Villarroel y los gringos
“A nadie sorprendió más en Bolivia el Golpe que al Embajador de los Estados Unidos”. Esta escueta afirmación pertenece a Augusto Céspedes, cerebro periodístico y literario del MNR, quien en su libro “El Presidente colgado” (1979) le legó al país una versión repleta de adjetivos sobre el accidentado gobierno del teniente coronel Gualberto Villarroel.
En rigor, la obra del “chueco” Céspedes ayuda muy poco a conocer cuál fue la relación de casi tres años entre los conjurados de Razón de Patria (RADEPA), la logia militar secreta que impulsó el derribo del presidente boliviano Enrique Peñaranda en la madrugada del 20 de diciembre de 1943 (“el Golpe”) y el azorado Departamento de Estado. En estas líneas intentaremos explicar cómo interactuaron Villarroel y los gringos.
Entre diciembre de 1943 y julio de 1944, los gobiernos de Bolivia y Estados Unidos vieron crecer un abismo entre ellos. Superarlo no fue fácil y en pos del reacercamiento, muchos hombres movilizaron todo su poder de persuasión. Ya cuando Washington aceptó al régimen establecido a duras penas en la plaza Murillo, éste se había desgastado al grado de su desmoronamiento final. Por ello, el Presidente mártir terminaría cruelmente asesinado a manos de agitadores de banderas anti-fascistas. Fue en aquel macabro 21 de julio de 1946.
Este borrascoso periodo de nuestra Historia ha quedado parcialmente al descubierto gracias a la circulación de una extensa serie de entrevistas a diplomáticos estadounidenses encargados de cerrar la citada brecha. Como sucede a menudo, los archivos del norte conservan más y mejores datos sobre la memoria del sur.
El “europeo”
Los conjurados por Villarroel obedecían, ya se dijo, a una logia militar secreta (RADEPA). Quizás por eso, los norteamericanos no sospechaban del Golpe. Pierre de Lagarde Boal, un aviador herido durante la Primera Guerra Mundial, presidía la misión de Estados Unidos en La Paz. Sus colegas lo apodaban “el europeo” por su nombre, haber nacido en Alta Saboya y haberse casado con una ilustre dama francesa.
Ese año, este embajador acababa de supervisar una exitosa visita a la Casa Blanca del general Enrique Peñaranda, presidente constitucional de Bolivia. La foto de la gira, tomada el 5 de mayo de 1943, muestra al ex Comandante del ejército en la Guerra del Chaco vestido de frac, al lado de un Presidente Roosevelt tan cordial como intrigado (foto). Aunque Peñaranda no hablaba inglés, es claro que en Washington no iba a ser olvidado tan rápidamente.
Cuando se supo que pocos días antes de la Navidad de ese año, un grupo de oficiales del ejército y de la policía de Tránsito había capturado el gobierno de Bolivia, todo parecía una broma. De pronto, uno de los agregados militares apellidado Hardesty, se convirtió en el foco de atención de la misión diplomática estadounidense. Era el único funcionario gringo que reconocía perfectamente a los de RADEPA, catapultados en unas horas a las primeras planas de los diarios. Resulta que durante los meses previos, Hardesty les había dado clases de inglés. Entre ejercicios y lecciones de cerrada pronunciación, sus alumnos uniformados habían aprovechado tales horas para afinar los detalles de su plan conspirativo. Sin proponérselo, la Embajada había servido al complot. El profe Hardesty era, de repente, el único nexo lingüístico entre los nuevos gobernantes y los perplejos diplomáticos.
La caída de Peñaranda alarmó al Departamento de Estado, que de inmediato suspendió relaciones diplomáticas con La Paz. Veían en Villarroel a un Mussolini de Los Andes, una marioneta del gobierno de Buenos Aires, el único en América Latina que se había adelantado a reconocer a Villarroel. Para entonces, Argentina, bajo la Presidencia del general Pedro Pablo Ramírez, ya estaba en la efervescencia que dio origen al peronismo. El golpe del 20 de diciembre en Bolivia parecía ser una extensión de esta corriente nacionalista, abiertamente hostilizada por sucesivos gobiernos norteamericanos.
El relevo
Al “europeo” De Lagarde no le quedó más que hacer sus maletas. Robert F. Woodward, su reemplazante con el rango de encargado de negocios, quedaba con la dura tarea de hacer migas con RADEPA. “Ni bien el embajador se fue, en febrero del 44, con Villarroel y su canciller empezamos a discutir cómo podíamos lograr que Washington se convenciera de que Bolivia no interrumpiría su compromiso con los Aliados en la Guerra”, afirma Wooodward. En concreto, aquel era el punto gravitante de esos días: el esfuerzo bélico.
El nuevo representante de Estados Unidos en La Paz quedaba a cargo del sostenimiento de las exportaciones bolivianas de minerales destinadas a las potencias aliadas en un momento en que la Segunda Guerra Mundial ingresaba a su quinto año de estallidos y desembarcos. Woodward no tenía nada que temer. Ni una sola libra de estaño boliviano dejó de fluir para aniquilar a las columnas humeantes de Hitler. En muy pocas semanas, el personal de la Embajada estaba convencido de que Villarroel merecía el reconocimiento diplomático y que aquel solo había sido “un Golpe más”. Coronarían su deseo en solo cinco meses.
Listas
Buscando fundamentos para persuadir, Woodward convocó a tres altos funcionarios de la Embajada: Bromley Smith, Norman Stines y Bob Wilson. Los tres resultaron comisionados para recolectar y analizar todos los decretos del nuevo gobierno boliviano. Con Stines, el encargo fue más preciso: una lista completa de todos los líderes dentro del Palacio de gobierno, incluida una nómina ponderada de los militantes más prominentes del MNR. ¿Son unos nazis? Era inteligencia política minuciosa.
Al final, los norteamericanos afincados en la legación diplomática paceña confirmaron que no estaban ante un régimen nazi ni fascista. “Los tres hicieron un trabajo formidable y teníamos la película completa, esa que tenía que convencer a la gente en Washington de que este no era un movimiento en contra de los Estados Unidos y que nosotros mismos nos estábamos causando un problema por haber roto relaciones diplomáticas”, advierte Woodward en su desconcertante testimonio.
Los únicos obstáculos persistentes para alcanzar la ansiada meta del reconocimiento entre las dos capitales terminaron siendo un par de líneas redactadas en el documento de Principios del MNR, donde se pedía prohibir tajantemente la inmigración judía al país. Woodward califica ese planteamiento como un “accidente desafortunado”, que demoró el encendido de la luz verde en Washington. La frase llevaba a pensar en que los movimientistas eran anti semitas como los constructores de la Alemania nazi.
Deportados
En una nueva reunión con el canciller boliviano, él y Woodward volvieron a preguntarse qué podían hacer para convencer al Departamento de Estado de que las relaciones debían normalizarse. Era apenas abril de 1944. Entonces el jefe de la diplomacia nacional tuvo una idea: “Si nosotros arrestamos a alemanes, japoneses y algunos italianos que viven en Bolivia, de una lista que revisemos juntos, ¿ustedes los podrían aceptar bajo custodia?”.
Horas más tarde, un telegrama hacía la consulta a Washington. La respuesta de la capital fue la siguiente: “El embajador Avra Warren, nuestro representante en Panamá, los ayudará con la evacuación de esos prisioneros”. Diez días más tarde, la lista de deportados estaba completa. Cuatro aviones fueron necesarios para trasladar a los inocentes hasta campos de detención en Dakota del Norte y Texas. Allí tendrían que aguardar a la finalización de la Guerra. De ese modo, el gobierno de Villarroel reafirmaba de qué lado estaba en medio del fragor militar planetario.
A su retorno a Panamá, el embajador Warren presentó un informe definitivo sobre las credenciales del gobierno boliviano. Villarroel había superado la prueba y esta vez no era la de inglés. Woodward ya podía abandonar La Paz. Su esposa acababa de dar a luz en Lima y las autoridades le habían concedido el derecho de regresar a su país. Ed McLaughlin arribaba como nuevo encargado de negocios. Comenzaba el mes de julio de 1944. Cinco meses más tarde un nuevo embajador entraría en funciones. Villarroel había dejado de ser el Mussolini de Los Andes, salvo opinión contraria de su ya enardecida oposición política, que terminó sentenciándolo a muerte.
El Presidente llora
A McLaughlin le tocaría encarar una nueva crisis. En medio de la violenta lucha política que atormentó al gobierno de Villarroel, se produjo el secuestro del empresario minero Mauricio Hochschild y de su gerente Adolph Blum. La captura y súbita desaparición de los dos extranjeros fue ordenada por RADEPA. La instrucción era fusilarlos. La logia era taxativa con sus enemigos.
La Embajada contaba en La Paz con dos hombres del famoso FBI. Uno de ellos, Hubbard, descubrió que los secuestradores eran altos jerarcas de la Policía boliviana, portadores de un nacionalismo radical y violento. Hubbard fue de inmediato a reunirse con Villarroel con quien había cultivado cierta cercanía. El Presidente rompió en sollozos ante la noticia. “Yo no tengo nada que ver en esto, no puedo controlar a estos tipos, sin ellos no puedo hacer nada, dependo por completo de ellos, pero no puedo controlarlos…”, habrían sido sus entrecortadas palabras. Al final Hochschild fue liberado tras lo cual decidió dejar para siempre Bolivia. En la siguiente década, sus minas serían nacionalizadas por el MNR.
El episodio muestra que los diplomáticos norteamericanos estaban lejos de ser enemigos de los nacionalistas en el gobierno. En determinados momentos llegaron incluso a ser el paño de lágrimas de Villarroel.
Revelaciones
La información recogida remodela algunos aspectos de la realidad hasta acá conocida.
Al no contar con el testimonio de la diplomacia en terreno, se había sobredimensionado el papel de Enrique Sánchez de Lozada en la búsqueda del reconocimiento al gobierno de Villarroel. Su rol parece haber sido bastante marginal, dado que ni siquiera se lo menciona en las narraciones de esos siete meses de intensas negociaciones. Kelly, como lo conocían sus amigos, fue elegido por los nacionalistas como negociador en Washington. Su función fue sugerir una serie de concesiones por parte de La Paz para que Estados Unidos le dé su visto bueno. Una de ellas era que se incluya al PIR dentro del gobierno o que se establezcan relaciones con la Unión Soviética. Otra fue que el MNR sea apartado del gabinete. Villarroel solo accedió a esta última.
Del mismo modo, se había exagerado el peso de las materias primas en el conflicto. Es verdad, como cuenta Céspedes (1979), que hubo una negociación para recalcular el precio del estaño exportado de Bolivia a los Estados Unidos, sin embargo ese no parece haber sido un obstáculo para el reconocimiento, como lo señala Woodward. En los hechos pesó más un matiz anti semita en el programa de Principios del MNR o la relación del Villarroel con el gobierno argentino que la venta de minerales.
Por otra parte, es destacable la cercanía y amistad alcanzada entre los representantes del nuevo gobierno boliviano con el personal de la Embajada. Empezaron aprendiendo inglés y terminaron sellando un pacto que se prolongaría incluso hasta los años en los que Goni, el hijo de Kelly Sánchez de Lozada fue Presidente de Bolivia. El gobierno de Villarroel fue la plataforma que le permitió al MNR establecer inmejorables nexos con Washington.