Octubre o el valor de matar
El mes en curso es dueño de un especial ropaje. Octubre fue y es de un héroe, pero también, de un hombre común. Con lo primero me refiero al Che Guevara, con lo segundo, a Hernán Siles Zuazo. Los dos marcaron a fondo los octubres bolivianos. Hace 53 años, un día como hoy, el primero fue capturado herido por un grupo de soldados al mando de un capitán; hace 38, el segundo abrió los portones de la democracia, esos que solo unos pocos se atrevieron a entrecerrar, sin lograrlo. El legado del primero son miles de palabras y afiches, puro papel; el del segundo, ahí está, ahí perdura. Ninguno será olvidado fácilmente, pero, al menos en estos textos, Don Hernán quedará siempre como mi predilecto.
Y da la casualidad de que en diez días, el hombre que dijo que no tenía el valor de matar, podría alcanzar la meta de entreabrir esos portones descuidados por los seguidores del Che. A ver qué pasa ese domingo estrellado.
Vayamos esta vez por el itinerario del héroe, la siguiente semana, por el del hombre común y cuando ya sepamos el resultado del 18, por aquel que no tuvo, tiene ni tendrá el valor de matar. Todo por orden. Habrá un cuarto retrato, pero ese será sorpresa.
Las cosas claras, desde la partida. El Che Guevara llegó a Bolivia por primera vez como un mochilero, pero regresó en 1966 convertido en un funcionario del estado cubano. El dato reconfigura por completo aquel epilogo poco glorioso de su trayectoria personal. Cuando mostró su pasaporte falso de la República Oriental del Uruguay en el aeropuerto de El Alto, entraba como jefe de tropa, no como un combatiente raso. Por ello, 16 de sus 46 guerrilleros eran militares cubanos.
Como hombre de Estado, el Che obedecía al manual de geopolítica redactado en La Habana. Es falso que haya venido como un internacionalista dispuesto a regar con su sangre el suelo en el que lo enterraron. Vino a imponer, no a convencer. Su estrategia respondía al dictado de crear “uno, dos, tres Vietnams”; no a liberar a Bolivia de sus opresores, sino a incendiar la pradera para que la cordillera de Los Andes se transforme en una nueva Sierra Maestra, que le queme las plantas de los pies a los estadounidenses. El Che puso a Bolivia en el tablero de la Guerra Fría, no en el escenario de la profundización de la Revolución Nacional, detonada por Siles Zuazo en 1952.
En consecuencia, el Che engañó y traicionó al Partido Comunista de Bolivia (PCB). Organizó su guerrilla a espaldas de esa fuerza trabajosamente organizada desde 1952 y recibió a Mario Monje en un campamento montado a escondidas, para pedirle disculpas por no haberle dicho antes cuáles eran sus planes. Peor aún, el Che se traicionó a sí mismo. En 1960 escribió lo que sigue: “Donde un gobierno haya subido al poder por alguna forma de consulta popular, fraudulenta o no, y se mantenga al menos en apariencia la legalidad constitucional, el brote guerrillero es imposible de producir por no haberse agotado las posibilidades de la lucha cívica”. Meses antes de que el Che se dejara crecer la barba nuevamente, Barrientos había ganado unas elecciones, en las que el PCB competía sin rubores. Cuán grande habrá sido el temor de Monje ante la figura arrogante de Guevara, que no se atrevió a leerle esta cita aquel último día de diciembre de 1966.
El héroe vino a Bolivia a disparar porfiadamente, no a montar una academia guerrillera para graduar combatientes latinoamericanos. Eso ya era Cuba y no hacía falta una sucursal en Ñancahuazú. De no ser así, no habría tomado la iniciativa en el combate, es decir, no habría consentido la emboscada del 23 de marzo. Ese día empezó a suicidarse, ese día perdió toda opción de reclutar aunque sea a un solo campesino de la zona.
¿Por qué obró con tal premura? Aquel inicio del fuego es uno de los misterios más grandes. Si el Che no desataba el conflicto, hubiese podido huir a la Argentina, confundirse entre la gente o nadar sereno en los ríos. Eligió matar. Creo que lo hizo porque ya era héroe, precisamente. Estaba escribiendo ante su público uno de los anales de la lucha revolucionaria. Por eso los guerrilleros gustan de escribir diarios, para que nadie los subestime o ignore. Es su ingrediente narciso.
Entonces a Guevara le costaba mucho vivir huyendo, así estuviera cercado. Por eso, se puso jubiloso a recolectar emboscadas, seguro de que así ganaba en narrativa épica. Sí pues, con los héroes no se puede. Cuando mejor lo estaban haciendo para pasar desapercibidos, el imán de la fama los termina delatando.