El Che y sus "traidores"
Al igual que Mario Monje (1929-2019), Ciro Bustos sirvió como lavadero de culpas para el Che Guevara. La figura del traidor resulta siempre confortable. Ayuda a enterrar el debate sobre las verdaderas causas de una derrota. Es más fácil decir que alguien se arrodilló ante el enemigo que reconocer debilidades en trinchera propia.
Ciro Bustos ha muerto el primer día de 2017. Fue una de las cientos de víctimas de una concepción política equivocada más conocida con el nombre de “guerra de guerrillas”. Es otra de las tantas bajas fuera del monte, lejos de la metralla enemiga; uno de los inmolados por una causa que lo sedujo para aniquilarlo lentamente.
Si ahora pudiera leer, él no suscribiría aquello de que la violencia solo genera violencia. El artista argentino murió en Suecia convencido de que la liberación de los pueblos llegaría con el imprescindible auxilio del fusil. De esa idea no se apartó ni un milímetro a pesar de que los impulsores de la misma lo obligaron a vivir bajo tortura. Sí, Ciro fue un hombre atormentado por la gente a la que admiraba. Desde que escuchó la voz del también argentino Ernesto Guevara, timbrada clandestinamente en la Sierra Maestra de Cuba, decidió entregar todos sus días a la causa de la revolución continental. Desde 1958 hasta hace unos días profesó esa convicción que le fue carcomiendo la existencia cotidiana. Perseguido por jaquecas crónicas que aplacaba con tabletas rutinarias y acostumbrado a recorrer en un día lo que un ciudadano normal camina en una semana, Bustos no encontró paz en medio del laberinto de mentiras por el que lo obligaron a deambular desde La Habana. Bustos murió con el título deshonroso de “delator del Che”, cuando en realidad quiso ser uno de sus más leales combatientes.
Bustos y Guevara se vieron por última vez en el campamento de Ñancahuazú, Bolivia, en abril de 1967. El primero había llegado hasta ahí a pedido del segundo. Funcionaba como contacto entre el naciente foco insurrecto y la próxima lucha popular en la Argentina de ambos. Bustos era constructor del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), dirigido por el periodista Jorge Masetti, fundador de la Agencia Prensa Latina. Entre 1963 y 1964, el EGP caminó sin rumbo por la provincia de Salta. De Masetti, su “comandante Segundo” (el Che iba a ser el primero), no se supo nada. La Gendarmería argentina no se esforzó demasiado en apagar aquel fuego mal atizado.
Pues bien, la lucha tenía que proseguir, pero ésta vez desde la frontera norte, desde Bolivia. El Che esperaba ingresar a su país con una columna nutrida para rematar con la toma de Buenos Aires, una década más tarde. Bustos era el enlace entre la localización coyuntural del Che en ese momento y el verdadero campo de batalla de los siguientes años. La tierra gaucha iba a ser el nuevo Vietnam, al menos ese era el sueño; Bolivia, solo un lugar de entrenamiento y planificación sosegada.
Nada ocurrió según el diseño original. Cuando Bustos conferenciaba con su jefe y compatriota, el ejército boliviano descubría, a fines de marzo, las operaciones guerrilleras y precipitaba el desenlace prematuro de aquella aventura. Ese medio centenar de guerrilleros, con huéspedes en su seno, se vio obligado a disparar. Como era obvio, quienes no formaban parte de la tropa salieron de la zona. Fue el caso de Bustos, el filósofo francés Regis Debray y un periodista británico. El ejército los capturó desarmados el 20 de abril en Muyupampa, liberó al último y sometió a juicio para condenar a 30 años de prisión a los otros dos. En 1970, Bustos y Debray fueron perdonados y salieron de Bolivia para reconstruir sus vidas. Sus destinos no pudieron haber sido más contrapuestos. Debray acarició las cúspides de la vida académica y política en Chile, y luego en su Francia natal. Bustos apenas empezaba su martirio. Los que quisieron perfeccionar la leyenda del Che necesitaban de un chivo expiatorio, un ser abyecto con el que se pudieran expiar los pecados del Comandante, una razón de carne y hueso que convalidara que no era la concepción guerrillera, sino las vicisitudes de la lucha, el origen de la derrota.
Durante su tiempo de prisión en Camiri, Bustos usó sus cualidades de artista para entorpecer y prolongar las investigaciones de las autoridades militares. Trazó una galería de retratos de los guerrilleros, como si una mente humana pudiera recordar tantos rasgos a la vez. ¿De qué pudieron servir aquellos garabatos? De nada. Ninguno de esos barbudos estaba en ese momento buscando camuflar su rostro entre la gente común. Todos ellos lucían uniformados, alzados en armas, esperando reclutas, ansiosos de ser reconocidos y de atraer con su ejemplo más vidas humanas. A nadie más que a la propia guerrilla le resultaba tan útil en ese momento que los bolivianos supieran que el Che estaba al mando.
Un retrato como los que Bustos entregó en 1967, solo le sirve al detective que escruta rostros en las calles y plazas, al comisario que junta evidencias en un tablero de corcho frente a su humeante taza de café. Lo “aportado” por Bustos no era nada. Bueno, nada para los fines de la lucha antiguerrillera, pero mucho para los constructores del mito del Che infalible. Pero no, operativamente, Guevara no necesitaba traidores. Su lucha estaba condenada al fracaso desde el momento en que firmó su famosa carta de despedida. Eso lo supimos nosotros decenas de veces, con cada muerto, con cada preso, con cada suicidio, con cada pérdida innecesaria. De eso, de la errada concepción de la guerra de guerrillas podría estar escribiendo quizás ahora la siguiente generación de latinoamericanos, esa que ha vivido triunfos de izquierda, pero electorales, no funerarios.
A lo largo de su vida, el Che Guevara cosechó un triunfo resonante y tres derrotas, la última de ellas, letal. La Historia cubana lo recuerda con gloria agigantada por la extenuante campaña de Las Villas, en la que recorrió la isla de cabo a rabo para llevar la guerra a las puertas de la capital. En este episodio, nadie olvida el descarrilamiento de aquel tren lleno de armas y la consiguiente toma de Santa Clara. Lo demás fue hábil propaganda y desbande de las tropas de Batista.
De ahí en más, el Che se especializó en perder. Como autoridad económica en Cuba fue derrotado con palabras en el clásico debate con Carlos Rafael Rodríguez sobre los incentivos materiales o simbólicos. No logró sus metas materiales, industrializar el país, y tampoco impuso sus políticas salariales. Se producía su primera caída, en el país que lo vitoreaba a pesar de su condición de extranjero.
El siguiente contraste tuvo lugar en el Congo, de donde salió huyendo por Tanzania. En África no encontró tropa dispuesta a seguirlo y sus maniobras nunca podrán compararse con la de las tropas cubanas en Angola o Namibia. La tercera gran derrota del Che fue en Bolivia, país en el que perdió la vida. Su trayectoria sudamericana es hasta hoy un ejemplo emblemático de lo que no debe hacerse en materia militar.
A pesar de esa hilera de fracasos, el Che es aún un héroe mítico universal. Su éxito comercial ha sido casi absoluto, aunque ideológicamente ya es cada vez más un referente vacío. Ninguna de sus obras permite acreditar aquella fama alcanzada. Y es que la revolución cubana transformó la caída definitiva del Che en una victoria política muy parecida a la de Jesucristo abatido en la cruz. Hoy, no queda un solo guevarista dispuesto a empuñar fusiles. Si se ponen las botas, es para buscar votos. Bustos, que no lo hizo, les sirvió para decorar la leyenda del guerrillero heroico. Una nueva generación de historiadores lo absolverá.