La sala vacía
Cada año, siempre en septiembre y desde hace 71 ocasiones, la Asamblea General de Naciones Unidas, recibe en su púlpito principal a decenas de jefes de Estado. Es la inauguración de su nuevo periodo de sesiones. Hace pocos días se produjo el ritual 72, número que distinguirá estas deliberaciones de las anteriores y posteriores hasta septiembre de 2018.
Hay presidentes que no pueden faltar a la cita. Por ejemplo, el máximo representante del país anfitrión se dirige invariablemente a los delegados allí en la primera avenida de Nueva York. Donald Trump acaba de refrendar esta tradición usando sus minutos para amenazar con borrar del mapa a Corea del Norte. El silbato inicial está reservado para el Secretario General de la ONU, quien da la bienvenida a las 193 delegaciones.
Aunque no están obligados a concurrir, hay quienes que se anotan de manera pertinaz en la lista de oradores. Los que tienen suerte y sentido de anticipación, forman parte del glorioso primer día. Los que anuncian tarde su arribo, pueden tener la mala suerte de hablar en la segunda jornada o incluso más adelante. Solo quienes logran quedar incluidos en la primera mañana gozan de un auditorio lleno, porque nadie quiere perderse las cuatro horas inaugurales de la ceremonia. Es la ocasión para cruzar abrazos de pasillo y por supuesto, cosechar selfies. Ya por la tarde, el tamaño de la concurrencia se desploma a menos de la mitad. Quien entrega su discurso al día siguiente, debe estar seguro de que solo un puñado reducido de funcionarios de segundo nivel fingirá atender a sus palabras. Aunque sus énfasis y ademanes busquen engañarnos cuando los veamos por televisión, en realidad le están hablando a los estáticos asientos de una sala semi desierta. El consuelo de los concurrentes es que son sus pueblos los que paran las orejas, y que le corresponde a cada televisión nacional borrar las huellas de la desolación y la descortesía.
¿Por qué sucede esto cada año? La razón es operativa. Durante los 5 días de la inauguración, se programan más de 30 discursos diarios, lo que completa 150 o más en toda la semana. ¿No sería irresponsable que un jefe de estado abandone sus funciones primordiales para ponerse a devolver atenciones internacionales, sentado allí 8 horas diarias? Nadie, ni siquiera los despreocupados reyes o príncipes pueden inflingirse ese tormento. De modo que la práctica común es llegar minutos antes de la comparecencia, hablar a su turno y mantenerse en los asientos asignados durante diez minutos para después desalojar el recinto. Afuera esperan acciones más estimulantes y fugaces como los banquetes, los encuentros bilaterales, los murmullos y los alardes de protocolo. El precio de ello es una ciudad colapsada por las limusinas, los cuerpos de seguridad y el aterrizaje y despegue de tanto avión presidencial.
¿Por qué un presidente que asciende al atril y observa la inmensa sala vacía, quiere reincidir y reincide? Hay quienes como Evo Morales o Juan Manuel Santos se apuntan año con año.
Si una comunidad de 193 países es incapaz de generar un intercambio anual mínimo de ideas, ¿qué podemos esperar de medidas para detener el cambio del clima o la sanción a los crímenes de guerra? Y sin embargo ahí está Naciones Unidas, alentando el despilfarro estatal, en pleno terremoto mexicano, bajo la única premisa de que si los presidentes distribuyen su foto arrimados al púlpito central, saborean la idea de que ya alcanzaron la talla de líderes globales. “Le hablamos al mundo”, piensan, mientras reciben el entumecido aplauso de las seis personas de su delegación que recibieron el pase libre para ingresar a la sala vacía. ¿Y si en 2018 todos mejor se excusan?