Paz con alfileres
Este 2020, Bolivia atraviesa por un periodo político lleno de gestos admirables, pero también de acciones ruines y mal meditadas. En cuestión de minutos, el consumo de noticias puede llevarte del júbilo al pesar o al miedo. No nos inquietemos, pasa en cualquier sociedad que cruza de una orilla a otra.
Lo que enseñan los manuales de la Ciencia Política es que una transición es un momento en el que todos sabemos adónde no queremos regresar, pero aún no tenemos claro hacia dónde vamos. Catorce años de sectarismo y mezquindad monopartidista nos han llevado a aferrarnos a la plena vigencia de la Constitución, cuya esencia sabia e irreductible fue poner límites a la reelección presidencial. En magníficas jornadas de sufragio y protesta, los bolivianos hemos sido la valla de protección de la primera Carta Magna aprobada y ratificada por el sufragio. Nadie se imaginó que el primer violador de la Constitución iba a ser el mismo hombre que encabezó su redacción y puesta en vigencia. Evo quiso pisotear su legado y le advertimos que éste ya es nuestro, que ya no le pertenece. Por eso ahora juega angustiado y rebelde desde Buenos Aires con la idea de demolerlo todo (milicias).
Para que una transición funcione bien es preciso que los protagonistas del acontecer patrio hayan renunciado previamente al uso de la violencia. Eso sucede únicamente cuando nadie es capaz de imponerle a fuerza nada a sus adversarios. El vacío de poder que experimentamos entre el 10 y el 12 de noviembre del año pasado ratificó la existencia de tal configuración de fuerzas en Bolivia. Ni los movilizados del MAS fueron capaces de retener el poder a pesar del vértigo creado por sus renuncias, ni los ya para entonces asustados impulsores de las pititas estaban en condiciones de cancelar las operaciones del masismo en su repliegue táctico, se agazaparon y esperaron. Tras la proliferación de amenazas incumplidas, al final, sobrevino una calma que solo fue lacerada por los hechos dolorosos de Sacaba y Senkata. Las instituciones salieron entonces de su perplejidad y fueron capaces de absorber el temperamento de la gente. Sin custodia, a rostro descubierto, en varias horas de deliberación, el viejo Palacio de la plaza Murillo sirvió para deponer la guerra. Fidel Surco y Arturo Murillo sellaron la jornada y apaciguaron los remezones. Fue la iniciativa fundante de la transición y la revalidación de Jeanine Añez como conductora. Ahora solo falta que ni se le ocurra ser candidata.
La transición boliviana quedó abierta en el instante en que los horizontes de “guerra civil” y “golpe de estado” se diluyeron juntos en aquella madrugada. Ni el MAS puede organizar milicias, ni la antigua oposición catapultada al gobierno puede aplastar los pilares del régimen anestesiado. He ahí la paz sostenida con alfileres de estos meses.
Pero claro, la situación no será estática jamás. Cada día decenas piezas se mueven incansables en este gran tablero de avances y retrocesos. Las manuales dicen que los timoneles de esta travesía deben ser los “blandos”, nunca “los duros”. Éstos últimos son necesarios, pero al final, urge que pierdan la partida. Dicho en otras palabras, es tiempo de palomas, nunca de halcones. Por eso cada que el ministro Murillo abre una nueva celda o se pone a columpiar esposas de acero delante de las cámaras, esta paz con alfileres se convulsiona en un vértigo tenaz. Del otro lado, cada que Evo Morales recita frases de Mao o el Che, la transición tiembla, obligando a Eva Copa o a David Choquehuanca a mostrarse cautos y avergonzados. Paso a paso, los termocéfalos de la coyuntura, los de izquierda y derecha, deben ir mudando hacia los márgenes para dar paso a la incertidumbre de unas elecciones que carecen de un ganador o una ganadora segura.
En el camino se irán restituyendo gradualmente las sanas fronteras entre el estado y la sociedad civil. Por ejemplo, los medios de comunicación, a los que el esquema mafioso dirigido por García Linera les impuso un grillete de hierro, ya han comenzado a ventilarse. Cada día se confirma el modo en que ATB, PAT, Abya Yala televisión o “La Razón” fueron humillados por más de una década de indigno “control remoto”. Cuando en 2014, Raúl Peñaranda publicó el libro, un coro de oficialistas como José Luis Exeni, Manuel Canelas, Katu Arkonada, y Sergio de la Zerda vociferaron en su contra. Reina entre todos ellos un devastador silencio y es que sus agresiones descansan hoy en el relleno sanitario de la transición.