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Robar secretos


Hace siete años, el australiano Julian Assange fue acusado de haber violado a dos mujeres en Suecia. Desde que se digitó su orden internacional de captura, el hacker más prominente del mundo vive bajo espasmos de persecución y fuga. En junio de 2012, logró recluirse en la embajada de Ecuador en Londres y desde entonces no ha salido salvo para entreabrir cortinas o entregar una declaración de prensa desde el balcón de la residencia diplomática. Y es que Assange nunca necesitó moverse por la geografía material. Lo suyo es el internet y su etérea espesura. Desde muy joven habita una computadora y es allí donde estira las piernas a sus anchas.


La justicia sueca acaba de “discontinuar” su caso. Sabe que no puede esperar una década sin detenerlo, de modo que ha bajado los brazos. No declaró su inocencia y menos su culpabilidad, ésta es apenas una admisión de impotencia judicial. Y es que, claro, el delito de Assange no fue tanto haber coqueteado con dos damas al epílogo de una de sus concurridas conferencias, sino haber puesto millones de documentos secretos ante los ojos de la gente. Assange es tal vez más un ladrón que un violador. Su informante más célebre, es decir, el autor material del hurto, el soldado Bradley Manning, ya fue indultado a último minuto por el presidente Obama. ¿Por qué ahora Assange tendría que ser encarcelado?, ¿por qué no se ha perseguido con el mismo encono a los medios impresos que procesaron la información robada?


Assange es un pragmático más que un revolucionario. En ello, los ecuatorianos parecen confundir el rol de su protegido. En una última entrevista, el australiano ha dicho que le gustaría ver a Bernie Sanders como presidente de los Estados Unidos. Elegante forma de salir al paso. No le convenía admitir que en realidad le gusta Trump, a quien ayudó a ganar la Presidencia exponiendo datos incómodos de los guiños entre Hillary Clinton y la burbujeante banca especuladora. Assange sabe que en su juego no imperan los valores ideológicos abstractos, sino las sorpresivas movidas de ajedrez. Por eso se ha acercado a los rusos, donde su par, Edward Snowden, ha conseguido posada. Por eso siente que Trump le debe un favor y mira con ansiedad la ventana de una absolución, esta vez, de parte de la Casa Blanca.


Assange es entonces un héroe incompleto. Una de sus fuentes de entereza es haber exhibido al gobierno de los Estados Unidos como un villano sin escrúpulos, pero quizás su mayor tropiezo emana de su vanidad descontrolada. Cuando recibió los centenares de documentos sobre las guerras de Irak y Afganistán, tuvo que admitir que carecía de logística para leer y valorar. Olvidando que quien divulga secretos se hace responsable de sus daños, puso todo a disposición del público bajo la excusa de que no le corresponde ejercer censura. Las víctimas inocentes de sus revelaciones quedaron al descubierto en el mismo grado que aviesos embajadores o torpes generales. En tal sentido, la justicia hacker exhibió sin rubores su lado más perverso: el de la desinformación por exceso de datos.


Como periodistas sabemos que el heroísmo no viene de la obtención de la primicia, sino de su puesta en forma para proceder a su publicación responsable. Assange ha violado la privacidad del Estado y por ello le reservamos nuestra gratitud prolongada, pero también ha cedido ante la urgencia de convertirse en una celebridad, poniendo en peligro a cientos de personas que aparecen marginalmente comprometidas con las sucias tareas del poder. Por eso, si alguna lección podemos extraer del caso Wikileaks, es que robar secretos no es un mérito en sí que aporte a la democratización de la información. Lo que realmente contribuye a ello es el procesamiento responsable de las filtraciones, su puesta en contexto, en clave didáctica y comprensible. Y ello no es tarea de hackers, sino de periodistas. Larga vida a este oficio más modesto e imprescindible.

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