La ruta mental del Che: a 50 años de su muerte
La teoría de la acción política armada y el planteamiento del hombre nuevo fueron los pilares del guevarismo en el siglo XX. ¿Queda algo?
Ernesto Guevara de la Serna murió hace medio siglo en Bolivia. Hemos vivido el mismo tiempo para la entronización de un mito. ¿Puede pensarse al Che más allá de la mercadotecnia revolucionaria? Acá hay un itinerario sugerido.
Pese a que el Che fue más un luchador práctico que un teórico, son remarcables sus reflexiones sobre la construcción del socialismo en Cuba. La mayor parte de sus textos sobre el particular aparecieron entre 1960 y 1965, tiempo en el que ejercía como Ministro de Industrias de la isla y se involucraba en la polémica mundial acerca de ley del valor como herramienta válida o reprobable para edificar una sociedad no capitalista. Su concepción del hombre nuevo proviene de este periodo.
El núcleo de los postulados de Guevara tiene que ver con el llamado “hecho de conciencia”. Bajo ese concepto entendemos la transformación de la naturaleza del ser humano mediante los cambios operados en la sociedad y la economía. Podría decirse que esa es la etapa intelectual del Che que mayores posibilidades tiene de prolongarse en el tiempo. En ella nos adentramos para demostrar cómo sus inconsistencias terminaron llevándolo hacia el terreno de la violencia como único campo práctico de maniobras para enfrentar las demoras registradas en la edificación de la nueva sociedad.
Construir sin utensilios prestados
Guevara comprendió muy pronto que al igual que Rusia a principios del siglo XX, Cuba estaba obligada a “quemar” etapas en su proceso de industrialización. Quizás la frase que mejor define la ruta política elegida por el Che esté en el discurso en Argel (1965b) cuando afirmaba: “El desarrollo de los países que empiezan ahora el camino de la liberación, debe costar a los países socialistas”. Aquí está el nudo de sus postulados en torno a la construcción de la nueva sociedad. Él afirma que ésta no debe regirse bajo criterios económicos o mercantiles, propios del capitalismo, sino que tiene que hacerlo a partir de herramientas nuevas. Para Guevara, el vuelco radical y definitivo, aquel que garantiza un cambio verdadero, necesita producirse en la conciencia de los seres humanos. Es allí donde se consolidaría el nuevo orden social.
Por eso, exigía en Argel que las relaciones económicas entre los países socialistas y los subdesarrollados, que han roto con el proyecto capitalista, dejen de basarse en el llamado “beneficio mutuo”. Una conducta virtuosa obligaba a los más ricos a perder en beneficio de los pobres.
Más adelante Guevara llega incluso a la acusación: “Los países socialistas tienen el deber moral de liquidar su complicidad con los países explotadores de occidente”. Esta conducta estaría signada por el hecho de que Europa del Este mantenía los parámetros del intercambio desigual llevado adelante por potencias como Estados Unidos o Inglaterra. Con respecto a los países que en el futuro pudiesen declararse socialistas, el Che argumenta (1965c): “No podemos invitarlos a entrar si nosotros somos cómplices de la explotación”.
Esta tendencia se hace más clara en el ejercicio de su cargo como ministro. Son los años en los que el guerrillero se encuentra ante una misión muy compleja: hacer de Cuba un país, en sus palabras, “primero agrícola industrial y después industrial agrícola”. La magnitud del desafío es inmensa, tanto como lo fue la industrialización a marchas forzadas de la Unión Soviética. Precisamente gracias a la ayuda internacional, Cuba instaló en un solo quinquenio 128 industrias, literalmente trasplantadas de sus países de origen hasta la isla sin que mediara una preparación de los recursos humanos, salvo la exitosa liquidación del analfabetismo. La dinámica fue tan apresurada que en muchos casos ni siquiera se consideró si las empresas podrían abastecerse de materias primas suficientes, por lo que muchas trabajaron a ritmos entrecortados y con grandes pérdidas.
Encargado de este ambicioso proyecto, el Che fue el primero en reconocer sus peligros. “Estos procesos de aceleración han dejado a mucha gente en el camino” (1963c), admitiría poco tiempo después. El entonces ministro se refería a que la industrialización había sido empujada por una vanguardia sacrificada, aunque no todos los ciudadanos eran capaces de sostener el mismo ritmo. El remedio para este desfase sale de inmediato de su arsenal retórico: “Nuestra función no es liquidar a los rezagados, no es aplastarlos y obligarlos a que acaten a una vanguardia armada, sino la de educarlos, la de llevarlos adelante, la de hacer que nos sigan”. Este mecanismo de reclutamiento a las tareas industriales, dice el Che, se ejecuta mediante el ejemplo que suele ser contagioso tanto si es malo como si es bueno. Así se fija él la tarea de los gobernantes revolucionarios: “Tenemos que trabajar sobre la conciencia de la gente, golpearle la conciencia (...) demostrar de lo que somos capaces, de lo que es capaz la revolución cuando está segura de su objetivo final”.
De manera que el primer problema emergente de este ascenso acelerado de las potencialidades productivas es que la sociedad no pueda sumarse a las retos que exige una nueva disciplina laboral y tecnológica. Inquietado por esta desarmonía en los ritmos de desarrollo, Guevara aprendió rápidamente que este asunto había sido “solucionado” en la Unión Soviética a través de los incentivos materiales, es decir, de una disparidad en los salarios de los trabajadores. Así, quien más producía, recibía un mejor trato económico del Estado. Al Che, esta manera de estimular a los productores le parecía un amenazante caballo de Troya.
Para el guerrillero, el medio era el fin. Por eso a sus ojos no era concebible que un elemento tan propio del capitalismo como el interés individual por el incremento privado de la riqueza tuviera un uso tan difundido en sociedades que se proclamaban distintas. Al abordar el asunto, Guevara (1964c) no dudó en lanzar críticas a las naciones socialistas que, como Yugoslavia o Polonia, empleaban los estímulos materiales como palancas para aumentar la productividad. De este segundo país, expresa con temor: “(esto) lleva a un callejón sin salida, porque la lógica de los hechos induce a buscar soluciones ulteriores mediante el mismo mecanismo, es decir, aumentando los estímulos materiales, orientando a la gente sobre todo al propio interés material, y por esta vía al libre juego de la ley del valor y el resurgimiento, en cierto modo, de categorías ya estrictamente capitalistas”.
En consonancia con lo anterior, Guevara gustaba declararse partidario de un marxismo más próximo a un sentimiento humanista. Al respecto, citando a Castro, volvía a preguntar (1963d): “¿Quién ha dicho que el marxismo es no tener alma, no tener sentimientos? Si precisamente fue el amor al hombre lo que engendró el marxismo. (...) Recuérdenlo siempre, compañeros, el marxista debe ser el mejor, el más cabal, el más completo de los seres humanos (...) un trabajador incansable que entrega todo a su pueblo (...) sus horas de descanso, su tranquilidad personal, su familia, su vida a la revolución, pero nunca es ajeno al calor del contacto humano”. Con esta definición, el Che abría el camino para plantear el concepto del “hombre nuevo”, un ser humano incomparablemente superior al que engendró el capitalismo, uno totalmente entregado al bien común.
A partir de ahí, y desde el ministerio a su cargo, comenzó a plantear la necesidad de reemplazar los estímulos materiales por otros de naturaleza moral. Su primera batalla teórica se dio en el terreno de la revalorización del concepto marxista de trabajo. Guevara señalaba (1964b) que la Revolución cubana tenía que difundir en la conciencia de los asalariados una nueva actitud laboral. Usando poemas de León Felipe, a quien admiraba y conocía personalmente, el Che afirmaba que gracias a que los medios de producción ya pertenecían a la sociedad, los campos de caña podrían ser cortados “con amor y con gracia”, es decir, con la alegría de quien cumple con un deber. En el socialismo, planteaba el comandante, el trabajo había dejado de ser enajenante y esclavizador para convertirse en una meta de todos a fin de cumplir una premisa: “producir la cantidad suficiente de bienes de consumo para ofrecer a la población”.
La metáfora está escrita: “Después de considerarse una bestia de carga uncida al yugo del explotador, (el hombre) ha reencontrado su ruta y ha reencontrado el camino del juego”. Con el socialismo, entonces, el productor habría dejado de sentirse ajeno y distante del proceso de generación de la riqueza para comprometerse con él. El socialismo, pensado por el Che, irá convirtiendo al trabajo no sólo en un juego, sino en una actividad libre, donde la coacción esté ausente. El comunismo debería entonces regalarle a la Humanidad una nueva conquista: que el trabajo sea una acción de mera recreación espiritual, realizada por el ser humano sin la menor compulsión física ni moral.
Sin embargo, el Che parece estar consciente de que en medio de los esforzados cortadores de caña, convocados a los domingos socialistas, la diferencia entre el pasado y el presente no queda tan clara. Por eso menciona la dimensión pedagógica del trabajo, sobre todo cuando éste es voluntario, es decir, no remunerado. En sus palabras (1964b): “El trabajo voluntario no debe mirarse por la importancia económica que signifique en el día de hoy para el Estado, el trabajo voluntario fundamentalmente es el factor que desarrolla la conciencia de los trabajadores más que ningún otro”. Educación, esa es la meta central a ser perseguida. Más adelante, el ministro advierte que gracias al trabajo no remunerado, administradores y campesinos se unen en un solo esfuerzo, con lo cual se rompen las jerarquías entre el trabajo manual e intelectual. Por ello, no es casual que Fidel Castro o el Che hayan renunciado muchas veces a sus labores de escritorio para dedicarlas al corte de caña. Con esta práctica, imitada por los administradores de las empresas estatales y las altas autoridades, el socialismo cubano hacía gala de una supuesta sociedad sin clases donde personas de todos los orígenes sociales se proletarizaban por unas horas.
A partir de esa concepción, el Estado cubano empezó a entregar certificados y a rendir homenajes públicos a quienes eran capaces de acumular más horas de productividad voluntaria. Eran los llamados estímulos morales. En el mismo discurso que venimos citando (1964b), el Che constataba maravillado que un señor de apellido Arnet labora al día más horas voluntarias que remuneradas y que según el informe escrito de la fábrica (la vigilancia es constante), además es un fanático del ahorro, por lo que improvisa andamios usando bobinas de papel. ¿Para qué tanto esfuerzo?, se pregunta a sí mismo para contestarse de inmediato: “A fin de que cada uno adquiera más conciencia y al dar ese ejemplo, aporte al desarrollo de la conciencia de los demás”. A lo que el Che aspiraba, y lo dice textualmente, es que cada obrero sea un “enamorado de su fábrica”, es decir que se entregue a ella sin esperar nada a cambio. En los hechos, nuestro autor pretendía que la conducta prevaleciente en la guerrilla se convierta en normalidad ciudadana. Así lo expresa (1965a) cuando escribe: “Encontrar la fórmula para perpetuar en la vida cotidiana esa actitud heroica es una de nuestras tareas fundamentales”.
Todos los argumentos señalados en esta última parte son los pilares centrales de la noción de “hombre nuevo”. Quizás la mejor síntesis de este concepto se encuentre, sin embargo, en una carta poco conocida de Guevara (1964h), mediante la cual prosigue un debate sobre sus planteamientos económicos con José Medero Mestre. El Che escribe: “Tras la ruptura de la sociedad anterior se ha pretendido establecer la sociedad nueva con un híbrido. Al hombre lobo[1] (...) se lo reemplaza con otro género que no tiene su impulso desesperado de robar a los semejantes, ya que la explotación del hombre por el hombre ha desaparecido, pero sí (tiene) impulsos de las mismas cualidades (aunque cuantitativamente inferiores), debido a que la palanca del interés material se constituye en el árbitro del bienestar individual y de la pequeña colectividad. En esa relación veo la raíz del mal. Vencer al capitalismo con sus propios fetiches (...) me luce una empresa difícil”.
En consonancia con ello, Guevara (1965a) afirma lo siguiente: “Persiguiendo la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de armas melladas que nos legara el capitalismo, se puede llegar a un callejón sin salida. Y se arriba allí tras recorrer una larga distancia en la que los caminos se entrecruzan muchas veces y donde es difícil percibir el momento en que se equivocó la ruta. Entre tanto, la base económica adaptada ha hecho su trabajo de zapa sobre el desarrollo de la conciencia. Para construir el comunismo, simultáneamente con la base material hay que hacer el hombre nuevo”. Por eso, al concluir su ensayo (1965a), Guevara sintetiza bien su idea proclamando que el hombre nuevo será producido con “nueva técnica”, vale decir, no con instrumentos prestados.
La nueva conciencia revolucionaria se basará entonces en el estímulo moral. En una entrevista que sostiene con Jean Daniel, el dirigente guerrillero dice (1963b) que “si el comunismo se desinteresa de los hechos de conciencia, podrá ser un método de distribución, pero no será jamás una moral revolucionaria”.
A juzgar por los argumentos a los que tuvo que enfrentarse el Che en esos años, parecería que el desarrollo de la conciencia o la moral socialista se convirtió en los hechos en un freno para incrementar la producción. Guevara lo niega, porque, afirma, a largo plazo una conciencia socialista fuerte haría más por el incremento de la riqueza que cualquier herramienta prestada del capitalismo. Sin embargo el líder guerrillero admite que esta última afirmación suya está cargada de subjetivismo, es decir, que aún no ha sido probada en la práctica y que sólo si ésta lo refutara, se declararía vencido en el debate.
Para responder a sus críticos, otras autoridades cubanas y algunos socios suyos en Europa, el Che articula una serie de propuestas dispersas a fin de reducir al máximo el peso de los estímulos materiales en la sociedad cubana. Su mayor objetivo es retirarlos del centro de la vida económica para colocar allí al deber social como palanca principal del impulso productivo. En vez de que los individuos se peleen entre sí para generar más riqueza, demoliendo así la moral socialista, Guevara postulaba que el parámetro de medida para el premio o el castigo sea conocer si se ha cumplido o no el deber social. En consecuencia, lo que se mide ya no es el esfuerzo puramente individual, sino el logro de las metas colectivas, fijadas mediante una centralización férrea y planificadora.
Una segunda consecuencia del planteamiento de los estímulos morales es, para su autor, la lucha contra el burocratismo. Guevara escribe (1963a) que este fenómeno no es otra cosa que un síntoma organizado de la falta de conciencia revolucionaria. Vale decir que allí donde la pedagogía estatal o los estímulos morales han fallado, surge un burócrata, o sea, alguien a quien no le interesa resolver los problemas y se deja atrapar por la inercia. El Che también llama a este problema: “falta de motor interno”.
¿Cuál es el remedio propuesto? Guevara responde: “Debemos desarrollar con empeño un trabajo político para liquidar las faltas de motivaciones internas, es decir, la falta de claridad política (...). Los caminos son: la educación continuada mediante la explicación concreta de las tareas, mediante la inculcación del interés de los empleados administrativos por su trabajo concreto, mediante el ejemplo de los trabajadores de vanguardia, (...) y las medidas drásticas de eliminar al parásito, ya sea al que esconde en su actitud una enemistad profunda hacia la sociedad socialista o al que está irremediablemente reñido con el trabajo”.
Párrafos más adelante (1963a), aparecen las frases más abiertamente orientadas a la construcción de una sociedad totalitaria: “Si (...) damos la batalla frontal a los displicentes, a los confusos y a los vagos, reeducamos y educamos a esta masa, la incorporamos a la revolución y eliminamos lo desechable y, al mismo tiempo, continuamos sin desmayar, cualesquiera que sean los inconvenientes confrontados, una gran tarea de educación a todos los niveles, estaremos en condiciones de liquidar en poco tiempo el burocratismo”.
En otro discurso, Guevara (1965a) recomendaba textualmente: “La sociedad en su conjunto debe convertirse en una gigantesca escuela”. No es para menos, el Che creía que así como el capitalismo se desarrolló en su primera época mediante la fuerza y la persuasión, lo mismo debe ocurrir con el socialismo, aunque en este caso, la educación será una herramienta aún más poderosa. El Che sostiene (1965a) que la educación en el socialismo es más convincente, porque “es verdadera” y “no precisa de subterfugios”. Tan verdadera debería ser, que el Che no duda (1965a) en afirmar que las instituciones revolucionarias serán “un conjunto armónico de canales, escalones, represas, aparatos bien aceiteados (...) que permitan la selección natural de los destinados a caminar en la vanguardia y que adjudiquen el premio y el castigo a los que cumplen o atenten contra la sociedad en construcción”. Son sus palabras más represivas, las más cercanas a un hombre de Estado que a un rebelde, esta vez, dispuesto a imponer su utopía a sangre y fuego.
El uso de la violencia para forzar a una actitud laboriosa entre la población se extendía, como es de suponer, sobre todo, a los funcionarios del Estado. A ellos se les exigía una entrega inclemente al trabajo, pero también una cercanía con los trabajadores a fin de no convertirse en empleados indolentes e inerciales. Guevara (1964g) describía así al típico burócrata al que pretende combatir: “Se sienta aquí en esta sillita y (...), además, si heredó una oficina de un antiguo gran industrial tiene aire acondicionado y a lo mejor tiene un termo de café caliente y otro de agua fría, y entonces tiene cierta tendencia a dejar cerrada la puerta del despacho para que el aire caliente no lo moleste. Este tipo de dirigente sí no sirve para nada, hay que desterrarlo”. En estas actitudes, Guevara veía la regeneración de la vieja estructura de clases. Al mismo tiempo la gente sólo podía entusiasmarse si en cada factoría había un administrador, que además de dirigir las labores productivas, era capaz de motivar con el ejemplo, fundirse con los trabajadores y sacar a flote la producción, como los comandantes habían hecho antes con las columnas guerrilleras.
Como se observa hasta acá, ante el permanente desaliento y frustración que provienen de la realidad empírica, el Che se refugia cada vez más en los andamiajes subjetivos o los problemas de conciencia. Cuando la economía o las industrias en marcha no arrojan las cifras soñadas, el guerrillero recurre una y otra vez a apuntalar el compromiso social de los cubanos. Así, a medida que la brecha entre las expectativas y los resultados se agiganta, más clara aparece la dualidad entre la teoría “científica” marxista y los obstáculos que van cercando al proceso cubano. No es casual entonces que mientras más se aproxima el año 1967, más urgentes y agresivos sean sus llamados a entregar la vida en el combate anti-imperialista.
Al llegar a esa conclusión, el Che consideró que su puesto estaba en la selva y ya no más en las oficinas de un ministerio. Fiel a su teoría de la violencia y el odio como motivadores de las grandes hazañas históricas, apostó por hacer girar nuevamente la espiral que, “como un match de boxeo”, impulsara la derrota del enemigo usando sus propios errores y debilidades. El desafío estaba en desencadenar el proceso, pero ya no en una isla, sino en el corazón de un continente y así crear un Vietnam que no pudiera ser puesto en cuarentena. En ese intento cayó derrotado.
Bibliografía
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[1] Es interesante, en los textos del Che, el uso de la imagen del lobo para caracterizar a la sociedad capitalista. En otro documento (1965a), el líder guerrillero compara al capitalismo con una “carrera de lobos” en la que uno triunfa a costa de los demás. En dicha sociedad, el éxito es asunto de pocos. La visión es prácticamente hobbesiana si pensamos que la superación del hombre lobo se da a partir del hombre nuevo, el producto más acabado de una nueva sociedad y un nuevo Estado. Razonando de manera análoga al filósofo inglés, Guevara justifica la fundación de un nuevo soberano a partir de una realidad previa en la que los seres humanos se encuentran indefensos, en este caso, inermes frente al interés material y el lucro. Mientras Hobbes justifica la suscripción de un pacto estatal en aras de la protección de la vida, el Che lo hace denunciando un estado de desigualdad crónica que sólo podrá superarse, justamente mediante la acción estatal justiciera. La sed de orden en Hobbes se traduce en sed de justicia para el guerrillero.