"Coco": la muerte es el olvido
Y ahora Pixar decidió posar sus agudas pupilas en México, o, mejor dicho, en la muerte o para ser más precisos, en la muerte después de la muerte.
En “Coco”, su última película, la genial productora de universos autónomos (el de los juguetes en Toy Story, el de las pesadillas en Monster Inc., el de los superhéroes en Los Increíbles, o el de los bichos en Bichos) consagra en la pantalla la costumbre hispano o indoamericana de festejar la vida de los que se marcharon sin boleto de retorno.
En México, donde aflora espontáneamente la desconfianza ante cualquier ensayo gringo orientado a retratar a sus vecinos del sur, el filme ha sido recibido con aliviada complacencia. El país se mira y admira en cada escena abarrotada de colores y pulsos de guitarra.
“Coco” nos muestra cómo la vida y la muerte funcionan cual universos paralelos, aunque sólidamente conectados durante 24 horas, en las que los vivos convocan a sus muertos para que les regalen una visita anual a domicilio. El nexo viene patrocinado por los retratos que conservamos y que congelan el gesto de nuestros seres amados, habitantes de esa intersección en la que nuestras fugaces existencias se cruzaron. Cada foto instalada en los altares u ofrendas es la puerta de acceso del difunto homenajeado al lugar en el que dejó sus esfuerzos, huellas y apremios vitales. No sucede así con aquellos difuntos que desaparecieron de la memoria de los suyos y que a consecuencia de ello sufren una segunda muerte, esta vez, definitiva. El olvido es, según “Coco”, el cerrojo final de cada tumba.
Lo maravilloso del relato es que carece por completo de referentes religiosos. Los esqueletos transitan hacia su fiesta terrenal superando una rutinaria prueba fronteriza con la que funcionarios del inframundo corroboran si esos espectrales transeúntes figuran o no en la lista de espera. El infierno y el cielo no existen. Más aún, quien al final es descubierto como un asesino musical no ha tenido frenos para que su fama y fortuna se extiendan más allá de su muerte y no hubo ni hay tribunal divino que lo alcance a castigar. “Coco” nos plantea la expiración de la vida como una mudanza resignada y necesaria, totalmente despojada de una valoración moral o del chantaje por el cual los humanos solemos cultivar conductas virtuosas bajo el mezquino cálculo de alcanzar la salvación.
Y entonces, la única sentencia válida que elimina a un ser humano de la extendida comunidad de almas con o sin carne, es el olvido. Quien ha pasado por la vida sin conmover ni generar simpatías, al no ser recordado, sencillamente recibirá una segunda y definitiva sepultura. Lo opuesto sucederá con quienes han dejado semillas en el camino. Para ellos, la convocatoria del Día de Muertos será perpetua o al menos, indefinida. Morir y luego morir después de la muerte, he ahí los dos pasos sugeridos en un mundo en el que la pérdida de la vida no es usada por ningún clérigo para lanzar amenazas tormentosamente infinitas.
Pixar también se atreve a enfrentar otro tabú que las películas infantiles habían pulido con hipocresía. La familia protagonista de “Coco” existe a plenitud tras el abandono del padre y no solo sobrevive, sino que goza. Como cientos de familias latinoamericanas, la de los Rivera está dirigida por una mujer que sin suplicar amparo, construyó un orden matriarcal secante y protector. Yace sepultada la ficticia normalidad de la familia “ideal” consagrada por el patriarcado. Y ahí, bajo esa tiranía vociferante de la chancla de la abuela, vivos y muertos cantan jubilosos, exprimiendo una lágrima de cada espectador agradecido.