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Vuelta de hoja o algunas precisiones sobre "La Razón"


Eduardo Chávez Ballón


Tras 16 años ininterrumpidos cierro –más bien me cierran– un ciclo en La Razón. Tuve un primer paso de ocho años por el periódico, de 1991 a 1999, y tras un paréntesis volví en 2004, el 12 de julio. La cuarentena por la pandemia de Covid-19 es el telón de fondo y la coartada para la explosión de la crisis que la empresa que gestiona La Razón arrastra al menos desde 2015. Pues los empresarios que adquirieron el total del paquete accionario en 2010 vivieron una prolongada luna de miel que dejó un tufo a diario oficialista, hecho que se refleja en las portadas que son de responsabilidad de las omnipotentes “jefaturas”.


Se hace difícil escribir en primera persona, más aún cuando el periodismo exige hacerlo en tercera persona para tomar distancia de los hechos y así reflejar la noticia con el rigor necesario. No voy a blandir la objetividad pues el trabajo de un periodista es aportar a la sociedad las perspectivas que ofrecen las fuentes informativas. Tras algo más de 30 años de ejercer el periodismo, los últimos 16 sin interrupciones, mi posición cambia y no es un medio de comunicación el que me respalda, sino mi experiencia y la necesidad de dar vuelta la página, pero no en silencio, menos con resignación. Considero necesario hacer algunas puntualizaciones, pues es imprescindible precisar que no fue el coronavirus el que desencadenó la crisis que se refleja en renuncias bajo los términos de la empresa (“desvinculaciones”) y en la masacre blanca vía Zoom. El problema en La Razón es el resultado de la mala gestión no solo gerencial, sino también periodística y de relaciones humanas.


El dentista


El cambio de propietario empezó mal por la falta de transparencia, pues el nombre del dueño era el secreto mejor guardado en el galpón de Auquisamaña, pero a la vez era el más comentado en círculos periodísticos y políticos, y ante la pregunta para confirmar o rechazar versiones las respuestas oscilaban entre el silencio y la ambigüedad, hasta que surgió el nombre del empresario Carlos Gill, un dentista que fue presentado como un millonario venezolano con raíces paraguayas que tenía inversiones en varios países de la región.


En el nuevo proceso hubo dos personas en la dirección, una que no duró ni un año y la actual. No había pasado un minuto de su presentación para que la directora lanzara la frase: “el que sabe, sabe y el que no sabe es directora” –la entonces subdirectora se encargó de recordárnosla hace poco en el Facebook­–. El tiempo convirtió esa expresión coloquial en el axioma jurídico que reza: A confesión de parte relevo de prueba. Los resultados están ahí, de ser el periódico más influyente del país y referente en el contexto internacional, ahora está desmantelado, languideciendo. En su intento de derrochar simpatía, la directora no dudaba de hacer referencias chespirianas o papirrianas incluso en reuniones formales, tras las cuales ejecutivos, empresarios y hasta diplomáticos preguntaban, con una dosis de ironía, si esos eran los referentes intelectuales de la cabeza del periódico, esto puede ser anecdótico, pero demuestra que el Chavo, el Chapulín y la metafísica popular pueden servir, pero no son suficientes para dirigir un periódico, sin embargo, fiel a esas corrientes de pensamiento aplicó la política de “los que quieren irse, bienvenidos”.


Los gerentes


Así se gestionó la dirección y la gerencia no fue diferente, aunque menos pintoresca, pues los nuevos dueños pusieron en el cargo a cuatro responsables que en ningún caso dieron resultados positivos. Al menos dos de ellos no solo fueron parte del directorio de La Razón, también lo fueron del estatal Banco de Desarrollo Productivo (BDP).


Las preocupaciones del primero fueron crear instructivos para definir qué atuendos se deberían usar en determinados días y difundir comunicados internos de cómo responder el teléfono. El segundo llegó con el cartel de enfant terrible de la administración y se marchó con sombras de mala gestión, especialmente en la construcción del nuevo galpón. Como queriendo mostrar una senda más periodística, el tercero llegó con la promesa de atender a sus audiencias para evitar la crisis; nunca nos dijo cuáles eran esas “sus audiencias”. En todo caso no eran ni lectores ni anunciantes porque estos, a través de diferentes canales, hacían saber su descontento con la línea informativa oficialista del periódico y nunca se hizo nada para cambiarla o al menos simular independencia; sin rubor anunció que en la nueva construcción se detectó un sobreprecio de un millón de bolivianos, ¿para que eso suceda cuánto habrán facturado los responsables de la obra?, nunca se habló de un proceso para recuperar ese dinero que según los ejecutivos casi era una planilla. Finalmente llegó quien cierra esta crisis, fue presentado como experto en conflictos, no se nos dijo si esa expertise se refería a resolverlos o generarlos. El tiempo ensaya una respuesta.


Y si así andaban dirección y gerencia, la redacción tenía una espalda periodística bastante amplia para resistir el apelativo de diario oficialista y disimular la falta de capacidad y de compromiso de quienes se hicieron cargo, pues tenían diferentes intereses, desde la aplicación de un sistema que no dio frutos, pasando la afición por fotografiar atardeceres paceños, hasta la preocupación de qué habrá para la merienda de media mañana y el menú del día. En todo caso, ya no escucharé cosas como que las que me comentó uno de estos jefes –casi a manera de confesión, cuando coincidimos en el aeropuerto cruceño– que tras dejar el cargo sintió el alivio de ya no tener que reportar los titulares de la tapa del periódico al Ministerio de Comunicaciones para que dé luz verde a su publicación; tampoco las altisonantes invitaciones de otro de los jefes a las periodistas para ir a tomar un café, con la innecesaria aclaración de que se trataba de una invitación a salir y no al motel, ni tendré que perseguir a otro de los jefes acostumbrado a dar la espalda e ignorar a quién le hacía una consulta, de trabajo, por supuesto. Dejaré de hacer esfuerzos para evitar ser calificado de cojudo o gran puta por otro de los elegidos para conducir la redacción, quien usaba esas expresiones cuando se incumplía el horario o no estaba de acuerdo con alguno de sus colegas. Tampoco estaré sometido al sistema CHE-VE-RE que aplicaron, consistente en que ante una consulta o dilema de trabajo la respuesta era: chequéalo, velo y resolvelo, así, entre humor y resignación, nació en los pasillos el nombre de ese sistema de trabajo.


Todos esos hechos y algunas malas actitudes no pueden ni deben ser consideradas como anécdotas pues son parte de la crisis, porque reflejan las malas relaciones humanas que fueron minando el ambiente laboral en La Razón, hechos que fueron manifestados en varias oportunidades. Un gerente que pese a su mediana estatura miraba sobre el hombro al resto de los trabajadores, sin siquiera responder el saludo, jefes que maltrataban al personal o que simplemente lo ignoraban. Por eso en 2017 fueron declaradas personas no gratas el gerente de entonces y uno de los responsables de la redacción, además de pedir en un pronunciamiento público una apertura de diálogo y mayor interacción con la dirección. Se llegó a un “solución” con la intervención de un venezolano enviado por el dueño, un miembro del directorio. Pese a las promesas de cambio, se encaró una etapa de convergencia sin que hasta la fecha se explique el concepto en términos periodísticos, y aunque aseguraron que se trataba de “una tendencia mundial” nunca la reflejaron en las acciones asumidas. Para llevar adelante esos planes se creó una instancia omnipotente: “las jefaturas” y usando esa expresión se justificaba todo, principalmente la orientación de las portadas, tal vez la convergencia iba más allá de los límites y competencias del periódico.


La crisis


Así los periodistas tenían un margen de acción que se estrechaba cada vez más. El punto de quiebre fueron las elecciones de octubre de 2019. En los prolegómenos los comentarios a sotovoce fueron subiendo de tono, llegaron a las asambleas de trabajadores y se pidió un ejercicio periodístico más equilibrado. La actitud de rechazo de los comandantes de las “jefaturas”, con algunas ironías de por medio, derivaron en nuevas declaraciones de personas no gratas y pedidos de renuncia de algunos jefes y de la directora, clamor que no fue escuchado y que se fue diluyendo, porque paralelamente empezaron a incumplir con los pagos de salarios y de bonos de transporte. Ya no se respetaban las fechas establecidas en los acuerdos obrero patronales y la respuesta era muy sencilla: “no hay plata”. Sin embargo, tampoco se veían acciones para superar esta carencia, incluso en asambleas de trabajadores se acordó negociar la mentada “reingeniería”, con la reducción de personal, pero cumpliendo con lo establecido por la ley. No se tomó en cuenta esa propuesta.

En ese contexto, llegó la crisis de octubre y noviembre. Y fueros unas malhadadas ilustraciones y un editorial los que activaron el quiebre de lo que hasta en ese momento se consideraba “la familia” de La Razón, pues la directora y el dueño decían que el tercer apellido de cada uno de los trabajadores era La Razón. No hubo debate sobre que las consecuencias de lo que se escribe y se publica en un diario son responsabilidad de la dirección, pero también afectan a los periodistas que día a día cumplen su labor fuera del periódico y esas piezas periodísticas provocaron el rechazo de los lectores y de algunos sectores sociales que no dudaron en agredir a reporteros y fotógrafos del diario. Para evitarlo, y así señala un comunicado publicado, desde la redacción manifestamos desacuerdo, y tal como exigía la dirección, con la aclaración de que eran más de 40 periodistas los que expresaron su desacuerdo con la abstención de cuatro, querían mostrar que la redacción estaba dividida. Esta manifestación de periodistas y fotógrafos en ningún momento sugirió censura, ejercimos el derecho a opinar, a disentir, y fue malentendida por el responsable de los dibujos y capitalizada por la dirección y las “jefaturas” para marcar distancias, pues en un subeditorial en defensa del “amigo y artista” se asumió que hubo censura de parte de la redacción y, adicionalmente, de contraponer la posición de los empleados de La Razón con una carta firmada por columnistas colaboradores del periódico. Desde ese momento quedó claro que para la directora de La Razón, el arte se imponía al trabajo periodístico y que un artista tenía más valor que el personal que día a día se encargaba de hacer el periódico. En una “discusión” sobre el tema se nos dijo que con el alejamiento del artista se le estaba “privando” de sustento a una persona que tiene familia –y qué de los 150 trabajadores que la dirección y la gerencia echaron hace poco a la calle bajo el manto de acuerdos, desvinculaciones ilegales, cuando se trató de una despiadada masacre blanca­–, tal vez no era necesario tomar partido, y menos públicamente, en esa crisis interna. Esa historia se nutrió con el tráfico/filtración de mensajes de WhatsApp y hasta amenazas a quien sugirió retirar una ilustración del artista de las cuentas oficiales de La Razón, dadas las peligrosas reacciones generadas.


Así, tensión periodística y crisis económica por la falta de pago de sueldos planteaban una difícil convivencia, porque ni se hacía caso a las observaciones profesionales ni se atendía a las demandas y necesidades laborales. Ya a principio de 2019 se pagaba por porcentajes y cuando “había platita”. Entre octubre y diciembre el retraso en salarios ya era de un mes y en los bonos llegaba a 10 meses, lo que generó el descontento de los trabajadores y desencadenó en un paro de 24 horas que aunque no fue total, hubo disidencia, obligó al dueño a contactarse, primero, con el sindicato y después con todo el personal.


Antes de ambos encuentros hubo algunos cambios y se incrementó la plantilla de jefaturas y gerencia, a la que que se sumó un empleado que no disimulaba su simpatía con el anterior gobierno, de hecho trabajo para él, y que en una asamblea ante el dueño aseguró que en cuatro meses que él llevaba en la empresa tenía la experiencia necesaria en el área de ventas, al extremo de asumir la responsabilidad de conseguir recursos para el pago de sueldos; el tiempo dio cuenta de su eficiencia. Otra de las adquisiciones fue un gerente de recursos humanos, pese a que esa sección –como la comercial en su momento o la de redacción de editoriales– estaba tercerizada. El nuevo funcionario no dudo en hacer saber que está muy bien relacionado con gente del Ministerio de Trabajo y que cualquier proceso legal que fueran a asumir los trabajadores era totalmente insulso, porque él tenía todo bajo control. Sin ruborizarse manifestaba que todo abogado, especialmente laboralista, puede revisar su posición y compromiso con su cliente a la hora de una eventual acción judicial. Espero no sea cierto y que el silencio del Ministro de Trabajo sea por el afán de la pandemia.


Del encuentro virtual que sostuvo el dueño del periódico con una masiva asamblea de trabajadores, el 16 de enero –con el preámbulo de una entrevista que ofreció el señor Gill a Carlos Valverde, además de las cosas que repitió hace algunos días y que ya fueron reflejadas públicamente– haré referencia a dos. La primera es que él aseguró que emprende negocios en varios países y que –palabras más, palabras menos– nunca hace uno en el que la suma no sea dos más dos son cuatro. Pues en La Razón la suma dos más dos dio menos 150 personas que quedaron sin trabajo con las consecuencias familiares y sociales que eso implica. La otra es que, más de una vez, dijo que no habría despidos en ninguna de las empresas que gestiona en Bolivia. Otra vez esperemos las señales en el tiempo.


No puedo dejar pasara su comentario, casi reproche, respecto a que los empleados de su diario no lo habían defendido de las acusaciones que le hacen en círculos políticos, esto pese a las aclaraciones de que él nunca se involucró en la administración ni en la gestión periodística. Tal vez debería haberlo hecho para evitar la debacle, pero siguió por sus fueros y pidió a los trabajadores que no planteen problemas, sino soluciones y pidió a sus ejecutivos que inicien un proceso para escuchar las ideas y propuestas del personal para salir de la crisis. Nunca convocaron al equipo en el que trabajaba para que opinemos al respecto.


25 años


Tras estos hechos que considero deben ser conocidos, no se trata de reclamar la fuente de empleo, sino de exigir justicia. Los periodistas escribimos casi siempre noticias sobre los excesos del poder y en esta oportunidad me permito reflejar mi experiencia, pues si bien se enarbola la dignidad como uno de los valores del ser humano, a veces la vida nos doblega y nos arrastra a hacer concesiones. Pero no todos los días pone a prueba nuestra dignidad, llegó el momento de mantenerla firme para reclamar lo que considero que logré con mi trabajo diario. Y si algún día uno de los jefes me sugirió sumarme al proceso, hoy como entonces mi respuesta es firme y clara: en los casi 25 años que estuve no solo me sumé al proceso, sino que tuve la suerte de ser uno de los periodistas que más lo conocía, desde la cobertura en la calle para conseguir la noticia, redactarla, editarla, ponerla en página y elegir las fotos hasta mandarla a impresión –más de una vez salí con el periódico bajo el brazo, aun oliendo a tinta fresca–. Claro que la sugerencia no se refería a ese proceso, pero mi respuesta fue profesional. Recorrí el periódico en todas sus áreas de cobertura y me preocupé por conocer todos los espacios de trabajo para ver cómo se hacía el diario más allá de la redacción. Desde un aprendiz de periodista dirigido por maestros como Jorge Canelas, Mario Frías o José Luis Roca llegué a ser editor de las secciones de Mundo, Seguridad, Política, Sociedad, Opinión y de las revistas Marcas y Escape, además de la edición digital, sin rechazar la oportunidad de trabajar en las secciones de Cultura y Ciudades, además de la revista Mía. Mi última función fue la editor de productos comerciales y suplementos especiales. En ningún caso medí mi esfuerzo para hacer el mejor periódico, pese a las adversidades y sin dejar de cometer errores, propios del oficio, pero que me hicieron crecer antes que bajar los brazos.


Es más, en los dos últimos años se me encomendó también guiar las visitas que estudiantes de colegio y de universidades hacían al galpón, también disfrute la experiencia de saber qué pensaban niños y jóvenes del periodismo y de despejar sus dudas de cómo se hacía La Razón.


Si esa práctica profesional no tuvo una dosis de compromiso lamento haberme equivocado, pero al final del día también debó reclamar por mis derechos y defender con dignidad el trabajo diario que he realizado, más aún cuando deciden ponerme en la calle como el corolario de un plan en el que poco a poco pusieron a los trabajadores en punto caramelo, con una deuda que acumula tres meses de salario, 16 bonos de transporte y la exigencia de que firme mi “renuncia voluntaria” para que me den un porcentaje de lo que se me adeuda y me paguen el resto en 24 cuotas mensuales, sin desahucio y con el riego de que en algún momento y fieles a su estilo me digan “no hay platita, qué quieres que hagamos”. Esto lo considero inaceptable, porque está totalmente al margen de la ley, pese a que tanto el dueño como la directora aseguran que encararon las “desvinculaciones” –una masacre blanca en los hechos– en estricto cumplimiento de las normas, aún no sé cuáles. Todo lo dicho por los ejecutivos y por el dueño queda en enunciados, pues las acciones y la gestión que hizo Carlos Gill en la empresa confirman su formación profesional de dentista, porque si así maneja una empresa a más de uno nos deja con la boca abierta.

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