25 años
Rafael Archondo
Este 8 de marzo se recuerdan dos décadas y media de la muerte de Carlos Palenque Avilés, político, comunicador social y músico, quien entre 1968 y 1997, se convirtió en suprema representación de los barrios emergentes de La Paz y El Alto.
Su enorme popularidad, que casi llegó a forjar una especie de culto religioso en torno a su imponente voz, explica con claridad los fenómenos sociales que experimentó Bolivia después de la Revolución de 1952. Palenque fue el estandarte visible de aquellas masas desplazadas del campo tras la reforma agraria, las cuales optaron por avecindarse en las ciudades a fin de expandir el perímetro de su ascenso clasista. Sobre este desplazamiento multitudinario, hubo quien dijo que se trataba de una variante urbana de lo aymara. Lo indígena sentaba así sus cabales en las urbes y recubría con su presencia el paisaje de lo moderno. Hubo también quien descalificó la maniobra, etiquetándola como “blanqueamiento” o traición a la idiosincrasia de origen. Era lo indígena que agonizaba en los brazos del asfalto, la fábrica y la radiodifusión. ¿Quién tuvo la razón?
Palenque puso en claro que ni lo uno ni lo otro. Bajo su influencia, carente de toda elaboración teórica sofisticada, pero dotada de un olfato comercial prodigioso, el Compadre sentó las bases o más bien, sirvió de vehículo al emplazamiento de una nueva cultura. Ni mera sucursal de lo ancestral ni abandono de los valores autóctonos. El mundo urbano fue transformado, pero sobre todo transformó al cuerpo étnico migrante. Los que creen en la irreductibilidad de lo indígena, se engañan. Lo aymara urbano puede seguir llamándose así, pero los cambios operados en su seno nos remiten más bien a una otra manera de encarar la vida.
El discurso de Palenque, ese que sedujo a miles de personas a lo largo de dos décadas, es la radiografía más nítida de esta realidad urbana reconvertida. En su núcleo vital reside el nacionalismo “químicamente” puro, que aspira a tener un Estado fuerte, pero no como nivelador de las clases sociales a la usanza soviética, sino como ente que oficializa la movilidad social ascendente. Palenque remodeló la escenografía social propuesta por el nacionalismo revolucionario desde el momento en que impulsó el liderazgo complementario de mujeres como Remedios Loza o Mónica Medina. Quienes antes solo aplaudían o cargaban sobre sus hombros a los doctores, ascendieron al podio de los discursos. Lo suyo fue un nacionalismo integrador, que le abrió las puertas de las decisiones a los que antes solo eran “escalera” para los gobernantes.
Sin embargo su mayor atractivo es que no fue igualitario. Más que una rebelión contra los ricos, fue un llamado a que los pobres dejaran de serlo y se integraran al reparto de los beneficios. No exaltó a los oprimidos, porque prefirió aplaudir a los exitosos. Esa es la principal razón por la cual Palenque nunca sintió proximidad real con el socialismo a pesar de haberse rodeado de los exponentes de la llamada “izquierda nacional”. Su olfato político se remitía más al barrientismo o a los albores del MNR, al capitalismo andino o la aparición de un empresariado de color cobrizo. A dos décadas de su partida, parece más necesario que nunca, revisar sus pasos. Hay huella y es profunda.