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Memorias de un pionero comunista fanático de He-Man


Juan Manuel Robles me ha enseñado mucho en las últimas horas. Aunque no somos de la misma generación, nos une un abanico muy similar de experiencias infanto-juveniles. Lo digo, no para desviar la atención sobre mi vida, sino para explicar mi interés por su novela: “Nuevos Juguetes de la Guerra Fría” (Seix Barral, 2015).


De Robles he aprendido, o quizás, solo vuelto a saborear, la agridulce sensación de tener padres comunistas en tiempos de enfrentamiento global entre Washington y Moscú. Cuando uno nacía en el seno de una familia tan politizada y hacia la izquierda, estando además, bajo la atmósfera de la dominación norteamericana, sentía ser apéndice precoz de una secta iluminada, que pronto daría la gran sorpresa de transformarlo todo, tras un puñado de actos de heroísmo, cuya planificación conocíamos con deleitante anticipación. Nadie que haya sido niño bajo esas circunstancias, dejaba de respirar la importancia de tener descifrada la clave del futuro de la Humanidad. A pesar de ello, tampoco podía eludir conflictos de lealtad entre los ideales familiares y las horas entregadas al juego, que los adultos del mismo sello ideológico normalmente subestimaban.


Cuando Robles era niño (su novela es claramente autobiográfica), soñaba con ser “internacionalista y matar invasores”. La narrativa paterna y partidaria se revuelve con sus series infantiles de televisión y el resultado acaba siendo pintoresco: su muñeco He-Man, pieza devocional de plástico, termina descuartizada como Tupaj Amaru en un embate combinado de pedagogía comunista y desdén por los juguetes promocionados por el imperialismo gringo. El resultado siempre es el mismo: el niño, lejos de transformarse en un guerrero de la igualdad social, rompe en llanto al presenciar la destrucción de su mayor fuente de diversión. Ese era nuestro dilema: querer ser como el Che, pero no poder dejar de ver la tele a toda hora.


“Nuevos Juguetes de la Guerra fría” narra dicho conflicto mundial desde un observatorio que podemos llamar: alma infantil, aquella de quien llega tarde a la hora de los combates. Por eso, lo valioso del protagonista de Robles, él mismo, no es tanto su presente, como su pasado. La novela repasa los descubrimientos de las neurociencias y nos recuerda la fragilidad de la memoria, pero sobre todo el hecho de que los recuerdos no quedan nunca grabados en nuestra mente cual si se tratara de un archivo, sino que son constantemente remodelados por las vivencias actuales. Así, nadie recuerda bien nada y todo lo que uno cree que le ha sucedido, es en realidad una reconstrucción constante de lo que idealiza y deforma incesantemente.


Y entonces, las confusas imágenes mentales en la cabeza de Iván Morante (el nombre ficticio del autor) pasan a ser materia prima de una investigación en la que la meta es descubrir quién era el infiltrado entre los revolucionarios alegados y funcionarios de la embajada cubana en La Paz a mediados de los años 80. El niño pionero que presenció hechos que no era capaz de comprender en su momento, se transforma en ese instante, en el único testigo disponible. Para reconstruir su memoria, se ve sometido a una serie de pruebas. Cuando los esfuerzos se tornan vanos, el acertijo se resuelve, disolviendo el misterio que se arrastra a lo largo de todo el libro.


Junto a las enseñanzas de las neurociencias acerca de los recuerdos, la novela de Robles nos regala un divertido giro hipotético acerca de cómo esos descubrimientos les habrían servido a los comunistas, bombardeados como estaban, por las series de entretenimiento norteamericanas. Un equipo ruso-cubano-alemán oriental habría trabajado la idea de aceptar la difusión pública de dichas producciones audiovisuales para luego contrarrestarlas reconfigurando la memoria del público. De esa manera esperaban hacerlas ideológicamente inofensivas. Al multiplicar las experiencias vitales en las pantallas del bloque socialista, estos modernizadores de la censura masiva, esperaban frustrar los proyectos del Pentágono. De ese modo, Miami Vice en La Habana se podía haber convertido en testimonio vivo de cómo el capitalismo es un motor del crimen organizado y la inseguridad. La meta era revertir la efectividad de los mensajes bajo la idea de que no es tan importante qué se recuerda, sino cómo se lo hace. “Desactivar la penetración ideológica usándola en su contra”, menudo desafío. Hasta donde sé, la receta nunca se puso en práctica.


La novela de Robles exhibe una imagen desencantada del comunismo, revelada como una ideología precaria e infantil en la vida cotidiana de un escolar peruano en medio de hijos de diplomáticos cubanos en La Paz. Las personalidades de los agentes cubanos, de la maestra de los pioneros y la de su propio padre, corresponsal de Prensa Latina, son más parecidas a un guión de Disney que a algún episodio de las guerras revolucionarias.


Pues bien, es aquí donde ya no sé si mi recuerdo se va remodelando al calor de mi propia vivencia o si Robles comparte realmente el desencanto detectado. En todo caso, las próximas generaciones que lean “Nuevos Juguetes…” difícilmente se dejarán convertir en pioneros de pañoleta azul y juramento funerario.

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