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Carlos Gill, textual: "Tenemos un problema moral"


Cuando el dentista Carlos Gill Ramírez adquirió en Barcelona el 99% de las acciones del diario “La Razón” de La Paz, no sabía que se aproximaba vertiginosamente a un país en el que los millonarios gozan de una infame reputación. En Bolivia son estatuas con pies de barro. Le pasó a Simón I. Patiño, luego a Sánchez de Lozada o a Doria Medina y aunque hay trovadores y columnistas que se ponen incondicionalmente a su servicio e incluso escriben o cantan sus biografías, al final suele predominar la sospecha y luego la condena social.


“Ustedes saben que yo no me meto”, repite el empresario de las tres nacionalidades desde una pantalla ante sus trabajadores reunidos en La Paz. Les recuerda una y diez veces que él nunca los ha instado a que escriban en uno u otro sentido (“que crucen a la derecha o crucen a la izquierda”), que jamás les ha pedido “que salgan a defenderlo”. Y entonces los periodistas, diseñadores, fotógrafos, trabajadores gráficos o chóferes sencillamente callan. Gill insiste: “Yo no puedo hablar, pero ustedes sí, ustedes tienen la tinta y el papel”. Silencio.


Solo Claudia Benavente, la directora que él designó en 2010, está dispuesta a todo: “Yo me voy donde tú me necesites, yo no voy a renunciar nunca al apoyo a Carlos Gill, porque él ha confiado en mí casi diez años, si es necesario lo acompaño a la fiscalía”. El homenajeado acababa de decir que si la Justicia boliviana lo cita, irá.


Al percibir la postura solitaria de la única persona del recinto, cuyo nombre recuerda bien, Gill entiende que la disposición laboral a considerarlo un “padre” o al menos un “amigo” es casi nula en la sala. Decir que “todos somos una familia”, que “todos” llevamos el apellido de “La Razón” o aludir al mismo techo no le ha servido de nada entre sus asalariados. Entonces, al fin, parece comprender y elabora una frase que, a estas alturas del conflicto, es lapidaria para él mismo: “Tenemos un problema moral”.


(“Periódico masista… periódico masista”, es el murmullo que salta de labios a oreja y aunque él a la distancia no lo pueda escuchar, quizás alcance a leerlo por los gestos de los congregados).


La video conferencia


En enero de este año, Carlos Gill, el dueño de “La Razón”, nacido en Paraguay, crecido y enriquecido en Venezuela, con residencias alternas en Miami, Madrid o La Romana, aceptó conversar con sus trabajadores de Auquisamaña. Lo hizo por video conferencia. El día 16 del mismo mes, aceptó una reunión similar, pero esta vez a solas con los dirigentes del sindicato. Dicha conversación culminó cuando Gill miró su reloj para percatarse que para él y su esposa ya era la una de la mañana. Una grabadora registra las dos largas sesiones en virtud de lo cual contamos acá con casi 4 horas de Gill textual. Lo anterior era apenas un aperitivo para el lector.


Seis meses más tarde vendría el hachazo, la masacre blanca. Ambos encuentros terminarían siendo los últimos entre la patronal y los trabajadores, una maniobra para distraer, simular o ganar tiempo para afilar el hacha. Tras el golpe, el diario quedó con menos de cien trabajadores, donde hubo más de 300.


Motivos de la crisis


La crisis de “La Razón” estalló en enero de este 2020. A menos de dos meses de la salida de Evo Morales con rumbo a México, el diario ya no tenía solvencia para pagar salarios. Sin embargo la detonación se venía gestando desde antes. Así por ejemplo, los bonos de transporte ya eran una deuda acumulada de nueve meses. Esa falta puso en alerta al sindicato que logró ejecutar un paro y hacer visible su molestia. Gill califica aquella tímida resistencia laboral como “un auto-gol”. De los bonos devengados, el magnate no sabía nada: “Yo pensaba que a ustedes los recogían y llevaban en buses”.


Sin que aún nadie se lo haya señalado, el empresario comienza su alocución con una frase que repite de memoria: “mientras más lejos está el dueño del medio, mejor para el medio”. A esta saga pertenecen más oraciones, recitadas casi como un mantra: “Yo no me meto en la parte editorial ni administrativa, no tengo tiempo. Nunca me he metido. Nunca les he dicho qué publicar. Nadie les ha dicho a ustedes que salgan a defenderme. No lo pido, no lo reclamo. Incluso he permitido que saquen noticias en mi contra, para que vean que no me meto. Ni uno de ustedes me ha defendido. Nadie ha dicho nada, ni ustedes ni yo. Lo que hemos hecho es aguantar y aguantar las infamias. Ustedes sí pueden hablar, ustedes sí pueden defender su apellido. Yo no puedo porque así me lo recomiendan mis abogados. Nunca en mi vida había estado ante ningún tribunal. Por eso no he podido hablar. Ellos son inclementes, ya llevamos 33 días de ataques, no sé qué pasará, si presentarán las pruebas o se cansarán. Me hacen responsable de proyectos con los que no tengo nada que ver”.


Rubén Atahuichi, uno de los editores, es el único que se hace eco de lo afirmado por Gill: “Recuerdo bien la primera vez que nos reunimos con usted don Carlos en la oficina de Claudia. No me olvido de lo que nos dijo aquella vez: ustedes hagan periodismo que yo he venido a hacer negocios”. Cada quien interpreta la cita de acuerdo a su prisma de experiencias vividas. En la sala reina la suspicacia. Nadie aplaude a Atahuichi, menos a Benavente. Los aplausos estallan al escuchar la voz de Guada, la líder valiente del sindicato, o cuando Jorge Soruco, de la sección Cultura, dice con arrojo que el paro no lo decidió una cúpula, sino todos en asamblea a mano alzada. Jorge es el hijo de Juan Cristóbal, quien fue director del diario en los años 90. Lleva el periodismo en las venas.


Gill está desamparado. Pesan los años de ausencia, de distancia y manejo desprolijo y a control remoto. Los trabajadores refutan y desmantelan su victimización con argumentos muy simples. Le dicen que sobre “La Razón” pesa el estigma irrefutable de que se puso al servicio informativo y editorial del MAS. El empresario apenas intenta contradecir. Narra que desde octubre pasado, él ha empezado a contar en la portada cuántas notas son favorables a Evo y cuántas no, y que al final percibe un equilibrio. Poco o nada de rigor, claro... Contar tres meses tras el derrocamiento de su socio y olvidar diez años de luna de miel con la plaza Murillo no parece nada científico.


Al reconocer el escepticismo de los que lo oyen, mejor les echa la culpa: “¿Qué si el periódico es del MAS?, ¿los otros periódicos de quién son? La personalidad del periódico la hacen ustedes, no yo, más libre que “La Razón” no existe”.


De esa forma, Gill se deslinda por completo del llamado “problema moral”. Si “La Razón” es masista, ustedes tienen la culpa, parece insinuar. Ahora demuestren lo contrario, parece invitar. Lo que nadie sabía hasta ese momento, excepto él, Benavente y quizás Atahuichi, es con quiénes organizó Gill las instancias de decisión del diario, a quiénes convoco para su directorio y cuántos negocios hizo con el Estado Plurinacional. En la reunión no se pronuncian las palabras esenciales: teleférico, radares, plantas de regasificación, millones acá y allá.


Numeritos cantan


¿Por qué la quiebra? En su video conferencia, Gill esgrime un gran argumento: cuatro años atrás, en 2016, el gobierno descubrió una deuda tributaria en los balances del diario. El monto ascendía a 70 millones de bolivianos. El periódico impugnó la cifra con sus abogados. Según Gill era un pasivo heredado de la época en que “La Razón” era propiedad de Raúl Garafulic Gutiérrez. Tras una apelación judicial, el monto se redujo a 40 millones. Después vino un “perdonazo” y la carga cayó a 19 millones de los cuales ya solo faltaría ajustar un plan de pagos para un saldo de 4 millones 700 mil. “Seguimos pagando”, se lamenta Benavente.


Entre esas quejas con las que Gill busca demostrar que también el MAS lo ha maltratado, sale a relucir una cifra: “Esta empresa factura al año 50 millones y pico (de bolivianos)”. Luego viene la mención a la crisis actual: “Entre diciembre de 2019 y enero de 2020, nuestra facturación ha caído en un 26%”. Covid 19 aún eran una palabra y un número desconocidos.


Dos problemas


Los dos pilares de su argumentación ya están en pie. Gill habla de dos problemas, uno moral y otro económico. Al respecto propone dos “reingenierías”, una moral y otra física o económica. Lo sabemos todo.


La primera consiste en que los periodistas del diario salgan al llano a defenderlo, porque “él no puede”. La segunda se inicia con el achicamiento del personal, léase “masacre blanca”. De ésta última, sin embargo, Gill no dice nada. Se limita a pedir soluciones a los distintos departamentos de la empresa, los invita a dialogar entre todos y a exhalar humo blanco. “Yo no vivo de la empresa, si no reestructuramos, perdemos todos el trabajo. Me están quitando las ganas, en ningún país me han tratado así. Desde 2015 que he puesto de mi dinero para enfrentar la crisis, yo no estoy aquí para perder plata, pero sigo. No sé cuánto voy a aguantar. En estos diez años yo no he tomado ni un centavo de la empresa”. Esas, sus palabras que caen sobre las espaldas de los trabajadores. En las manos de ellos están la reingeniería moral y la económica. La idea es que primero lo defiendan y después firmen su carta de “desvinculación”. Gill solo prende o apaga la computadora.


Culpables


¿Quién debe rendir cuentas por la quiebra? Los trabajadores de “La Razón” votaron por un nombre: Claudia Benavente. Pidieron su renuncia en enero. Sus críticas tienen dos vertientes: mal manejo administrativo y periodístico.


Gill la defiende en sus intervenciones, aunque reconoce que puede tener problemas que deben ser resueltos. “No es el momento de retirar a nadie”, llega a decir sobre ella. La masacre blanca operada por Benavente el primero de julio lanzó al basurero tal afirmación. Pero Gill igual lo prometió en enero: “Le diré a Claudia que cambie, si no cambia, será igual que Pablo” (se refiere a Pablo Rossell, gerente de “La Razón” que tuvo que renunciar en 2017 tras ser declarado persona no grata por el sindicato).


En otro momento, Gill pide comprensión para su directora: “ella tiene sus virtudes y sus errores, como todos, y les digo que está sufriendo cada día, puedo mostrarles nuestro chat, todos los días debe resolver problemas, yo diría que usa más tiempo en eso que en dirigir el periódico”.


Gill prefiere otro nombre para depositar culpas: Raúl Garafulic Lehm, al que califica de “cabecilla” de la campaña en contra de “La Razón”. El nombrado es el presidente del directorio de Página Siete, el medio impreso de la competencia. Gill expone su resentimiento, recuerda que alguna vez le imprimió el periódico a Garafulic: “Y así nos paga”, refunfuña. Luego lamenta que Bancosol haya cancelado su contrato publicitario con Auquisamaña y se haya mudado al diario de Achumani. El asunto acaba reducido a una pugna por clientes. No lo es.


Los gerentes


Los trabajadores le piden a Gill que opine sobre el desempeño de los últimos gerentes: Pablo Rossell (2015-2017) y Armando Ortuño (2017-2019). Queda marcada su desorientación persistente. Al primero le reprocha tener lo que luego añora en el segundo.


De Rossell dice que tiene “un carácter difícil, fuerte, que a veces se entiende como maltrato”. “Yo pedí que lo cambiáramos y fue cambiado”, celebra. A Ortuño lo califica como “un caballero, con alma de familia y mucha educación”. Que renunciara, habría sido una sorpresa para él. “No estaba preparado, no tenía carácter para aguantar una crisis, hasta le daba vergüenza lo que sucedía, me pedía disculpas a nombre de los bolivianos”, rememora.


¿Perdón?, ¿si Rossell tenía lo que a Ortuño le faltaba para encarar el mal momento, por qué pidió que lo cambiaran? Nada en el discurso de Gill refleja control sobre la empresa. Sus decisiones son erráticas, ceñidas a la dinámica del conflicto. Es claro que él es “solamente” el dueño, no el gerente.


Fuera Al-azar


El ejemplo más evidente de lo hallado es la postura de Gill sobre la situación del artista plástico Alejandro Salazar. Encargado de las mejores caricaturas del diario, Al-azar terminó renunciando a su labor a fines de 2019, mientras Benavente, algunos columnistas y varias voces notables de la cultura deploraban una supuesta censura. La situación derivó en una condena social a la redacción del periódico que pidió retirar una de las caricaturas de Salazar reproducida en el Facebook. El dibujo mostraba al gobierno de Jeanine Añez como partidario del nazismo e incluía una esvástica para mejor comprensión del mensaje (dibujo). Una avalancha de enojo ciudadano se volcó sobre el dibujante. Los periodistas del diario solo querían contener la furia, porque sabían que serían ellos y no Salazar, quien cargaría con las consecuencias de la polarización política en las calles. Benavente se solidarizó con la caricatura, no con sus colegas.


En su cuenta de Twitter, el ex presidente Evo Morales, desde Buenos Aires, hizo una curiosa interpretación del hecho: "El gobierno de facto en #Bolivia censura a Alejandro Salazar (Al-Azar), caricaturista del periódico @LaRazon_Bolivia".


Carlos Gill se refiere al tema en la video conferencia: “Yo dije, saquen a ese señor, no entiende, ya son tres veces. Entendí que eso no era lo que Bolivia necesitaba en ese momento y ahora el caricaturista no está”. Al-azar no fue echado por Gill ni por nadie. Él mismo renunció. A Gill le explicaron que la caricatura es sagrada, igual que una opinión, no puede ser objeto de censura. En este caso, Gill volvió a asentir. No cuesta nada persuadirlo.


El dato final es otro hilo por despejar: Gill cuenta que su hijo y su esposa son accionistas de “La Razón”, con un 1% del paquete. Esto, porque la ley le exige tener al menos tres accionistas. Solo por eso están imputados por la justicia. La queja familiar tiene una derivación inesperada. Por la documentación recopilada, se supone que el otro accionista minúsculo era Marcelo Hurtado Sandóval, uno de los propietarios de la red ATB. Ello podría significar que para deshacerse de Hurtado, el empresario bajo arresto y acusado de legitimación de ganancias, Gill decidió hace poco reemplazarlo por su familia. Sería una posible maniobra de encubrimiento a fin de que “La Razón” depure las huellas de ATB en sus actas.

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