"Hablar" con monos
Cuando Nim Chimpsky llegó al mundo en noviembre de 1973, la Universidad de Columbia ya lo esperaba para integrarlo a un estricto plan de vida. Su infancia no sería la de un chimpancé más, nacido en el centro de estudios sobre primates de Oklahoma. Tras el disparo de un dardo tranquilizante, Nim fue separado de los brazos de su madre el mismo día del parto y llevado en una avioneta hasta Nueva York, donde el lingüista Herbert Terrace entregó al bebé peludo a una familia amiga. Allí, Nim creció con la ligera sospecha de que los niños o el pastor alemán con los que jugaba salvajemente por el jardín, en realidad, no eran sus hermanos, sino nodrizas de un experimento domiciliario con irresponsables cargas de improvisación.
“¿Acaso no sería excitante comunicarse con un chimpancé?, ¿saber lo que piensa?
Si los chimpancés aprendieran cómo articular lo que piensan, sería una increíble expansión de la comunicación humana y nos daría pistas para saber cómo evolucionó el lenguaje”, así razonaba Herb, aquel académico calvo de bigotes que soñó con refutar a Noam Chomsky en aquello de que solo los humanos nacemos con una predisposición innata para comunicarnos en uso del lenguaje articulado.
Si Chimsky desmentía a Chomsky, Herb se hubiera bañado de fama universal. No le alcanzó para tanto. A lo máximo que escaló el llamado “Proyecto Nim” fue a consagrar el documental de James Marsh, que versa sobre los accidentados avatares del mono. Allí Herb se asoma como un taciturno científico de formas galantes, con demasiadas hipótesis sin probar.
“Quiero demostrar que otro organismo puede usar el lenguaje en el modo en que lo usamos los humanos”. Aquella fue la meta. El mono aprendió un total de 125 señas, cada una dotada de un significado, ora concreto ora abstracto: desde “dame una banana” hasta “lo siento mucho”. Con ello, Nim sostuvo largas conversaciones gesticuladas con sus profesoras, provocando el entusiasmo de periodistas y obervadores. Una auténtica charla entre individuos de dos especies afines, pero distintas, tenía lugar ante la mirada absorta del mundo. “Nim usaba su habilidad espontáneamente, y en determinados momentos lo autorizamos a usar sus propias señas, las que inventaba, siempre y cuando fueran consistentes”, relata Herb maravillado.
“Un chimpancé bebé que crece con su madre es una porción de materia, pero si es separado de ella, adquiere desempeños psicológicos humanos, es increíble”. Se suponía que el lenguaje, tal y como lo usamos los humanos, iba a hacer que Nim dejara atrás su lastre animal para transformarse en un especimen capaz de desafiar los dictados de su especie. Crianza mata naturaleza.
Ya cuando Nim había acumulado portadas de diarios y revistas, el experimento naufraga súbitamente. Herb lo justifica así: “A los chimpancés hay que tenerlos los primeros cinco años. A partir de esa edad, desconocen su propia fuerza y pueden hacer daño a la gente”. Las profesoras de Nim dan fe del hecho diciendo: “Tiene la fuerza de cinco o seis hombres. No puedes cuidar a alguien que fácilmente te podría matar”. Nim murió el año 2000.
Aquel dócil alumno al que había que abrazar de cuando en cuando, se transformó en la fiera que germinaba dentro. ¿Para qué molestarse con señas si uno puede morder? Con ello aprendimos que muchas veces hablar ayuda a desistir de la violencia. Sin embargo, Nim no solo tuvo que ser enjaulado por albergar aquel impulso letal, sino porque Herb y su equipo reconocieron que hablar con señas no es hablar: “El gran viraje se daría si un animal pudiera construir oraciones gramaticales. Puedes aprender una lista de palabras de memoria y eso no dice nada sobre tu habilidad para usar la gramática. Nim era un mendigo brillante. Aprendió a mendigar. Aprendió a manejar a sus profesores. Obtenía siempre lo que quería con solo mover sus manos. Hacer señas no es decir nada”.
Llevamos 8 años mirando el documental de Marsh. ¿Hacer oraciones? Nim aprendió decenas de “palabras” sueltas, algo así como sonidos dispersos, pero le faltó componer “canciones”, tejer con los hilos disponibles, ser un mono no solo hablador, sino elocuente. Un reciente hallazgo de la ciencia nos avisa que los primates sí poseen la capacidad fonética para emitir los sonidos del habla. No lo hacen, se dice, porque su cerebro se rinde ante la misión. Ahora que vemos arder el Amazonas, se me ocurre pensar que ni Nim ni Koko ni el ya olvidado Washoe, los monos a los que hasta ahora les enseñamos el lenguaje de señas, tendrían ganas de conversar con nosotros.