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Termitas


Recuerdo bien aquella cuadriculada plaza desierta, evacuada por el pesado sol de la tarde. Me habían dicho que a las tres, los cooperativistas mineros de Huanuni se congregarían allí para proclamar a sus candidatos a la alcaldía. Participaban directamente en las elecciones locales con el emblema de su Federación, despreciando las siglas partidarias al uso. Llegada la hora, yo era el único individuo allí. Tan seguro estaba de que me habían explicado mal las cosas, que tras los primeros 15 minutos de espera, me dispuse a volver a la sede social del sector para rectificar el dato. En la plaza no se percibía ningún preparativo. Apenas me había alejado unos metros, una hilera de enormes camiones dobló la esquina principal bajo el estruendo de petardos y gritos de regocijo. Estaban llegando. No lo hacían como cualquier persona, de forma dispersa y desagregada. Llegaban al acto todos juntos, sobre ruedas.


Uno de los inmensos camiones fue estacionado sobre la acera para funcionar como palco. Había sido decorado antes para que todo empezara de inmediato. Los candidatos ya traían guirnaldas y sus cascos metálicos resplandecían bajo la lluvia de mixtura y serpentina. Cada concejalía había sido asignada a los distintos segmentos de la “familia cooperativista”. Entre los candidatos estaban las amas de casa, los jóvenes y los veteranos. También aparecían representados los comerciantes del mercado y los transportistas. Se trataba de asegurar la victoria. La ceremonia duró una hora estricta. Extinguido el último aplauso, los camiones volvieron a despertar sus motores. En cinco minutos, la plaza volvía a su quietud original. Semanas más tarde, el nuevo alcalde electo sería cooperativista. El partido de gobierno, el MAS, quedaba relegado en el recuento de votos. Así, el movimiento social marginaba al movimiento político; una mediación menos y un paso más hacia el poder total de la organización.


Al salir de Huanuni, entendí que los cooperativistas operan como un ejército laboral-electoral. Su capacidad de movilización se sostiene en una apreciable pila de recursos: dinamita, camiones, viáticos y alimentos. En su alianza con los políticos, su patrimonio se ha extendido hasta abarcar una embajada, un ministerio, que ya perdieron, diversas líneas de crédito barato, maquinaria donada y acceso privilegiado a Palacio. En el plano productivo, son como termitas. Ingresan a los yacimientos, los perforan desordenadamente, dejan galerías inundadas a su paso, no previenen accidentes de trabajo y acortan el periodo de explotación de cualquier veta. Solo ingresan a trabajar el día en que les falta dinero, venden el saco de mineral arañado a la salida del socavón, invierten lo obtenido en urgencias inmediatas y diversiones pasajeras y acuden como soldados al primer clarinete movilizador detonado por sus dirigentes. Salvo la del ingenio de Catavi, todas operan del mismo modo. No ahorran, no acopian, no negocian mejores precios, no reinvierten, no mejoran las condiciones de vida de su creciente número de peones, no los dejan sindicalizarse y no hacen minería sostenible. La figura del inicio es elocuente: suben y bajan del mismo camión, son un campamento ambulante que devora y escapa. Su ambición ha crecido. Desde hace años que quieren legalizar alianzas lucrativas con empresas privadas. Les gustaría arrendar concesiones arrancadas al Estado a cambio de votos y movilizaciones proselitistas. ¿No es este acaso un deplorable “capitalismo termita”? Pues bien, el asesinato del viceministro Rodolfo Illanes es ahora el más reciente crimen del termitero.

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