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La última marcha



Fort Lauderdale, Miami, Estados Unidos. No puede haber lugar más opuesto a la ciudad de El Alto, el sitio donde en 2003 se perpetraron 67 crímenes de Estado. Hasta esas inmediaciones del Caribe han descendido nueve víctimas, los llamados demandantes, y la imagen me impacta hondo. Avanzan lento, en medio de esa postal urbana tropical impoluta, llena de concreto y vidrio, atravesada raudamente por vehículos de lujo. Van los aymaras, más hombres que mujeres. Caminan alineados con el abogado propio y el anfitrión, el único de corbata. Es la última marcha de aquel Octubre del dolor, la caminata hacia un estrado judicial formado por ciudadanos norteamericanos. Han tenido que ser ellos los sorteados para juzgar a los autores de una masacre sucedida hace tanto tiempo en un país que no conocen.


Los verdugos van trajeados. La comitiva asciende las escaleras y atenúa su prisa en un pasillo. El cortejo imita la llegada de un Presidente. Sánchez de Lozada va al medio, flanqueado por sus abogados, que más parecen agentes del servicio secreto. Detrás, Sánchez Berzaín, siempre detrás. Van serenos, confiados, sonrientes. Se mueven como peces en el agua, están en su país y no son ni la sombra de lo que fueron a principios de este siglo. Acuden al acto que terminará por definirlos para la Historia, van a perder lo único que les quedaba, además de su fortuna: la sensación de impunidad perpetua.


El gesto en Fort Lauderdale es lo más importante que nos ha pasado en este decenio y medio de peregrinaje buscando justicia. Está siendo enjuiciado un equipo de ex autoridades, que al cumplir su primer año de gobierno, tomó la decisión de usar armamento letal para restablecer la normalidad en Bolivia. No se pudo antes, sencillamente porque había huido y sobre todo, porque su fuga estuvo amparada por los Estados Unidos.


Gozaron de esa protección toda su vida. Haciendo uso de ella, formaron gobierno en 2002, cuando casi pierden las elecciones, y el díscolo Paz Zamora se atrevió a aceptar la decisión de su partido en Tarija, aquella de no unirse a esa nueva súper mayoría. Fue la embajada gringa la que advirtió con represalias. Fue ella también la que forzó a Reyes Villa a que agachara la cabeza. Y fueron los asesores electorales de Clinton quienes recetaron meses antes que una amonestación del embajador norteamericano a los votantes bolivianos bien podía servir para dividir el voto anti sistémico y dejar al Capitán Manfred por debajo de Sánchez de Lozada. Sí, fueron los gringos y su embajada los que inventaron a Goni II y por eso, cuando el castillo de naipes de su gran coalición se vino abajo, no les quedó otra cosa, nobleza obliga, que darles refugio en sus alfombrados parajes.


Por eso, impunes de nacimiento, no imaginaban que la orden judicial para comparecer pudiera venir de allí mismo, de la justicia que tanto admiran. Entonces no les ha quedado otra que tratar de volcar la acusación. Aseguran que los responsables de las muertes son los sublevados, los que bloqueaban y hacían turnos para rellenar de piedras las carreteras. Y toman por evidencia lo dicho por Felipe Quispe: que él ordenó una emboscada con oxidados fusiles Máuser en alguna curva del camino a Warisata. Lo que nadie entenderá en Fort Lauderdale es por qué quienes emboscan, terminan muertos y por qué quienes organizan un supuesto “golpe de estado”, terminan huérfanos, enviudando y enterrando a sus familiares. No entenderán en definitiva, porque, por ejemplo, hubo un vicepresidente que no tuvo el valor de matar con tal de devolvernos el apego a la democracia. Pero lo que nunca terminarán de explicarse es por qué diez ciudadanos de los Estados Unidos, convocados a formar ese jurado, terminaron solidarizándose con miles de bolivianos, a la hora de firmar la sentencia. Son culpables.

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