¿Es Hillary igual a Trump?
Aunque quizás no debiera sorprendernos, hay quienes aseguran que en noviembre, los votantes norteamericanos se verán obligados a elegir entre Drácula y Frankenstein. Pues se equivocan, y feo. Hillary Clinton no solo es mejor que Donald Trump, sino que es la única persona en condiciones de ejercer esa función dignamente en el corto plazo. En nuestro mundo, el nombre de la o el ocupante de la Casa Blanca no es un asunto que pueda ser tomado a la chacota.
Quienes han soltado la teoría de los monstruos equivalentes, lo hacen tal vez movidos por la ingenuidad o la desinformación. Hubiesen preferido la proclamación de un formidable judío socialista: Bernie Sanders. Olvidan que el candidato-sensación de los jóvenes perdió las elecciones primarias con Clinton, que como derrotado, no podía imponer nada, pero que al cabo de sus esforzadas batallas, suscribió un acuerdo programático con ella. Fue él quien el 25 de julio, en un detallado discurso ante la Convención Demócrata, explicó a sus seguidores lo comprometido por la posible Presidenta. A diferencia de sus fans más radicales, Sanders sabe que la consigna del momento es impedir que Trump se haga del poder. En momentos como éste, no retroceder termina siendo un avance notable.
Bernie dijo esa noche que con Clinton urdieron la plataforma electoral “más progresista de la historia del partido”. Es así. Ha conseguido que la ex primera Dama se comprometa a subir el salario mínimo federal, a abrir las universidades a las familias que no pueden pagarlas, a fortalecer el seguro de salud que ya ha agregado a 20 millones de personas, a evitar que las empresas farmacéuticas sigan lucrando con el dolor, a que los nuevos jueces supremos acepten la amnistía migratoria propuesta por Obama, a impulsar las energías limpias para moderar el cambio climático, a respetar los derechos de las mujeres al aborto y de los homosexuales, a amarse libremente. Cada promesa iba precedida por una frase que reafirmaba la conversión de su ex competidora: “Hillary entiende que…”.
En cambio, Trump es una amenaza real para su país y el mundo. Tras su nominación por el partido republicano ha hecho todo lo posible para quedarse a vivir en el centro del escándalo. El 27 de julio, le pidió a Rusia que siga hackeando los correos electrónicos de su rival. El 31 de julio, hizo mofa del dolor de la madre de un soldado musulmán-americano de origen pakistaní, muerto en combate. El primero de agosto afirmó que Clinton es el diablo. Ese mismo día, ofendió a los veteranos de guerra alardeando que siempre quiso una medalla, algo que le resultaría muy fácil de obtener. El 2 de agosto, exigió que el bebé que lloraba en una reunión proselitista fuera alejado inmediatamente. El 9 de agosto, especuló sobre la posibilidad de que los portadores de armas automáticas en Estados Unidos acaben con la vida de Clinton si es que resulta elegida presidenta y un día después añadió que Obama es el fundador del llamado “Estado Islámico”. Toda una espiral de dislates, puntapiés verbales y palabrería pendenciera.
Quienes pensaron que tras su nominación, Trump dejaría de lado su estilo hiriente e improvisado, lo estaban sobreestimando. Su apuesta parece ser la de retener el voto de la Norteamérica rural y profunda, minoritaria y retrógrada y así, nadie puede ganar una elección. “Dejen a Trump ser Trump”, habría aconsejado su anterior jefe de campaña. Háganle caso.