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La espina Odebrecht



2010 fue el despegue. Ese año, la empresa brasileña Odebrecht abrió su División de Operaciones Estructuradas en Sao Pablo y Salvador de Bahía, y puso en funcionamiento la llamada caja 2. Por allí danzaban los millones.


Ese mismo año, en la isla de Antigua, los brasileños se compraron un banco, el Meinl, cuyos orígenes retroceden hasta el imperio austro-húngaro. Allí, en las arenas de ese paraíso fiscal caribeño, se aterrizaba el dinero, a distancia prudente de posibles miradas indiscretas.


Para sus nutridas comunicaciones, ya desde 2006, Odebrecht creó la misteriosa My Day Web, una plataforma de distribución de documentos encriptados, al que solo accedían cinco empleados de la compañía. El servidor fue instalado primero en Angola, pero las deficiencias del servicio de internet en el país africano, los obligaron a mudarse a Ginebra, Suiza. Allí fueron almacenando más de dos mil nombres falsos o seudónimos, una larga lista de políticos provenientes de 12 países, todos dispuestos a enriquecerse sin trabajar. Los ejecutivos iban bautizando a sus cómplices de acuerdo a su fisonomía o al capricho. Así, como toda organización clandestina, iban enturbiando el repositorio de pistas, fabricando un idioma propio plagado de acertijos. Hoy, quienes investigan el caso intentan saber quién es el personaje real detrás de tantos alias. La cantidad de información escondida en My Day Web supera en tres veces a los llamados Papeles de Panamá.


Se calcula que en una década, Odebrecht entregó más de 3 mil millones de dólares en sobornos, aunque estimaciones más conservadoras hablan de 700 millones. Hubo un día en el que se llegaron a transferir hasta diez millones, toda una marca en las olimpiadas de la corrupción. Por cada dólar sucio, la constructora recibía tres a partir de la firma de los contratos de obras, un negocio triplemente rentable.


La red de distribución de sobornos seguía funcionando incluso en los días en que el jefe, Marcelo Odebrecht, había sido tomado preso. En un intento por protegerse, en 2014 la división de operaciones estructuradas salió de Brasil para refugiarse en la República Dominicana, país en el que ya había depositado 92 millones de dólares en sobornos. El diario “El Comercio” de Lima cuenta que los fines de semana y para curarse del estrés, sus funcionarios se tomaban el primer vuelo Santo Domingo-Miami.


Pero las cosas se empezaron a poner muy duras en ese tiempo. Ahí, en esa misma ciudad de La Florida, la policía detuvo en 2017 al ex presidente panameño Ricardo Martinelli y a sus dos hijos antes de que pudieran subirse a un yate. Ellos junto a más de 60 personas, están siendo enjuiciados en su país por haberse quedado con billetes salidos de la caja 2. Desde que saltaron las primeras alarmas en Estados Unidos y Brasil, Odebrecht es una masa de estiércol que salpica a todos los que en su momento le extendieron alfombras rojas a sus gerentes.


La empresa brasileña es probablemente la mayor beneficiaria del auge de las materias primas, gracias al cual los gobiernos latinoamericanos engordaron su presupuesto de obras públicas. Para ganar contratos llenos de ceros desarrollaron un sistema milimétrico para entregar dinero debajo de la mesa sin levantar sospechas. En el lapso de una década perfeccionaron una maquinaria de corrupción continental que supera todos los estándares delincuenciales previos. Los gerentes de Odebrecht usaron la mejor tecnología, pero también marcos de prospección política que serían la envidia de cualquier experto. En su radar cabía todo el espectro político latinoamericano, desde la izquierda bolivariana hasta la nueva derecha emergente. Nada hubiera sucedido si es que Brasil y sobre todo el Partido de los Trabajadores en el gobierno, le ponía el cascabel al gato. En ese país, la cantidad de sobornos cuadruplica a la de los otros.


Hasta ahora, la espina de Odebrecht ha perforado todo el sistema político peruano, ha herido de muerte a la clase gobernante en el Brasil, ha desatado terremotos devastadores en Panamá, República Dominicana, Ecuador, Argentina y Guatemala, y ha obligado al ex presidente Funes de El Salvador a esconderse en Nicaragua. Este caso nos enseña que para ser efectiva, la lucha contra la corrupción tiene que ser global. De poco valen las medidas domésticas. La solución es clara: justicia independiente y equipos de investigadores altamente cualificados. Si a ello pudiéramos sumar la clausura de los paraísos fiscales, la vida de los corruptos empezaría a gravitar entre la cárcel o el suicidio.

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