AMLO
Sí, México es el país emblemático que muchos admiramos. Es el tercero más extenso de América Latina, el segundo más poblado de esta región y el único, entre nosotros, que colinda con una de las mayores potencias económicas del orbe. Es además el que mejor ha seguido las directrices que pregonaban la sustitución de importaciones, y el que, a pesar de, o quizás, a raíz de políticas comerciales audaces, exporta más productos manufacturados.
El primer domingo de julio, los mexicanos fueron a votar. Lo hicieron por todas las autoridades que uno pueda imaginar. De un jalón eligieron presidente, senadores, diputados federales y locales, nueve gobernadores y cientos de alcaldes. Cuando una elección es así, súper-concurrente, las figuras nacionales arrastran a las demás. Dado que no puede haber suficientes debates ni agendas simultáneas, fue la disputa grande la que definió la preferencia de los electores.
Tres factores marcan la rutina diaria de los mexicanos en las décadas recientes: la violencia, la pobreza y la corrupción. La gente está cansada de salir de su casa sin saber si podrá regresar viva, de ver cómo la mitad de sus compatriotas debe seguir angustiada por conseguir el sustento diario y de toparse con una casta política que ha inventado todos los trucos posibles para adueñarse del dinero público. Por esa triple razón compacta, el 53% de los electores buscó a AMLO en la boleta. Nadie desde hace 24 años había logrado semejante respaldo.
Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es el ídolo del momento. Su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) controlará desde este fin de año la presidencia, las dos cámaras legislativas, 12 de los 22 congresos locales que estuvieron en disputa y los principales municipios de la república, incluida su mega-capital.
La promesa en curso no consiste en que México pase a convertirse en un país socialista. Ya suficiente hemos aprendido de los fracasos como para recalar tozudamente en el mismo error. México necesita enfrentar con toda su energía los males mencionados. Para ello el presidente electo ha anunciado tres medidas que en realidad son una: austeridad, amnistía y democracia. Ni más ni menos.
Para que la corrupción sea desterrada, el remedio es dejar de robar. Los salarios de los funcionarios gubernamentales serán normales, ser político ya no podrá ser señal de enriquecimiento súbito y vertiginoso, como había ocurrido hasta ahora. Para que la pobreza ceda, ese dinero cuantioso, que servía para malcriar a una casta cínica y descontrolada, será usado para que surja una nueva sociedad, que ya no pueda ser manipulada con limosnas por los partidos políticos. Eso es más democracia. Y para que la violencia sea anécdota de un pasado mafioso, México necesita salir de la lógica de la guerra y de los cementerios. Ello implica que los delincuentes dejen de contar con el respaldo social al que recurrieron para enfrentar a un Estado que solo echa mano de la bala y la extorsión. El país necesita rescatar para la legalidad a enormes segmentos de población que no han encontrado otra vía para sobrevivir que no sea secuestrar, robar o estafar.
Por tanto no nos engañemos. AMLO no es ni Chávez ni Fidel. El país más emblemático de América Latina necesitaba una transformación que produzca ciudadanos, hombres y mujeres liberados de la clase que hoy prepara sus maletas para ceder lugar a la indignación organizada.