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¿Por qué no cayó Maduro?


Durante la primera mitad de este año, pero sobre todo a lo largo de 130 días de alta intensidad, de Venezuela se pensaba que ya tenía su suerte echada. Su destino parecía encaminado a ser el del primer país de América Latina en dejar atrás y de manera apoteósica, el llamado “Socialismo del Siglo XXI”. Justamente allí donde Hugo Chávez había plantado una bandera de unificación continental en 1999, ésta iba a ser arriada por su propio pueblo casi dos décadas después. Aquella parecía ser la constatación final de que esta ofensiva igualitaria de la izquierda con la que se inauguró el siglo, arrastraba la misma condena que su predecesora en Europa (pronto se recordarán cien años de la Revolución Rusa). Desfallecía el bastión de Caracas; las demás piezas caerían en sucesión de dominó.


Sin embargo no ocurrió así. Nicolás Maduro continúa siendo Presidente de Venezuela y todo indica que culminará el periodo para el que fue electo en 2013, tras la muerte del líder fundador, Hugo Chávez Frías. ¿A qué se debió tanta certeza en tan equivocadas predicciones? Acá quisiéramos desentrañar las causas.


Los hechos


Cuando la oposición venezolana celebró su primera gran victoria electoral en diciembre de 2015, todo apuntaba a que presenciaríamos una caída lenta y sostenida del chavismo, encarnado en la maltrecha figura de Maduro. En su discurso inaugural, el presidente del nuevo Congreso prometió a sus electores que en un tiempo de seis meses se pondría en marcha un mecanismo democrático orientado a cambiar de gobierno. El corazón de esa línea de conducta iba a ser el nuevo parlamento, en el que los opositores ocupaban casi dos tercios de los asientos.


De ese modo, un presidente chavista, electo en 2013, se enfrentaría en una guerra sin cuartel durante un año y medio con un Congreso electo en 2015. Dos poderes se enfilaban a un conflicto en el que uno de los dos debía desaparecer. El sistema institucional venezolano comenzó a fracturarse pues en dos mitades.


Las incidencias de esta lucha están claramente registradas. En 2016, las escaramuzas entre ambos poderes giraron en torno a la elección de tres diputados opositores del Estado de Amazonas. El poder electoral optó por suspenderlos debido a supuestas irregularidades en la obtención de su mayoría. Tres, sí, tres eran los votos que la oposición necesitó siempre para utilizar los dos tercios parlamentarios y con ello realizar importantes relevos en el Estado venezolano a fin de impulsar la caída del régimen y la convocatoria a elecciones anticipadas.


2016 fue entonces el año de la parálisis del Congreso, es decir, de su constante obstrucción por los demás poderes del Estado. En forma paralela, la crisis económica se fue agudizando.


En enero de 2017, la llamada Asamblea Nacional, controlada por la oposición, desconoció el freno del poder electoral, incorporó a los tres diputados cuestionados y aprobó una polémica decisión en la que declara que la Presidencia del país está vacante, es decir, que Maduro “ha abandonado” el cargo. El contraataque no se dejó esperar. El poder judicial declaró que la Asamblea estaba en situación de desacato y por tanto, le retiraba todos sus poderes.


Cada uno de los polos del conflicto había usado ya su máxima capacidad de fuego. Si bien el poder judicial retrocedió y le devolvió sus poderes al parlamento, estaba claro que ninguno de los dos bandos estaba dispuesto a aceptar una coexistencia con el otro. El 2017 empezaba con violencia.


Meses antes de los cañonazos finales (declaratoria de abandono del cargo y sustracción de poderes), opositores y chavistas se reunieron en la República Dominicana bajo los auspicios del Vaticano y tres ex jefes de Estado que operaron como mediadores. Si bien llegaron a algunos acuerdos, éstos no fueron suficientes para frenar el desenlace dramático que hoy conocemos. El gobierno ofreció allí superar la situación de desacato del parlamento y la oposición aceptó reconocer que la crisis económica es obra de un “boicot”. Una autocrítica posterior desde las filas opositoras señala que aquel diálogo le sirvió a Maduro para distraer a las fuerzas adversarias y evitar que los trámites para convocar a un referéndum revocatorio arriben a buen puerto. En efecto, el revocatorio se diluyó entre impugnaciones de firmas y retrasos en la entrega de los requisitos. Maduro salvaba así la primera mitad de su mandato.


El 2017 empezaba con los peores augurios. En efecto, la oposición endurecía posiciones. Cerradas ya las vías pacíficas, resolvió vaciar todos sus arsenales a fin de que la presión se torne insoportable.


Entre abril y julio, aplicó la estrategia de las calles. Ésta consistía en hacer visible la presencia ciudadana hasta desnudar la soledad gubernamental. En un país tan violento como Venezuela, el número de muertos en diversos incidentes fue creciendo.


De forma paralela, se desplegó una agresiva campaña internacional para aislar a Maduro. Los mayores avances en esa dirección se dieron de la mano del uruguayo Luis Almagro, Secretario General de la Organización de Estados Americanos (OEA). Aunque no lograron sumar los suficientes votos para aplicarle a Venezuela la llamada carta democrática, los países amigos de la oposición consiguieron que el conflicto adquiriera rápidamente una enorme notoriedad internacional. En la Casa Blanca, en Bruselas o Moscú empezaron los pronunciamientos a favor o en contra del levantamiento popular.


¿Qué buscaba la oposición venezolana?: el desacato de las fuerzas de represión y una ola de indignación mundial en contra de los abusos de las autoridades. Cada muerto era lanzado a la palestra pública con el objetivo de escalar el repudio y producir una reacción entre los uniformados. Todo tenía que derivar en una acción similar a la de abril de 2002, cuando las fuerzas armadas tomaron preso al Presidente y lo invitaron a renunciar.


En paralelo, el gobierno no perdió su tiempo. En mayo convocó a una Asamblea Constituyente. Lo hacía a sabiendas de que en dos meses podía contar con un nuevo poder electo en cuya formación solo participarían sus adictos e incondicionales. Maduro necesitaba un punto de apoyo para inhabilitar al parlamento y comenzar a imponer la fuerza material en su favor.


Unificada la capacidad coercitiva del Estado en manos del chavismo, la oposición empezó a sentir que la convocatoria a la Asamblea Constituyente le ponía un plazo de vencimiento a sus acciones. Ese plazo llegó el 4 de agosto, día en el que dicho cónclave comenzó a sesionar. A partir de ahí, vivimos una consolidación del chavismo como fuerza que se impone a toda disidencia interna y que aspira a convertir en norma vinculante lo que decida en atención a sus motivaciones propias. La oposición teme que en su país se aplique el modelo cubano que en dos años más cumplirá seis décadas de vigencia.


Hoy, en Venezuela Maduro vive su momento estrella. Se ha impuesto al grado de que la oposición que se mantuvo unida tantos años, ha comenzado a fracturarse. Las calles están vacías, el Congreso ya no tiene poder de hacer nada y la llamada Mesa de la Unidad Democrática (MUD) se ha pronunciado por participar en las siguientes elecciones para gobernadores a ser celebradas en diciembre. Otros partidos de dicho frente han calificado el uso de esta carta como una “traición”. Así lo ha dicho Ana Corina Machado de “Vente Venezuela”.


¿Qué aprendimos de esta crisis? Veamos cuáles fueron las tres premisas más erradas de la oposición.


1. Hubo Golpe


La narrativa del Golpe de Estado es muy común en Venezuela. Cada posible transgresión a un orden considerado como satisfactorio es calificado automáticamente como tal. Ambos bandos cayeron en la tentación de calificar al otro como “golpista”, sin embargo solo la oposición mantuvo el argumento de forma sostenida.


No podía hacer otra cosa. Lo necesitaba para que la OEA pudiese aplicar la llamada carta democrática, es decir, la suspensión de Venezuela del organismo, tal como se hizo con Honduras en 2009. Entonces, a fin de inflar una campaña internacional de aislamiento del gobierno de Maduro, la oposición pecó en el plano interno. Hacia fuera, el discurso sobre el golpe pudo haber funcionado, pero hacia adentro se reveló impotente.


¿Fue un error? Sin duda. La narrativa del golpe clausura las salidas democráticas. Al proclamar a Maduro como “dictador”, solo se daba paso y esperaba su derrocamiento violento. Aquella era la única consecuencia objetiva de aquel discurso. Es por eso que cualquier negociación, como la planteada en la República Dominicana, resultó inhibidora para la oposición que en principio escondió su presencia y luego tuvo que admitir su derrota.


Al hablar de golpe, la oposición cerró todas las puertas a una salida negociada y reforzó a los sectores intransigentes del chavismo que pudieron imponer fácilmente un estilo férreo y combativo. Es más, hablar de dictadura mientras se convocan a marchas callejeras diarias y se impulsa una consulta para desconocer la llegada de la Asamblea Constituyente no resultó muy verosímil.


2. A Maduro solo lo sostienen las bayonetas


Esta afirmación no fue certera. Si la oposición dice la verdad y ha logrado más de 7 millones de respaldos en la consulta que organizó en julio, quedaría un número similar en la otra orilla (hay 19 millones en el padrón electoral). Muchas de esas personas han abandonado el chavismo, pero no se han unido a una oposición que se muestra demasiado ansiosa por echar abajo todo lo erigido en Venezuela desde 1999.


Algunos análisis en minoría hablan del hecho de que la gente aún “no ha bajado de los cerros” (entrevista a Alejandro Velasco por Pablo Steffanoni de la Revista “Nueva Sociedad”, junio de 2017). En efecto, fueron los barrios altos de Caracas los que en momentos como el golpe de estado de 2002 en contra de Chávez, dirimieron la situación de polarización.


En otras palabras, Maduro no solo tiene el respaldo de los militares, también goza de, al menos, la neutralidad expectante de mucha gente que aún conserva cierta fidelidad con los alcances de casi dos décadas de acción estatal masiva.


3. Trump es Nixon


Con la salida de Obama de la Casa Blanca, y su reemplazo por Donald Trump, muchos sectores del exilio cubano y venezolano, hoy completamente fundidos en un haz de voluntades, pensaron que las reglas hemisféricas cambiarían radicalmente. Aunque Trump, guiado por el senador Marco Rubio, puso fin a la política de reconciliación con La Habana, está claro que no ha tomado los pasos necesarios para desestabilizar a Maduro. Las razones de esta pasividad son complejos de explicar y quizás tienen que ver con el hecho de que Trump carece de una idea clara sobre qué hacer en su “patio trasero” (hasta ahora solo ha planteado una idea al respecto: el muro con México).


La irrelevancia de Estados Unidos en la política interna de los países latinoamericanos no ha podido ser cambiada ni siquiera por la reciente gira del vicepresidente Mike Pence. Qué lejos estamos de aquellos tiempos en los que una llamada de Henry Kissinger hacía temblar a cualquier Presidente al sur de su frontera.


Por todo lo señalado, solo queda afincar esperanzas en una oposición venezolana que sepa hacer una autocrítica y regrese por la senda de 2015, es decir, que apueste por ganar elecciones. Una especie de tozudez democrática es lo que ahora le hace falta.


Tuvo el respaldo de 17 países del hemisferio, marchas callejeras constantes durante más de tres meses, un parlamento a su favor y una red de medios de comunicación que amplificaron al máximo sus determinaciones. No pudo. Está claro que necesita subir a los cerros de Caracas y escuchar más a la gente.


Mientras tanto la Asamblea Constituyente trabaja sin ella. Un nuevo Estado está siendo diseñado a puertas cerradas. ¿Podrá imponerse a pesar de todo? El chavismo ha pasado ahora a ser una fuerza de imposición, un cuerpo autoritario y auto-complaciente. Si la oposición tiene el temple de no imitarlo, puede acariciar el futuro en sus manos.

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