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¿Hacia dónde camina América Latina?


Este artículo pide un alto en el camino para mirar al continente más democrático del planeta, uno que ha ido poniendo las decisiones más importantes en manos de sus ciudadanos. Hay motivos de esperanza, se abran o se cierren determinados ciclos políticos.

El siglo XXI encontró a América Latina en un estado de profundo cuestionamiento interno. La transición de un milenio a otro estuvo marcada por la elección como presidente de Venezuela de un ex militar golpista llamado Hugo Chávez Frías. En un acto con pocos precedentes históricos, quien se había puesto a la cabeza de un ensayo por interrumpir el curso democrático de una de las naciones más institucionalizadas del continente, se adueñaba claramente del favor popular y ganaba una elección tras otra, bajo la promesa de “dejar morir” la “desfalleciente” Constitución vigente y proponer una nueva.


Chávez fue el anticipo de lo que más tarde quedaría bautizado como un nuevo ciclo de gobiernos progresistas. El apelativo es cauteloso. No se usó ni “de izquierda” ni “revolucionarios”. Se sabía de antemano que pensar en una revolución a través de autoridades electas y por ello mismo, revocables, podía acarrear sentidos no buscados ni propuestos. Y es que las revoluciones en el mundo fueron planteadas desde actos de fuerza o potencia física y no desde la voluntad secretamente expresada en una papeleta de sufragio.


Sin embargo Chávez ya encarnaba un viraje importante hacia una nueva tendencia democrática. Siete años después del fallido intento golpista de 1992, asumía el desafío de convencer antes que vencer. Nacía la idea de que una revolución podía ser el fruto de una paciente labor de persuasión, de avances y retrocesos, de largos periodos en el gobierno, y otros en la oposición. Esta noción marcaría a fuego los procesos que siguieron al triunfo del Movimiento V República en Venezuela.


El resultado fue una agenda de reformas para América Latina. La nueva izquierda buscaría gobernar, pero lo haría de la mano de los electores, no de insurgentes armados. No se trataba de un cambio cualquiera. Era una transformación no solo de los países y sociedades donde se la ponía en práctica, sino de una mutación generalizada en las mentes de los dirigentes de las diferentes izquierdas de la región. Un baño de legitimidad cubrió a todos los actores políticos del nuevo siglo. Cada uno de ellos fue emergiendo en olor de multitudes: Chávez, Lula, Evo, Correa, Kirchner, Bachelet, Mujica, Humala, Zelaya, Ortega, Lugo, Funes, López Obrador…


Así, bajo el empuje de los escrutinios desfavorables para el neoliberalismo, el llamado Consenso de Washington se veía obligado a un repliegue y aunque ni el Fondo Monetario Internacional (FMI) ni el Banco Mundial (BM) salieron huyendo del escenario, muy pronto pasaron a ser irrelevantes. Ya no había ministros danzando a su alrededor, y sus arrogantes personeros debían agachar la cabeza para acostumbrarse a hacer antesala ante las nuevas autoridades. Algo similar operó en la Organización de Estados Americanos (OEA) o Naciones Unidas (ONU). Un continente se adueñaba del micrófono y hablaba en voz alta desde el sur.


El despertar de la izquierda latinoamericana facilitó la emergencia de un mundo multipolar en el que Estados Unidos dejaba de ser el eje de todas las iniciativas y en el cual rusos, chinos, brasileños o sudafricanos abrazaron un protagonismo inesperado. Hoy, diversos poderes intermedios tienen una creciente capacidad de influencia: UNASUR, el Vaticano, la CELAC, los actores digitales, las juventudes auto-convocadas, las minorías efectivas, un enjambre de posiciones y movimientos, un mecanismo de dispersión y agregación constante.


El mundo de hoy es más libre y por ello mismo más caótico, menos predecible y seguramente, aunque no en niveles óptimos, más democrático y participativo que el del pasado. Pero, en este contexto renovado, ¿hacia dónde camina América Latina?


Acá intentaré describir las huellas que la izquierda latinoamericana va dejando en el continente. Será un inventario de los cambios y una delimitación de tendencias. Habrá vértigo, pero también cautela. Será como sentarse en una cima cualquiera y contemplar.


Pocas ganas de perder


Muy cerca de cerrar la segunda década del nuevo siglo, los ideales de Chávez parecen entrampados en el mismo dilema que les dio origen. Hacer la revolución manteniendo el cauce democrático-electoral, ha demostrado ser una ecuación problemática. Tras su segunda derrota electoral en una década y media, los chavistas no parecen aceptar su nueva condición de minoría. En general, la contundencia de una década de victorias inapelables ha provocado que los izquierdistas latinoamericanos en el poder hayan perdido el hábito de perder en las urnas.


Sin embargo, ello no ha impedido el desmoronamiento o mera retirada de las administraciones progresistas de Brasil, Argentina o Perú, o el desgaste, en apariencia reversible, de las de Honduras, Venezuela, Bolivia o Ecuador. No experimentamos hoy una clausura integral de un ciclo político, sino apenas su repliegue, que no equivale necesariamente a un colapso generalizado. Así funcionan las democracias, no las revoluciones.


Con ello constatamos que los actores políticos del llamado progresismo latinoamericano como el Partido de los Trabajadores (PT) en Brasil o el peronismo en Argentina, están lejos de haber desaparecido. Su retorno al terreno de la oposición después de dos o tres mandatos consecutivos no difiere en nada de fenómenos similares en Europa o Estados Unidos. Por ello, la afirmación de que un ciclo político está concluyendo parece extraída de la historia de las convulsiones sociales y no de la historia de la democracia. En este último sistema de gobierno, lo normal es que las fuerzas en competencia electoral se alternen en el manejo de las instituciones. En ese sentido, si América Latina es hoy, junto a Europa, el continente más democrático del mundo, este debería ser un elemento a ser considerado para el análisis del momento.


No haber aprendido a perder en las urnas parece ser entonces uno de los rasgos centrales de la nueva izquierda latinoamericana. Su invocación constante a la “revolución” la ha llevado a considerar que el proceso de reformas planteado y respaldado claramente por los ciudadanos, no debería interrumpirse porque formarían parte de una necesidad histórica. Este es el elemento más peligroso de la coyuntura actual, porque no es la Historia, sino el electorado el que toma decisiones en una país democrático.


La hazaña de origen


Las revoluciones siempre basaron su retórica en lo que podemos calificar como la “hazaña de origen”. Por ella entendemos que toda revolución es un hecho excepcional e irrepetible que se inicia mediante algún acto de heroísmo y entrega. En la mayoría de los procesos de este tipo, un grupo de audaces decide arriesgar sus vidas o sus privilegios a fin de poner a prueba su capacidad para modificar las reglas de juego. A partir de ese hecho, los iniciadores suelen recibir el reconocimiento inmediato o posterior de sus bases sociales de apoyo. Sobre ese sustrato, la revolución se pone en marcha en búsqueda del objetivo final consistente en la toma final del poder.


Desde la larga marcha del campesinado chino bajo el liderazgo de Mao hasta el arresto por 27 años del sudafricano Nelson Mandela, cada revolución posee su “hazaña de origen”. Gracias a ello, la retórica revolucionaria identifica un punto de partida, que prefigura a su vez, un destino. Gracias a él, los movilizados adquieren un compromiso o una lealtad con el heroísmo de inicio, y por consiguiente, visualizan una meta colectiva. ¿Puede haber un factor de aglutinación más efectivo? La narrativa revolucionaria tiene indudables efectos mistificadores. Plantea un antes y un después, un instante justiciero signado por un despertar y una secuencia de actos de reivindicación del planteamiento inicial hasta su consecución o cristalización. Los participantes quedan en deuda con los sacrificados del principio y no descansan hasta recompensar ese esfuerzo, que en muchos sentidos, fue ofrendado en soledad y en condiciones de aislamiento. Con la victoria, la hazaña de origen queda reivindicada.


Así, aunque todo partido o ideología haga uso de estos recursos, es indiscutible que éstos forman parte central de todo pensamiento revolucionario. No me refiero solo a la izquierda. Movimientos como el nazismo o el fascismo, ambos de índole revolucionaria, fueron emblemáticos en este comportamiento.


En el caso de la nueva izquierda latinoamericana, el golpe de Chávez en 1992, la renuncia de Correa a su puesto de ministro de Economía en 2005, la expulsión del parlamento de Evo Morales en 2002, la vida guerrillera de Daniel Ortega hasta 1979 y hasta el origen proletario de Lula formaron parte de una narrativa similar. Fueron el acto fundacional que marcó la trayectoria posterior.


El problema para la izquierda es que esta “hazaña de origen” robustece el deseo de dicha colectividad partidaria por permanecer indefinidamente con el control del gobierno. Este factor se explica por el hecho de que quienes fueron autores de la hazaña de origen ya no pueden ser reemplazados por nadie. Su acción tiene un carácter único e irrepetible y solo un hecho muy extraordinario podría detonar una competencia. La puesta en marcha de otro acto singular con la capacidad de cambiar las reglas del juego, no es probable en los marcos de la narrativa revolucionaria. Ello implicaría un nuevo momento fundacional que opacaría el acto de inicio.


La exclusividad de la hazaña de origen, es decir, su autoría singular y diferenciada, ha ayudado a desplegar un culto a la personalidad que arrancó con Chávez y continúa con los demás cabecillas aliados. Ortega, Correa, Morales o Lula son claros ejemplos de esta práctica que los coloca como irreemplazables. Cada uno de esos procesos está sufriendo en este momento la dificultad de tratar de reemplazar a estas figuras carismáticas.


La supremacía de este modo de construir la interpelación ideológica ha afectado seriamente a la contextura democrática de la nueva izquierda latinoamericana. Las maniobras legales para impedir o, al menos, postergar el referéndum revocatorio de Nicolás Maduro en Venezuela más allá del 10 de enero de 2017, las advertencias de desconocimiento de los resultados del plebiscito constitucional del 21 de febrero en Bolivia, y el despojo de la representación congresal de un partido opositor en Nicaragua son indicios de esta renuencia marcada de algunos de los más importantes movimientos progresistas por impedir el ascenso de actores de oposición con capacidad de mando democrático.


Esta falla de origen de la izquierda latinoamericana ha provocado también que los liderazgos emergentes de la oposición sean enfrentados con dureza. Los espacios locales o sub-nacionales de poder en manos de fuerzas opositoras han sufrido un asedio continuado o episódico por parte del poder central. Los contextos de resistencia condensada en sitios como Santa Cruz en Bolivia, Guayaquil en Ecuador, Miranda en Venezuela o la ciudad de Buenos Aires en Argentina son ejemplos de ello. De hecho el modelo de resistencia de la llamada “derecha” ha pasado hasta ahora por la conquista del poder local para luego avanzar hacia todo el país. Hay en ello también un resquicio de esperanza. Como veremos más adelante, los nuevos sistemas de partidos podrían surgir de estos interfaces entre lo local y lo nacional.


Renuencia a dejar el poder


Los constantes triunfos electorales a lo largo de varios años y la reafirmación en la hazaña heroica de origen han dado como resultado gobiernos largos. La izquierda ya ha superado al neoliberalismo, al menos, en cuanto a su tiempo de permanencia en los palacios de gobierno. Ello tiene su explicación material, así sea parcial, en el auge de precios de las materias primas que dio sustento a la instauración de esta década y fracción bajo los signos del post neoliberalismo.


A raíz de lo señalado se ha reforzado la tendencia de estos gobiernos a perdurar más allá de los plazos razonables. Si se hace una comparación superficial de las duraciones de los partidos de izquierda en el poder político de América Latina, sobresalen algunos datos. En Nicaragua, Daniel Ortega sumará, al menos, 26 años al mando de su país. La Concertación por la Democracia en Chile (hoy Nueva Mayoría), aunque con cuatro y no con un solo liderazgo, completará 24 años en el Palacio de la Moneda. Si Maduro no es revocado, el chavismo gobernará dos décadas completas en Venezuela. El Frente Amplio del Uruguay dejará a blancos y colorados fuera del poder, al menos, por 15 años consecutivos. En Bolivia, Evo Morales es el presidente con más años de permanencia en el poder de toda su historia. En Brasil, el PT estuvo 13 años y el Kirchnerismo, 12. A ello puede sumarse la década de Correa y del Frente Farabundo Martí en Ecuador y El Salvador, respectivamente.


Una conclusión preliminar interesante en este terreno podría ser que la nueva izquierda latinoamericana parecería estar siguiendo los pasos del Partido Revolucionario Institucional (PRI) mexicano, organización partidaria que permaneció siete décadas al mando de su país tras haber conducido la Revolución. La fórmula priísta era sencilla, el partido permanecía en el poder, generando una rotación sexenal de presidentes del mismo sello. Ello trajo estabilidad a un país atormentado por la violencia, pero también dio como resultado el adormecimiento de la sociedad civil y la pérdida de la democracia como acción viva al margen de las instituciones.


En el siglo XXI, dos parecen ser los esquemas de poder más usuales. El primero, correspondiente a Brasil, Chile, Uruguay o Argentina, privilegia al partido por encima del caudillo. Así, los grandes frentes políticos van rotando liderazgos y asentando la capacidad de interpelación electoral indefinida de la sigla. Triunfa de ese modo la gran coalición, su marca, que desde el seno de los distintos partidos, impulsa renovadas candidaturas presidenciales. De ese modo se han sucedido Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michel Bachelet en Chile, se han alternado Tabaré Vásquez y José Mujica en Uruguay o Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil. Ecuador, donde Correa ya ha entregado el relevo a Lenin Moreno, parece haber entrado también en este esquema. Venezuela dio un paso similar tras la muerte de Chávez, aunque con las ostensibles dificultades que le conocemos hoy.


El otro modelo, más parecido al PRI mexicano, es el de Bolivia o Nicaragua. En ambos países, el líder central parece haberse transformado en insustituible. Las dificultades para encontrar un reemplazo pasaron hasta ahora por la habilitación de Rosario Murillo, la esposa de Ortega, como vicepresidente del país en el caso de Nicaragua, o la eventual preparación de la candidatura de David Choquehuanca para las elecciones de 2019 en Bolivia.


A las urnas


El otro rasgo político que distingue esta época es la convocatoria frecuente a las urnas. A contracorriente de lo que se dijo en un principio, la democracia latinoamericana ha sido profundizada con la llegada al poder de las izquierdas. En varios países se han celebrado plebiscitos, se ha ampliado la cantidad de cargos elegibles y se ha constitucionalizado la posibilidad de revocar mandatos.


Sin embargo, el impacto de estos llamados a las urnas no ha sido tan homogéneo como podría pensarse. Los países que han cambiado su Constitución en este periodo reciente han sido Venezuela en 1999, Costa Rica en 2002, Ecuador en 2008, Bolivia en 2009 y República Dominicana en 2010. A su vez, la celebración de referendos se han concentrado en Uruguay (5), Ecuador (4), Venezuela (5) y Bolivia (5). Por otra parte, la conquista de más de la mitad del electorado en elecciones presidenciales corresponde sobre todo al chavismo (en 9 elecciones), al correísmo (en 5 comicios) y al evismo (7 veces).


Es por esta razón que la crítica repetida de que estos gobiernos llegaron para acabar con las libertades civiles no ha podido hacerse creíble en tantos años. Más que la destrucción de la democracia, lo que se puede denunciar es su apropiación por parte de partidos políticos dominantes que hacen muy difícil organizar campañas de disidencia electoral. No estamos ante dictaduras, sino ante eficientes maquinarias proselitistas que ganan simpatías todos los días en función del próximo acto de sufragio. Lo que vemos, dicho de nuevo, se parece más al México post revolucionario que al Paraguay de los colorados o la Cuba comunista de Fidel Castro.


Ello nos enseña que no toda concentración de poder es una dictadura y que a veces, la eliminación de los contrapesos se produce, no tanto por la intención manifiesta de eliminarlos, sino por la fuerza plebiscitaria de una población seducida por un discurso único y un liderazgo omnipresente. Ante ello, más que denuncias contra el dictador, lo que corresponde es la defensa de los espacios propios de la sociedad civil, único correlato democrático permanente en toda sociedad.


Políticas sociales estables


A pesar de los rasgos anteriormente descritos, esta transición del continente hacia gobiernos de distinto signo ideológico como los de Temer, Macri, Cartes o Kukzynski, nos entregan un panorama menos confrontador que el que se imaginaba.


En general, la mal llamada “derecha” latinoamericana no parece, salvo la de Venezuela, perfilar un proyecto muy distinto de sociedad y de economía del que ya fue iniciado a inicios de este siglo por su adversaria. La razón de ello es muy simple. Con contadas excepciones sectoriales, la izquierda no cambió en esencia ninguno de los grandes lineamientos económicos prevalecientes. Así, por ejemplo, no de produjeron transformaciones en la estructura de las clases sociales y a diferencia de los nacionalistas de los años 50 del siglo pasado, los progresismos no decidieron expropiaciones importantes dentro del mundo empresarial de sus países.


De ese modo, en la medida en que no se produjo una oscilación radical del péndulo, los nuevos presidentes y ministros no se han visto en la necesidad de empujar en la dirección contraria.


Podría decirse sin ambigüedades, que la izquierda en el poder solo impulsó modificaciones políticas y sociales, y mantuvo intactos los ordenamientos económicos. Es verdad que el Estado fue reforzado en su rol, pero en ningún caso terminó sustituyendo a los actores privados como sí ocurrió en la Cuba de los años 60.


Algunos analistas consideran por ello que la victoria global del liberalismo ocurrida tras la implosión de la Unión Soviética en 1990, no ha podido ser realmente revertida desde América Latina. El llamado “Socialismo del Siglo XXI” no ha pasado de ser una consigna esperanzadora. Una década y media después lo que tenemos en concreto es un modelo socialdemócrata autóctono, acompañado de un discurso radical que no representa fielmente las políticas públicas aplicadas. El anti imperialismo sin imperialismo parece ser la tónica. Se fustiga al poder del norte en momentos en que éste ha dejado de interesarse por el vecindario.


Negativa a construir u nuevo sistema de partidos


Una derivación riesgosa de la hegemonía de un líder y de un partido es la dificultad para construir un sistema de partidos. Los mencionados récords de permanencia en los palacios de gobierno mostrados por la izquierda latinoamericana han derivado en el afianzamiento de un solo partido. Ya se habla de partido de Estado en Bolivia, Ecuador y Nicaragua. En otros países como Venezuela, Argentina o Brasil el fenómeno dominante es más bien el del bipartidismo.


Lo evidente es que cuando un solo partido tiene todas las condiciones para ganar elecciones, la política se recluye en su seno. Ello impide que se formen otras instituciones con relativa autonomía y capacidad de acción. Los casos de Venezuela, Ecuador, Nicaragua o Bolivia son representativos de ello. Las distintas oposiciones en esos países se han visto en la necesidad o de aliarse de manera casi compulsiva como en Venezuela o de sostener una existencia debilitada e impotente como en Bolivia. Así no puede emerger un sistema de equilibrio y de alternancia. Cuando una sola sigla aparece como monopólica en la acción gubernamental, las consecuencias sobre la democracia pueden llegar a ser letales. Todo gobierno requiere de la crítica y vigilancia de la oposición. Toda administración fallida necesita de un reemplazo inmediato y oportuno.


El ejemplo más complejo y más conocido en este caso es el boliviano. Aunque el Movimiento al Socialismo (MAS) obtuvo por segunda vez en 2014 los dos tercios del voto nacional, las definiciones locales discurrieron generalmente hacia otros partidos. Así, por ejemplo, en 2010 el MAS solo consiguió ganar en dos de las nueve capitales departamentales: Cochabamba y Cobija, a las cuales se sumó El Alto, tras un resultado ajustado. Todas las demás ciudades grandes votaron por postulantes de la oposición. Estos datos ya nos muestran un hecho llamativo: el partido de gobierno tiene como fortaleza principal una estructura nacional vigorosa y un líder cohesionador. No obstante su debilidad parece expresarse en sus liderazgos locales, pero sobre todo, urbanos. Las siguientes elecciones locales, las de 2015, dieron resultados aún peores para el MAS; perdió Cochabamba y El Alto, los dos epicentros de las convulsiones sociales de 2000 y 2003 respectivamente, y solo obtuvo Sucre como magra compensación. También tuvo que ceder Cobija.


¿Cuáles son las razones de esta extraña combinación? Tres parecen ser las principales: el MAS accedió de manera directa al poder estatal, sin haber acumulado fuerza previa en los municipios o gobernaciones. Eso lo diferencia, por ejemplo, del PT en Brasil, que comenzó gobernando grandes ciudades para luego concluir en la toma del poder federal.


La segunda razón es que al haber gobernado desde 2006 usando como base exclusiva el Estado nacional, su liderazgo ha acentuado sus rasgos centralizadores bajo el mando del Presidente Morales. Este dato no es menor. Tras diez años de gobierno ininterrumpido (2006-2016), Evo Morales es el segundo presidente boliviano que más tiempo ha estado en el Palacio de Gobierno. Junto a él figuran Víctor Paz Estenssoro (13 años), Andrés de Santa Cruz (10 años) e Ismael Montes (9 años). Sin embargo, Morales desarrolla su tercer mandato. Eso significa que en 2020 habrá cumplido 14 años en el poder, es decir, para entonces ya será el jefe de Estado boliviano con mayor permanencia.


En ese momento, Morales habrá igualado en tiempo de gobierno a Hugo Chávez de Venezuela, quien asumió el mando en 1999 y falleció tras su reelección en 2013. El español Felipe González también estuvo en el poder durante el mismo lapso de tiempo (1982-1996). Margaret Thatcher, la primera ministra con más continuidad en el cargo, se prolongó por 11 años. Solo Helmut Kohl, el canciller alemán, que consiguió la reunificación de su país, estuvo 16 años en el cargo. Eso muestra que incluso para estándares europeos, donde los jefes de Estado gozan de la reelección indefinida, dados sus regímenes parlamentarios, Evo Morales está batiendo récords de continuidad.


La tercera razón es que el MAS nació como un partido de amplia base campesina, con una estructura territorial. Por ello su penetración en las ciudades ha sido más lenta. En contraste, el MAS controla la mayor parte de los espacios rurales. De los 337 municipios del país, este partido ha ganado en 234 en los comicios de 2010. Cinco años después, esa supremacía rural se ratificaba con ligeros retrocesos. Desde 2015, el MAS controla 229 alcaldías, es decir, solo 5 menos que hace un lustro.


Por su parte, la oposición dispersa ha conseguido mejores resultados municipales que nacionales precisamente, porque su debilidad a nivel nacional, le ha permitido concentrarse más en las realidades locales. Luis Revilla (La Paz), Rocío Pimentel (Oruro), René Joaquino (Potosí), Percy Fernández (Santa Cruz), Moisés Torres Chivé (Sucre), Oscar Montes (Tarija), Moisés Shiriqui (Trinidad), alcaldes opositores todos en el momento de su elección, pertenecen a fuerzas políticas locales, casi estrictamente constreñidas a las ciudades donde han logrado sumar respaldos. Hoy dos de los siete citados forman parte del oficialismo, y Pimentel postuló, sin éxito, a su reelección bajo la sigla del MAS.


En tal sentido, si bien el MAS es el único partido de presencia nacional, el sistema político boliviano aún mantiene rasgos descentralizados, que permiten una más amplia distribución del poder.


Revisemos ahora rápidamente el plano departamental. El 18 de diciembre de 2005, Bolivia acudió a elegir por primera vez a sus autoridades departamentales. Veinte años después de la recuperación de las libertades civiles y el fin de los gobiernos militares, inaugurados en 1964, Bolivia accedía a la elección de autoridades departamentales. Se cumplía así una demanda histórica de los movimientos regionales.


Ese año, a pesar de que Evo Morales obtuvo su primera mayoría absoluta en los comicios presidenciales, organizados paralelamente; solo consiguió que tres de sus 9 candidatos fueran electos como gobernadores. El MAS triunfó únicamente en Oruro, Potosí y Chuquisaca. Los prefectos electos José Luis Paredes (La Paz), Manfred Reyes Villa (Cochabamba), Mario Cossío (Tarija), Rubén Costas (Santa Cruz), Ernesto Suárez (Beni) y Leopoldo Fernández (Pando) se transformaron a partir de ese momento, en la plataforma organizada de la oposición regional al nuevo partido de gobierno.


En contraste con lo reseñado, la democracia municipal cumplía aquel 2005, dos décadas de reafirmación constante. Las primeras elecciones ediles después de 1949, tuvieron lugar en 1985. Aunque esa elección fue indirecta, porque los concejales fueron elegidos junto con la papeleta presidencial, dieron lugar a los primeros representantes locales nominados por el voto ciudadano. El paso quedaría consolidado dos años más tarde, cuando en 1997, se celebraron las primeras elecciones municipales separadas de las nacionales. Esta precocidad de la democracia municipal, en comparación con la departamental o regional, permitió ir consolidando liderazgos urbanos en las principales capitales, dando lugar a varias reelecciones como las de Reyes Villa en Cochabamba (diez años de gestión), o las de Del Granado en La Paz (también una década).


En síntesis, las elecciones de 2005 marcaron una década de historia para nueve democracias departamentales y tres decenios para los 337 municipios de Bolivia. Sin embargo, también estuvieron a punto de ser la piedra angular de un nuevo sistema de partidos, que generara razonables condiciones de reparto y equivalencia entre las distintas fuerzas. No sucedió así.


El interés hegemónico del partido de gobierno y la beligerancia de las fórmulas departamentales opositoras dio lugar a un choque descomunal que se desplegó sobre todo a lo largo de 2008. Los errores cometidos por la oposición regional o autonomista terminaron por dirimir el conflicto a favor del MAS. El sostenido debilitamiento de esas fuerzas hizo que el oficialismo lograra capturar más tarde el poder departamental en Pando y Beni. En ese sentido, la formación de un sistema de partidos volvió a quedar relegada para más adelante. Ni en el plano nacional y tampoco en el departamental, la oposición fue capaz de edificar un esquema de contrapesos.


Sin embargo, como ya se reseñó, las elecciones municipales de 2015 reavivaron la esperanza de que la oposición sea capaz de construir un espacio autónomo de crítica al gobierno, orientándose a la conformación de una alternativa seria de poder. La centralización del MAS en torno a un solo liderazgo y una monopólica acción distribuidora de obras es por ahora paradójicamente el principal resquicio de energía para las fuerzas opositoras, que pueden invertir todo su capital en las ciudades y urbes intermedias.


Solo en la medida en que la oposición construya una opción afincada en sus nuevas bases de sustento, es decir, las que vencieron con la opción del No en el referéndum constitucional del 21 de febrero de 2016, puede pensarse en la reconstrucción de un sistema de partidos en el país. Otro tanto podría ocurrir en el resto de América Latina, donde Buenos Aires, Quito, Valparaíso o San Salvador se transforman en bastiones de respuesta a fuertes gobiernos nacionales o federales.


Conclusiones


América Latina es hoy, junto a Europa, el continente más democrático del planeta. El repliegue de los Estados Unidos, ya desde el periodo presidencial de George Bush, le ha dado márgenes impensados de soberanía y autodeterminación. En el siglo XXI, con muy pocas excepciones en Centroamérica, todos los países han resuelto definitivamente sus litigios fronterizos. A pesar de la existencia de dos bloques (el ALBA y la Alianza del Pacífico), las políticas económicas y sociales de la región han avanzado por sendas similares. Nunca antes los latinoamericanos habíamos ido a votar tantas veces y por tan diversos motivos. Con contadas excepciones, nunca antes los partidos políticos de la región habían gozado de tanta credibilidad y respaldo estable. Es también consenso generalizado afirmar que el poder político solo puede lograrse mediante el voto popular y con la excepción dolorosa de Colombia, en el continente ya nadie cree en la vía armada como camino para resolver los problemas de las grandes mayorías.


La izquierda latinoamericana en el poder se desgarra aún en contradicciones internas. Le cuesta conciliar su tradición heroica y autoritaria con su nueva realidad electoral. Aún no acepta que puede ser reemplazada por otras fuerzas, que al parecer no serán expresiones rabiosas de un retroceso social, sino más bien opciones de recambio y remozamiento. Ya no vivimos los grandes movimientos pendulares que nos amenazaron el siglo pasado. Superadas las guerrillas, las dictaduras y el neoliberalismo, el horizonte se presenta prometedor. Hay motivos para el optimismo.

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