Siempre
Ahora que Fidel Castro ha muerto, usemos creativamente el vacío para empezar a desembarazarnos de su legado. Así, en una de esas, logramos también sepultar, aunque sea por unos meses, sus más erradas pretensiones. Tras 47 años en el poder, pero sobre todo a causa de ellos, Cuba es hoy una isla en todos los sentidos. Isla en lo social, en lo económico y en lo político.
En 2009, una ilustre ciudadana cubana, baluarte vivo de la Revolución, me preguntó angustiada: “¿Y Evo Morales quiere hacer de Bolivia lo mismo que hizo Fidel con Cuba?”. Le expliqué que no, que en Los Andes no habría ni partido único, ni un solo agente económico (el Estado), y tampoco misiles de alguna potencia amiga. Pensé que al responderle de ese modo, la estaba desencantando. Pues no. “Qué suerte que tienes ustedes”, fue su reacción de alivio. Luego amplió su respuesta en clave de conjetura íntima: “Cada vez creo más que Cuba es un experimento”. “¿Experimento?, ¿de quién?”, inquirí. “¿De quién crees?”, me devolvió el interrogante. Ahí guardamos silencio.
Esa es justamente la herencia de Fidel: un país a su medida, o mejor, a la medida de sus ambiciones geopolíticas. En casi medio siglo a cargo de las decisiones, hizo de él un prodigio médico y educativo, una telaraña de letargo político y un aparato productivo en lento y sostenido naufragio.
Como quedó demostrado, la especialidad de Fidel fue la aplicación tozuda de la palabra “siempre” a la realidad. El país entero fue forzado por las armas de una guerrilla triunfante a someterse al protagonismo monopólico del Estado. Al mismo tiempo que se les dotaba de empleos, educación y salud, los cubanos fueron expropiados de cualquier activo capaz de generar riqueza. De ese modo, la política puso fin a cualquier labor económica privada. El partido creyó que prohibiendo los mercados, derogaba el capitalismo. Error monumental.
En su fase más disparatada, el Che Guevara llegó a proponer que quien tuviera un buen desempeño, no debía recibir estímulo material alguno, porque ello reinstauraba el capitalismo en la sociedad. Sólo estímulos morales, insistía, medallas y fotos autografiadas del caudillo, paga suficiente para una economía transformada en un desvencijado batallón de candorosos boy scouts. ¿Por qué hacer eso?, ¿por qué no dejar en pie ni una tienda, ni un taller mecánico, ni un restaurante privado? Aventuro una hipótesis: para garantizar un apacible monopolio político, para que nadie tenga cómo financiar resistencias, un mohín, un liviano acto de desagrado.
El funeral del patriarca, transmitido en vivo por la CNN, fue una ratificación elocuente de lo señalado. Desfilaron ante el micrófono, las imitaciones en miniatura del fallecido, apegadas a la palabra “siempre” y colocando en el cénit la noción de perpetuidad. Nunca una revolución había abogado tanto por el estancamiento y la quietud. El modelo cubano no fue cuestionado por cortesía, pero también porque aquellas réplicas degradadas de Fidel solo conservan del precursor supremo, ese amor enfermizo por los reflectores. Un Estado que anula a la sociedad hasta degradarla a la condición de filial responsable de llenar plazas, esa parece ser hoy la herencia del Comandante. Hasta la victoria y luego… “siempre”, “siempre”.