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Y Maduro no cayó...


Cuando en diciembre de 2015, la oposición venezolana obtuvo su primera gran victoria electoral tras una década y media de hegemonía chavista, perdió sencillamente la cabeza. Había estado tanto tiempo comprimida y boca abajo, que aquel soplo verificable de respaldo electoral le entregó la confianza de que su extenuante diáspora finalizaba.


Aterrizaba al momento para el que nunca tuvo la paciencia necesaria, al fin sujetaba uno de los poderes del Estado para darle lustre a la conspiración permanente. Con la aceleración que otorga el estar perforando un duro asedio, los líderes opositores transformaron la Asamblea Nacional, es decir, el parlamento, en un monumental tanque de oxígeno para inflar sus ansias de echar de Miraflores a Maduro y su “pandilla”. Su primera aseveración fue que, al votar por ellos, el pueblo ya había revocado al Presidente. Lo que quedaba entonces era confirmarlo, organizando un referéndum revocatorio, tarea en la que invirtieron todos sus ímpetus y firmas en 2016. Y así, aunque esa no hubiese sido la única causa, Venezuela se fue fracturando institucionalmente. Irrumpía en escena un choque de poderes.


Colocado en postura defensiva, el chavismo dejó de participar en las sesiones parlamentarias. Con la ayuda de sus jueces, desbarató la elección de un puñado de diputados opositores que aseguraban los dos tercios. Así debilitó la capacidad de fuego de aquel poder “rebelde”. Luego, los seguidores de Maduro impulsaron negociaciones secretas con la oposición en República Dominicana. Bajo el auspicio del Papa y con mediadores afines, ganaron tiempo y entorpecieron el trámite para convocar al revocatorio. Maduro salvaba así la primera mitad de su agónico mandato.


Despejado el escenario, la oposición pisó el acelerador. Este año, en solemne sesión de enero, aprobó una ley para declarar vacante la silla presidencial. Maduro era revocado, pero no del modo más aceptable. Por supuesto que no pasó nada. El Presidente mantuvo la lealtad de las fuerzas armadas y del bloque político que lo mantiene en el mando. Entonces la oposición se lanzó a las calles. Imaginaba que las penurias económicas, la inflación y el aislamiento internacional de Maduro resultarían fulminantes. Han pasado más de 130 días de marchas diarias y nada, las calles hoy ya están vacías.


Al iniciar mayo, Maduro convocó a una Asamblea Constituyente, un paso legal impecable. Lo podía hacer y lo hizo. Con ello dejó a la oposición en la peor de las localizaciones, pero ésta, auto-engañada y triunfalista, optó por el boicot no participando. El resultado ha terminado siendo funesto para ella. Le acaba de regalar a Maduro el punto de apoyo legal que necesitaba para dejar fuera de juego aquella correlación adversa de 2015. Hoy la elección más reciente ha eclipsado jurídicamente a las anteriores, devolviéndole la iniciativa al Presidente y sus aliados. Ha caído la Fiscal General, los diputados perdieron sus prerrogativas y se ha convocado a votar por gobernadores para diciembre de este año. Es una jugada maestra. La prueba de ello es que la oposición en Venezuela comienza a sufrir sus primeras fracturas internas. Un grupo ha optado por seguir en las calles, aún sabiendo que la capacidad de protesta languidece. Otros, la mayoría, ya redactan listas de candidatos, no quieren seguir concediendo espacios al gobierno.


Maduro no cayó, pero el chavismo ha dejado de ser lo que fue al inicio de este siglo: una fuerza capaz de profundizar cambios en democracia y competencia abierta con sus adversarios. Los herederos de Chávez toman hoy decisiones que él hubiese desaconsejado. Él cambió la Constitución para cambiar el país, ellos, hacen lo mismo, pero para que nada cambie y, eso sí, la incontinente voracidad de la oposición ha jugado otra vez a su favor.

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