Teoponte, y no al nuevo ocupante del Palacio de Gobierno. La última vez que Jaime conversó con Néstor fue pocas horas antes de que éste se enrolara en la guerrilla de 1970. Los hermanos tuvieron una agria discusión a partir de la cual uno abrazaría la muerte y el otro, una carrera electoral que lo colocaría en la cúspide del Estado.


Según el coronel Linares, el secuestro de Lonsdale fue íntegramente planeado y ejecutado por el Movimiento Revolucionario Tupaj Amaru (MRTA) del Perú. De ese modo, la guerrilla más experimentada le daba una mano a la naciente y bisoña CNPZ. Evaristo Salazar, alias Enrique, era el jefe operativo desplazado desde el vecino país hacia La Paz. Es lo que en la jerga guerrillera se conoce como una misión “internacionalista”. Linares asegura sin embargo que el esfuerzo del MRTA no era gratuito. El 80% del rescate debía pasar a sus manos; el saldo, para los aprendices bolivianos.


Un preso de oro


Aquella madrugada del miércoles 5 de diciembre resultó intensa para la Policía. El trajín se desató la noche previa. A las 20:30, en la calle 21 de Calacoto, esquina Ballivián, agentes del Centro Especial de Investigaciones Policiales (CEIP), unidad autónoma de combate a la subversión al mando del coronel Linares, comenzaron a pisarle los talones al ciudadano peruano Evaristo Salazar (alias Alejandro Gutiérrez). Al ver que ningún enlace de los Lonsdale acudía a la cita, el precavido emisario tomó un taxi rumbo a Sopocachi. La policía pensó que si lo seguían, éste los llevaría hasta su escondite. Como no fue así, 15 minutos antes de las diez de la noche, Salazar era arrestado dentro de la wisquería J&B. Las horas siguientes serían de cosecha. Seis meses después del plagio no resuelto, los investigadores sujetaban al fin la punta del hilo que los llevaría a desenredar aquel ovillo.


Linares, el coronel autor de “Historia secreta del Terrorismo”, cuenta este episodio de forma distinta. Según su relato, la policía llegó a la calle 21 de Calacoto la noche del 4 de diciembre gracias a la confesión de Ximena Auza Camacho, integrante de la CNPZ detenida días antes en Cochabamba. Ella habría recibido la orden de acudir a esa esquina en caso de que tras ser liberada por falta de pruebas, necesitara contactarse nuevamente con la organización clandestina. Auza se convertía así en carnada para el CEIP. Aquella noche, picó el pez más gordo. Para sorpresa de los agentes, a las 9 apareció Evaristo Salazar. Linares señala que éste se subió al taxi con Auza, momento en que los policías Saúl y Carlos concretan el arresto.


El dato sorprende. ¿Cómo es posible que una organización tan probada en la lucha clandestina haya asignado a su máximo jefe para acordar la entrega del rescate o bien para re-contactar personalmente a una ex detenida del grupo? No suena creíble, menos si se compara este episodio con el modo en que el mismo MRTA procedió durante el secuestro de Samuel Doria Medina cinco años más tarde.


El peruano detenido aquella noche era uno de los dos hombres que el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) de su país había enviado a Bolivia. El otro, Dante Llimaylla, reconoció en 2006 que su dirección nacional transfirió dinero y asesoramiento a la CNPZ. En sus palabras: “Ellos no hubieran podido hacerlo solos, no por incapacidad sino por falta de experiencia. El arte de la guerrilla no es innato, se aprende en el día a día”.


Cinco años más tarde, el MRTA vengaría la muerte de Salazar ejecutando el secuestro de otro industrial (Samuel Doria Medina), quien fuera uno de los ministros de Paz Zamora. En esa ocasión, los peruanos no compartirían las acciones con “aprendices” de guerrilleros e incluso conseguirían financiar mediante el rescate, la toma de la embajada japonesa en Lima.


Aquella noche, el CEIP no admitía demoras. Cada instante en que los secuestradores no recibían avances informativos sobre la ansiada recompensa, se hacía inminente la ejecución del cautivo. Las horas entre el 4 y el 5 de diciembre serían las últimas de Evaristo Salazar. Un secuestro que parecía resuelto desde el momento de la localización del grupo terminaría inexplicablemente en un baño de sangre.


Cinco días después, desde el Ministerio del Interior reconocían que Salazar había muerto. Perdió la vida “en su condición de detenido”, dijeron. Admitieron que aquella muerte se produjo “en circunstancias aún no determinadas”. “Con la misma severidad con que se llevaron a cabo las investigaciones y las acciones anti terroristas, de igual modo se actuará con los excesos que pudieran producirse en el accionar de los organismos de seguridad del Estado”, advertía el comunicado oficial. En efecto, según Linares, el juicio se llevó adelante y culminó con el sobreseimiento de los responsables.


“Politraumatismos” resumió en la autopsia el Dr. Antonio Tórrez Balanza como causa de la muerte del militante emerretista. El 7 de enero de 1991, el teniente coronel Carlos Antezana Cuéllar, aseguró que 15 minutos antes de la una de la madrugada, y “como resultado del interrogatorio”, Salazar habría proporcionado dos direcciones en las que podía localizarse a Lonsdale.


La información oficial que queda en archivos sobre la muerte de Salazar es que éste logró golpear a sus custodios mientras recorría con ellos, esposado y dentro de una patrulla, las calles, por las que se encontrarían secuestrado y secuestradores. Tres disparos habrían interrumpido letalmente su fuga. El moribundo habría sido internado en la madrugada en la clínica policial de Sopocachi. Lo que nadie entiende es cómo apareció horas después primero cerca del río Choqueyapu y después en la morgue del Hospital de Clínicas despojado de su identidad en un intento por hacer desaparecer la evidencia. Es uno de los cuatro crímenes que quedaron en la impunidad en aquellas horas de desvelo.


Germán Linares ilumina la escena mediante su historia secreta. Él afirma en el libro citado que por instrucciones del ministro Capobianco, Salazar fue entregado a la sección segunda del ejército al mando del coronel Ángel Ontiveros. De ese modo, el ex jefe del CEIP se deslinda de las posibles torturas aplicadas al guerrillero peruano. Está en duda si Ontiveros era el oficial con más poder de decisión en ese momento. Otros informes advierten que es posible que la sustracción de la confesión haya estado a cargo del jefe de inteligencia del ejército, en ese momento el teniente coronel Ezedín Alarcón Prado.


Confesión


Coronando la faena, a las 4:45 horas de aquel 5 de diciembre, Linares, jefe del CEIP, conversó con el ministro Capobianco: “El peruano ya ha confesado su verdad”, dijo tras conocer el parte del ejército. “Le ordeno que ingrese a la casa”, habría sido la instrucción recibida. Y cumplida. En su declaración informativa, Linares comenta: “Lo interesante es que a mí me ordena ingresar a la casa, yo soy investigador, no agente, no soy una persona tal vez preparada para estas situaciones”.

Según la novela de Carvajal, Linares entregaba un reporte diario a la embajada de los Estados Unidos, responsable de financiar y dirigir los pasos del CEIP. Su relación con la delegación diplomática era de estricta dependencia. De acuerdo al general novelista, la intervención del 5 de diciembre fue ejecutada por el CEIP sin siquiera enviar un reporte a la comandancia policial, la cual concurría desprevenida, esa mañana, a una peregrinación en honor a la Virgen de Copacabana, patrona de la institución.


La descripción de Carvajal, arropada por la ficción, ilumina el caso como nunca antes. Estados Unidos había logrado organizar un enclave dentro de la Policía. Desde allí, la Embajada decidía y operaba, prescindiendo de los mandos jerárquicos de la institución. Linares debía entregar resultados a los norteamericanos, quienes además de financiar a su personal y darle equipamiento, le prometían becas y ascensos. Entre junio y noviembre, el CEIP estaba frenado por la decisión de los Lonsdale de apartar a la policía de las tratativas con la CNPZ, pero una vez levantado el velo, Linares ingresaría en escena como un elefante en cristalería.


Por su parte, a fin de contrarrestar la influencia gringa, el ministro Capobianco organizó una especie de Estado Mayor alternativo conformado por él, su subsecretario del Interior, Raúl Loayza Montoya, su subsecretario de justicia, Roger Pando, el Comandante de la Policía, Felipe Carvajal; el Jefe de Inteligencia del Ministerio, Carlos Valverde, el de la Policía, Alberto Saavedra y los tres jefes de inteligencia de las Fuerzas Armadas. Pese al renombre de los asistentes, el equipo permaneció en los hechos sumido en la ignorancia del caso tanto por la reserva de los Lonsdale como por la mayor capacidad de movimientos del CEIP.


CNPZ en las paredes


A mediados de noviembre, los periódicos y noticieros ya habían difundido las fotografías, nombres y datos vitales de los principales integrantes del grupo insurgente. Los errores operativos cometidos hasta ese momento por la CNPZ resultaron devastadores. Alentados por el exitoso secuestro, acción dirigida por el peruano Salazar a plena luz del día, los jóvenes no esperaron a cobrar el rescate para proseguir sus actividades político-militares.


En agosto sorprendieron a los transeúntes con muros pintados con su sigla de cuatro letras y la consigna: “Bolivia digna y soberana”. El 10 de octubre derribaron el monumento a J.F. Kennedy muy cerca de la Estación Central y realizaron un atentado con explosivo a la casa de la calle Villalobos donde vivían los marines encargados de resguardar la Embajada de los Estados Unidos. En este último acto, Sebastián Acasigüe, uno de los rebeldes, descarga su arma contra uno de los guardias; José Luis Miranda Rodríguez, que había salido a repeler la incursión.


Oswaldo Espinoza, miembro de comando atacante, resultó herido en la refriega, pese a lo cual pudo integrarse al repliegue de la columna. Ésta tuvo que abandonar el auto en el que escapaba sobre una pendiente de la zona de Pasankeri, pista importante para el CEIP. Ya analizado el vehículo, a éste le bastó con revisar el registro del paso de motorizados en distintos retenes carreteros. De ese modo, detectó que el vehículo VW Santa Ana azul fue visto y consignado el 9 de enero de ese año en la tranca de Suticollo. En las hojas manuscritas estaba también el nombre del conductor, el italiano Michael Northdufter. Así, la madeja empezó a desenredarse. El hombre había ingresado por primera vez a Bolivia el 9 de septiembre de 1980 mientras declaraba que su profesión era la de religioso. El CEIP conversó entonces con los hermanos Ramiro y Luis Argandoña, quienes habían conocido a Michael en las comunidades de base de la Iglesia católica. El rótulo de la teología de la liberación aparece con frecuencia.


En noviembre, las pistas dejadas llevaron a la policía a una casa en la ciudad de El Alto, donde Lonsdale había sido recluido semanas antes. De ese modo, el gobierno supo que los promotores de la campaña por “una Bolivia digna y soberana” eran también los secuestradores del industrial. El siguiente hallazgo fue una casa en Obrajes, a pocas cuadras de la casa de Capobianco, otro reguero de pistas.


La toma


La hora final acechaba. En el segundo piso de la casa de la calle Abdón Saavedra los miembros de la CNPZ celebraron una reunión intensa poco antes de la tragedia.


Según relata el emerretista Dante Llimaylla, al documentalista italiano Andreas Pichler, en aquella reunión se planteó la gravedad de la situación en la que se encontraba el colectivo guerrillero. “Enrique”, es decir, el fallecido Evaristo Salazar, no se había comunicado con ellos hace varias horas. Lo más probable era que la policía lo hubiese detenido. Así, el hombre que conocía su localización exacta podría estar siendo interrogado en esos momentos. La intervención policial era por tanto inminente.


Aquella noche, el italiano Michael Northdufter, un joven aspirante al sacerdocio que fungía como el “cerebro” de la organización, les propuso que quien quisiera abandonar la casa, lo hiciera de inmediato. Abría las puertas para toda deserción que no fuese la suya. Inés Paola Acasigüe Parada, 19 años, hermana de Julio, otro de los allí presentes, fue la primera en rechazar la invitación con una entereza que puso en jaque al resto. Paola describe la escena del siguiente modo: “En mi caso a mí me dijeron que me vaya, por lo que yo tenía mi hija, y yo no quise. Entonces si yo había hecho eso, de decir, no, me quedo, cuando les preguntan a los otros, un poco como que quedaron… no había más opción”. Al ver que la persona más vulnerable optaba por quedarse, los demás, con excepción de dos, habrían imitado su gesto. Imaginamos que horas antes de la toma, dos jóvenes dejaron el inmueble. Habían usado la oportunidad cedida por el grupo y podían refugiarse en la clandestinidad momentánea.


En el caso de Dante Llimaylla también primó el compromiso con lo obrado hasta ese momento. Él dijo en 2006: “De mí ya se había cumplido mi plazo, yo debía haberme ido al Perú. Me dijeron, compañero, usted ya se puede ir, mi responsable, el otro compañero peruano (“Enrique”), pero yo le dije, mira, no, los chicos necesitan ayuda, yo me quedo. Pero sabes el riesgo que estás corriendo, me dijo. Sí, riesgo siempre ha sido la vida, y en esa reunión también se hizo eso con todos los presentes”. Dante se dirigió entonces a los congregados: "¿Saben qué muchachos?… ya tenemos a la policía encima, entonces son dos cosas: o dejamos en libertad al secuestrado y nos vamos todos, o resistimos hasta el último. Dejarlo al secuestrado es asumir una derrota, quizás de la que nunca nos vamos a levantar. Hay que elegir”, conjeturó. Entonces decidieron retar a la muerte y esperaron a que ésta llegara junto a los primeros rayos del sol.


Paola le dijo a Andreas Pichler, que la entrevistó 16 años más tarde para su documental “El Camino del Guerrero”, que Michael Northdufter, 28 años, nacido en la provincia germano parlante de Italia conocida como Bolzano (Tirol del Sur), tenía miedo.: “Él sabía que era el primero que iba a morir cuando llegara la policía”. Su fotografía había sido difundida por el Ministerio del Interior y se lo acusaba de dirigir el grupo.


Paola agrega que la CNPZ no tenía “una cabeza”, “todos éramos iguales, pero de alguna manera siempre hay un líder”. “Él (Michael) era el que representaba, pero no porque se hubiera impuesto o porque nosotros le hubiéramos puesto un cargo, sino porque se dio, siempre en un grupo hay una persona que sobresale y en este caso era él”. El gobierno necesitaba desacreditar al grupo y la mejor forma de hacerlo era reprocharle tener en su conducción a un europeo.


El documental de Pichler es clave para entender por qué la familia demoró tanto en sellar un acuerdo económico con la CNPZ. Paola lo plantea sin titubeos: “(Lonsdale) tenía problemas con su familia. Entonces, como que les hemos hecho un favor, o sea, todo salió mal. A la familia se le hizo un favor, porque había problemas con los hijos por la cuestión de la herencia. El mismo Lonsdale dice: mi familia no va a pagar…”. Llimaylla lo ratifica: “representaba supuestamente a la transnacional Coca-Cola, entonces podía proveernos de fondos, pero él sabía que lo iban a matar, se ponía mal, se ponía a llorar”. La novela de Carvajal corrobora el dato cuando en boca de un guerrillero coloca la siguiente frase: “Estamos perdiendo el tiempo con su familia, parecería que no quieren verlo de retorno”.


Esa madrugada, Lonsdale y sus seis custodios se preparaban por igual. Dante describe la escena: “Las demás horas ya fueron tensas, nos distribuimos las responsabilidades, el primer piso lo llenamos de colchones, de papeles, colocamos cerca gasolina, colocamos en determinados lugares algunas municiones sin cargadores, se distribuyeron las pocas armas y esperamos”.


Los integrantes de la CNPZ tenían razón en advertir que la muerte les pisaba los talones Al amanecer de ese 5 de diciembre, el Ministro del Interior, Guillermo Capobianco, estaba ya ante las cámaras de televisión, el rostro compungido. Solemne, anuncia que la casa fue localizada y rodeada. Luego añade el saldo: los guerrilleros han acabado con su presa. Minutos después el Presidente de la República se hace responsable de todo. La Comisión que lleva su apellido yace aniquilada. Tres de los seis integrantes han muerto, los hermanos Acasigüe y el peruano Llimaylla quedan como testigos de esos estruendosos minutos.


Los cadáveres de Michael Northdufter, Osvaldo Espinoza Gemio y Luis Caballero Inclán aparecen destrozados, alineados para las fotos que horas más tarde exhibe la primera plana de “La Razón” cuya edición extraordinaria se esfuma en media hora. Las imágenes de un patio inundado de su sangre se repiten una y otra vez en la televisión. La fuerte ligazón entre el programa de crónica roja de Canal 4 (El Telepolicial) y los mandos medios de la policía permitió que las cámaras del reportero Edgar “Pato” Patiño estuvieran ahí junto a los primeros rayos del sol.


En la calle Abdón Saavedra, los vecinos arrebatados por los disparos, fueron testigos de la matanza. En el periódico “Hoy”, uno de ellos afirma haber escuchado a Luis Caballero gritar que dejen de disparar, porque ya estaban rodeados. Mientras los tres sobrevivientes corrían hacia la calle, los otros tres buscaron huir hacia la casa contigua. Ante la comisión de derechos humanos de la cámara de diputados, Llimaylla dijo en 1994: “si estamos aquí es gracias a las casualidades que se dan, por ejemplo, de la presencia del reportero de canal 4 y del señor diputado Lanza, porque de lo contrario creemos que hubiéramos sido aniquilados igual que nuestros compañeros”.


Gregorio Lanza, parlamentario de la Izquierda Unida (IU), llegó al lugar con la intención de negociar la entrega de los jóvenes y salvar vidas. Lanza junto a Rafael Puente, ex sacerdote jesuita, también diputado por la misma sigla, formaron parte de los primeros ensayos de organización de un frente guerrillero en la Bolivia de los años 80.


Puente reconoció en 2006 que conoció a Northdufter en el marco de la activación de la lucha armada. “Nos preparábamos para lo que en aquel momento creíamos iba a ser algo así como una guerra de liberación de Bolivia”, revela Puente en el documental de Andreas Pichler. El dato es central, debido a que el fallecido dirigente minero y ex senador Filemón Escóbar denunció al diario “La Razón” en 1991 que Puente había entrenado a la CNPZ y que era su Comandante. La declaración ocasionó que Escóbar fuera expulsado en 1992 de la Central Obrera Boliviana (COB) acusado de “delación”. Tiempo después, Puente y Escóbar se reconciliaron bajo las banderas del Movimiento al Socialismo (MAS).


Gregorio Lanza no pudo parar la matanza. La hipótesis es que Caballero, Espinoza y Northdufter fueron detenidos en la casa de al lado, obligados a reingresar, ascendidos al segundo piso y conminados a saltar mientras se les disparaba a quemarropa. Un simulacro de combate. Su caída se habría producido en el patio que las cámaras de canal 4 lograron captar desde un edificio cercano. El médico forense detalla que a Michael le dispararon con un arma de grueso calibre a un metro de distancia. Su rostro, totalmente desfigurado, lo corrobora.


En el documental, el peruano Llimaylla afirma que Lonsdale cayó abatido por las mismas balas: “Lo primero que hacen es poner un francotirador frente a la casa. Entonces, en cuanto comienza la refriega, de un tiro bajan la ventana, todo y cortina se viene abajo. Acto seguido le disparan a Lonsdale, a una parte del cuerpo le llega. Después entra gente de comando y lo aniquilan. Los demás chicos no sabían qué hacer. Yo salgo corriendo a la ventana, me fijo y había policías por todo lado, ya apuntando. Yo les digo ‘no salgan’, y los chicos se van por ahí. Los han agarrado vivos, los han acribillado y nosotros corrimos mejor suerte, porque también nos iban a matar”. En la novela policial, su autor asegura que Caballero y Espinoza dispararon contra Lonsdale por órdenes de Northdufter, quien después le habría dado el tiro de gracia. Carvajal lo imagina así, pero Llimaylla estuvo presente.


El coronel Linares ha tenido el tino de escribir su versión sobre la toma. Sostiene que Capobianco ordenó cercar la casa a fin de cerrarle el paso a cualquier fugitivo. “En compañía de Carlos Valverde Bravo (jefe de inteligencia del Ministerio del Interior) nos trasladamos al escenario de los hechos”, recuerda el ex jefe del CEIP. Ambos habían sido autorizados a ejecutar la operación de rescate de Lonsdale. La orden viene de dos autoridades civiles allí presentes, el Ministro Capobianco y el subsecretario Raúl Loayza. Ambos llegaron al lugar tras haber corrido varias cuadras ascendentes desde el edificio de la avenida Arce.


Linares asegura que quienes debieron llevar a cabo la acción eran los elementos del Grupo Especial de Seguridad (GES), sin embargo, por una razón que no explica, éstos no estaban presentes. “Habida cuenta de las circunstancias apremiantes, asumí la responsabilidad de actuar individualmente”, rememora Linares.


Acá, su relato sin cortes: “Toqué el timbre de la casa. Salió al encuentro una mujer de nacionalidad italiana, presuntamente miembro de una ONG, se especuló luego, ante lo cual me identifiqué con mi credencial. Le pregunté quiénes vivían en la casa, contestando ella que hace días varios individuos alquilaron el piso inferior. Dijo desconocer sus nombres. En ese instante los terroristas dispararon a mansalva. Reaccioné de forma oportuna cubriendo con mi cuerpo a la señora italiana hasta colocarla en un lugar seguro. Posteriormente, desde el segundo piso los conjurados lanzaron una granada de guerra limón, que explotó en los peldaños de la parte baja de las gradas, salvando nuestras vidas, solo fue herido en el rostro el oficial Ramírez Vera, que se hallaba al otro costado”.


Linares afirma que tras escuchar los disparos, sus subordinados obedecieron la orden de lanzar gases anti-disturbios hasta el lugar de donde salían las balas y fue lanzada la granada. En ese momento, los tres secuestradores que lograron salvar sus vidas habrían bajado a la planta baja. El Coronel afirma haberlos detenido personalmente para entregarlos a los funcionarios de inteligencia a cargo de Valverde.


Linares no se aparta del protagonismo en su narración: “En medio de un fuerte fuego cruzado desde y hacia la vivienda, traté de subir las gradas independientes y empinadas del departamento”. Por lo señalado, podemos deducir que Michael, Osvaldo y Luis respondían a la agresión desde las ventanas. Era la mitad del comando.


Linares prosigue: “Uno de ellos disparó con escopeta hacia mi persona. La descarga impactó en la parte alta de la puerta a medio metro de altura donde me encontraba. Por la cantidad de humo, producto de los gases lanzados, no pude identificar a la persona que disparó”. Linares, intrépido, sigue su ascenso solo. Ingresa a una de las habitaciones donde encuentra, asegura, “a una persona en posición sedente, apoyada en la catrera”. Era Lonsdale. El jefe del CEIP lo habría encontrado con vida: “La persona todavía mantenía la temperatura del cuerpo. Le tomé el pulso, sentí los latidos lentos de su corazón”. El coronel llevaba un radiotransmisor mediante el cual pidió auxilio de inmediato. Envuelto en una frazada, el secuestrado habría sido transportado rápidamente hacia la clínica policial, edificio situado más abajo, cerca de la plaza España. Su muerte habría sobrevenido en ese periplo.


¿Quién mató a Jorge Lonsdale? Linares entrega el nombre del supuesto asesino: Luis Caballero Inclan, uno de los integrantes de la CNPZ. Según el informe de la clínica, se habrían detectado dos orificios en el cuerpo del ingeniero fallecido, uno en la cara anterior del tórax y otro en la región temporal derecha, detrás de la oreja. El ex jefe del CEIP registra un rasgo del arma homicida: calibre 45, un tiro a medio metro del tórax y otro en la parte posterior del cuello.

“Con la satisfacción del deber cumplido, me retiré del lugar, solo, con dirección a mi oficina”, concluye Linares.


Como vemos, a pesar del paso del tiempo, la identidad de los asesinos del 5 de diciembre sigue sin esclarecer.

En “Memorias de un Militante” (2014), el ex ministro Capobianco se recuerda a sí mismo en franca caminata cuesta arriba desde su despacho hasta el inmueble cercado por 400 policías. Llevaba, dice, la siguiente orden presidencial: “ínstelos a la rendición, ministro, y si ésta no se produce, tome usted la residencia”. Con los primeros rayos del sol, el coronel Germán Linares recibió aquella instrucción. Capobianco corta el relato ahí. Luego parcela la escena del crimen en dos áreas. Linares habría comandado la toma del piso, Valverde, el jefe de inteligencia, la del techo. La revelación queda en suspenso. Solo nos queda deducir que mientras Linares no conseguía salvar la vida de Lonsdale, Valverde se habría hecho cargo de los tres secuestradores que terminaron desfigurados por las balas policiales.


El breve relato del ex ministro permite advertir un incumplimiento clave por parte de Linares o Valverde. Aquel “ínstelos a la redición” no fue aplicado. Linares diría, seguramente, que no hubo posibilidades de hacerlo, porque la CNPZ empezó con el tiroteo. Lo inverosímil de la narración del coronel es que las fuerzas del orden solo hayan lanzado gases disuasorios cuando uno de los guerrilleros le disparaba a Linares con una escopeta.


El aporte de Carvajal al análisis del caso resulta medular. En diciembre de1990, para todo lo concerniente al caso Lonsdale, la Policía boliviana había sido reemplazada por el CEIP. El ministro Capobianco, el embajador Robert Gelbard y el coronel Germán Linares eran los guionistas de esta trama. Jaquearon el trasvase guerrillero desde el Perú, pero al hacerlo, también lesionaron a fondo nuestra soberanía.


El rol de algunos jesuitas



Hasta antes de la publicación de los libros de Linares, quedaba claro que el viraje en la resolución catastrófica del caso se había producido con la detención del peruano Salazar en la noche del día 4. En su publicación, el ex jefe del CEIP se preocupa por poner un énfasis mayor en otros hallazgos que hasta ahora habían quedado en la penumbra. Un elemento clave fue la aparición de seis delatores. Se trataba de miembros de la CNPZ que decidieron cooperar con las autoridades a cambio de eludir una sentencia judicial. Al menos dos de ellos salieron de Bolivia en 1990.


Treinta años después, con un Linares jubilado y el caso prácticamente olvidado por la opinión pública boliviana, la revelación de estos nombres no pareciera poner en riesgo a estos colaboradores eficaces. De cualquier manera, ha sido el mismo Linares quien ha terminado identificándolos, rompiendo presumiblemente un acuerdo tomado con ellos en 1990.


Sin embargo, como veremos, el Coronel no es el único en denunciar delaciones.


Si bien los seis nombres ya son de dominio público, acá hemos preferido mantenerlos en reserva usando los principios de la ética periodística a los que el coronel no tuvo por qué subordinarse.


Linares menciona cinco. El sexto ha sido revelado por Marcelo Oliva Estofan. Éste último, una de las pocas personas que aún reivindica su pertenencia a la CNPZ, publicó en agosto de 2017, un artículo de homenaje a sus compañeros caídos. Su denuncia aparece en la revista “Migraña” de la Vicepresidencia del Estado. Todo indica que Oliva es militante del actual partido de gobierno por lo que tendría cierta holgura para levantar su dedo acusador. En el texto, el ex guerrillero cita a dos supuestos delatores: una mujer (por la cual cae “Enrique”) y al hijo de uno de los guerrilleros de Teoponte. La cercanía de este último con el fallecido Filemón Escóbar permite deducir que la revelación busca más bien hacer un ajuste de cuentas que es de interés exclusivo de algunos segmentos del MAS.


Linares agrega un elemento que ya fue señalado en 2014 por el ex ministro Capobianco: el papel jugado por miembros de la Iglesia católica en el caso. Varios sacerdotes habrían primero apuntalado la preparación de la CNPZ y luego intercedido con Capobianco para que los llamados informantes puedan salir de Bolivia a fin de quedar protegidos de cualquier represalia. La ex autoridad añade que algunas parroquias de la Iglesia Católica (¿Viacha?) cobijaron a la insurrecta CNPZ. Dato preciso: un cura destacado tuvo que ser repatriado por su orden religiosa para eludir una incriminación por su complicidad con los jóvenes.


El dato sorprende. Al parecer los curas alentaron a los chicos a organizarse e incursionar en la lucha armada y cuando vieron que la policía les pisaba los talones, intentaron salvar a la mayor parte intercediendo para llegar a un acuerdo de cooperación con las autoridades.


Linares cita a dos jesuitas: Enrique Oyzumi Maeda y Salvador Sanchíz (fallecido), ambos activos en el colegio San Calixto de La Paz. Ellos habrían intercedido a favor de los hermanos Rodríguez Candia para que se les entregue documentos a fin de que abandonen territorio nacional con dirección a España. A su vez, la liberación de ambos, uno maestro y el otro médico, habría sido tramitada por Alfonso Pedrajas Moreno (fallecido), otro sacerdote, en ese momento, director del Colegio Juan XXIII de Cochabamba.


Sin embargo, para Linares, el cura con mayor incidencia dentro de la organización guerrillera habría sido Pedro Sánchez, también español, quien a cargo del templo de La Exaltación en Obrajes habría prestado el sótano de la iglesia para las tareas organizativas iniciales. A su vez, el sacerdote diocesano Luis Morgan Casey de Viacha habría conocido al insurgente Luis Caballero Inclan cuando éste cooperaba en las misas haciendo de monaguillo. Allí también se habrían generado decisiones y acciones encubiertas.


Los hechos narrados hasta acá parecen completar las escenas de una Bolivia que en 1990 era parte marginal de la Guerra Fría.


Los actores son diversos y desconcertantes: militantes de un partido simpatizante del Che Guevara (el MIR), que se acababan de convertir en autoridades de un gobierno que compartían con sus ex adversarios de derecha; sacerdotes conectados con la juventud de la periferia urbana o semi rural y cultores de la llamada teología de la liberación; policías adiestrados en Estados Unidos y portadores de un anti comunismo militante, un embajador apellidado Gelbard irritado por la posibilidad de que la insurgencia guerrillera peruana se traslade a su vecino sureño y una familia de empresarios afligida por problemas internos que sufre por la desafortunada captura de uno de sus miembros.

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