(Prólogo) Mini guía para leer a Rubén columnista
Podemos sentirnos afortunados. Rubén Vargas antes, en entregas quincenales, y ahora sus compañeros de vida, mediante este libro, nos regalan una hilera de bocados, piezas exquisitas zurcidas con letras para el goce expedito de los transeúntes y allegados. Pase usted y sírvase con confianza.
Las columnas de un amigo al que ya no vemos, son hoy un pretexto no solo para recordarlo, sino también para comprenderlo en su fase memorable y póstuma. Rubén se ha ido, pero nos ha dejado una mina de palabras para explorar, aquilatar y recuperar. He aquí, este primer yacimiento organizado.
Sus columnas llevan por nombre “Perdido viajero”, anteponiendo la pérdida a la travesía. Son las paradas de un nómada extraviado, que clava la vista con aparente distracción, pero que de inmediato fractura al observado con la frase resultante de lo visto.
Rubén optó por errar, aunque muy pocas veces se equivoca. Como se sabe, errante no es lo mismo que errado, y en este caso singular, los términos operan como antónimos. Acierta nuestro viajero y a quienes deja perdidos es, en realidad, a los que abandona en el camino, pobres en argumentos, sometidos al elemental ridículo de sus afiladas reflexiones.
Las palabras de Rubén se escribieron con pólvora diluida en tinta. Cada párrafo es una explosión, un verbo que lacera sutilmente. Cuando uno acaba de digerir cada pieza, entiende que el afectado ya no tiene salvación, que se ha producido un derribo acelerado y compacto. Cada columna es una refutación bien detonada, un disparo inapelable. De ese modo, “Perdido Viajero” deja prestigios hechos añicos a su paso y, claro, eso se agradece en un país, que como él escribe, amenaza con convertirse en “mortalmente aburrido”, dada la entronización de un solo partido con su caudillo irrepetible en el palacio.
Rubén cultiva el buen humor, aquel que acicalaba en privado, y que en sus años finales decidió transformar en texto impreso. Dado que ésta pretende ser una mini guía para leerlo en su fase de columnista, conozcamos rápidamente el “método Rubén” de confección de una buena columna.
Empieza desarrollando la ironía sin la menor demora, desde la primera letra. Así, toma de inicio la argumentación oficial y la descompone. Una vez deshebrada la lógica, aquella que quiere desnudar, nuestro autor deja expuestas sus inconsistencias. Lo que procura con ello es un estallido controlado por el cual las razones adversarias se suicidan con solo ser avistadas. De esa manera, los dichos del poder acaban en el patíbulo, pero no por obra de su verdugo, sino porque se revelan “truchas” por sí mismas y sin ayuda. Con la compresión del lector y la prolijidad del columnista ha sido más que suficiente.
“Perdido viajero” disecciona ideas para mostrar los absurdos soliloquios del poder. Con ello, el lector se relame y saborea. Cada columna garantiza carcajada y aplauso consecutivo.
Vayamos a un ejemplo para mostrar lo que Rubén hace con las palabras. Tomemos la pieza “Los infiltrados” publicada el 5 de septiembre de 2010. Maestro de la ironía, el autor finge adherirse al pensamiento gubernamental. Expone entonces, él mismo, la teoría de la infiltración. La tesis de partida es que si el enemigo es culpable de todos los males y ha desaparecido, entonces habría que esperar que los males desaparezcan también. Pues resulta que no, que siguen ahí. Por tanto la persistencia de los males solo puede explicarse, ya no por la presencia del enemigo derrotado, sino por la de infiltrados en las filas oficiales. Rubén expande las ideas ajenas hasta sus últimas consecuencias, tratando de rozar la frontera con el absurdo. Agarra la tesis en cuestión y la pone a prueba hasta que se desvencija sola. No la deforma ni la pone de cabeza, se limita a mostrarla sin reboques ni retoques.
En nuestro ejemplo, asegura que pensarlo todo en clave de infiltración es útil porque exime de responsabilidades al gobierno, el cual puede mostrarse como víctima de una silenciosa invasión externa. Cuando la lógica comienza a tambalear, Rubén aporta dos ejemplos divertidos y letales que terminan por tumbar los andamios adversarios: el fútbol y la borrachera de un senador. El equipo perdió por tener “un infiltrado en la delantera” y el legislador aparece como víctima de una misteriosa inoculación de alcohol que lo hace cometer papelones, privado como está de su voluntad. La operación está consumada, finge darle la razón al ridiculizado, se adueña de sus planteamientos y al momento de esgrimirlos, los hace estallar. No queda nada.
Sin embargo, tengo la impresión de que a medida que Rubén va descifrando más y más peroratas gubernamentales, fue siendo superado lentamente por el enfado que buscaba controlar al inicio. Ya cuando se ha producido la cruel intervención a la marcha en defensa del TIPNIS en septiembre de 2011, las cosas dejan de parecerle divertidas. No sé si esa fue quizás la razón de su repentina y lamentada salida de la sección de columnistas de “La Razón”. Tal vez el propósito central de sus escritos era jugar con palabras ajenas hasta derribarlas mediante silogismos humorísticos. Quizás ya no pudo seguir ejercitando la técnica, porque la perversión del poder terminó por estropearlo todo. Ya era imposible fabricar ironías con un gobierno que reprime salvajemente, sale al día siguiente a decir que aquello fue para proteger a los apaleados y días más tarde asegura que en realidad “se rompió la cadena de mando” y que jamás quiso cometer tales abusos. Sí, los policías, esos eternos “infiltrados”.
Sigamos con la mini guía. Como se dijo, para conseguir el efecto buscado, el de entretener con pensamientos, Rubén pone la estantería de las ideas delante, ausculta las partes visiblemente débiles, y les propina leves golpes que terminan siendo suficientes para que todo se venga abajo. Así aparecen como argumentos canallas, sin mayor esfuerzo. La demolición es devastadora, porque todo se hace dentro de la fiesta del lenguaje. Esa fue su principal táctica, cada quincena.
Rubén es capaz de incluir hasta dos temas en una columna. Es tan expedito en el arte de refutar, que tiene el espacio necesario para instalar un contrapunto. Hay algunas columnas en las que los dos motivos ni siquiera son conexos y a pesar de ello, salen bien librados burlándose de la brevedad impuesta por el tamaño reglamentado. Rubén consigue decir mucho con pocas frases, algo que casi todos sus pares se revelan incapaces de intentar. La mayoría usa una idea, a la cual viste y desviste hasta que, gracias a Dios, coloca el punto final. A veces a Rubén le basta un “mientras tanto” para enlazar con un nuevo asunto y despacharlo admirablemente en dos párrafos exquisitos y directos.
En sus textos, Rubén se burla del llamado “pachamamismo”, esa suerte de religión que no se toma el trabajo de dar razones, del patriotismo adornado con corajes marítimos, de los engranajes de una hegemonía “evista” cada vez menos digerible, de los aires de grandeza del Estado plurinacional, del modo banal en el que los ministros tratan de sobre-explicar sus malas artes, y de todas las fachadas retóricas con las que el gobierno de izquierda trata de camuflar sus virajes constantes hacia la derecha.
Muchos dicen que esas y no otras, fueron las razones para la salida de nuestro columnista favorito de las páginas del citado diario. Rubén no quiso o no pudo aclararlo. En su despedida da pie a la ambigüedad jugando con palabras. Pone “no quiero hacerlo” para después desactivar la oración con un “no sin antes” y reírse repartiendo “saludos y confites”. Elegante y genial forma de decir y no decir, de callar e insinuar. Sus lectores comenzamos a extrañarlo desde ese instante. Este libro nos devuelve aquel placer condensado.
Rubén Vargas vivió una repolitización acelerada en la última fase de su vida como periodista. En “Presencia” permaneció agazapado cultivando la sección cultural, en “La Prensa” se fue adhiriendo a la gran movilización que culminaría en la Guerra del Gas de 2003, en “Pulso”, aunque mantuvo su vena cultural, vivió su retorno pleno a la izquierda, de la mano de los maestros que desde la música, la investigación o el teatro, fueron forjando un sentido común que apuntalaba las nuevas manera de pensar. En “La Razón” el viaje siguió estable y lo colocó a la izquierda del MAS. Y claro, quienes creen que no hay izquierda que no sea el MAS, rompieron lanzas con él. Cuentan que cuando alguien elogiaba sus columnas en presencia de quienes lo tenían que tolerar, se escuchaba lo siguiente:
-“Qué bueno es el Rubén, es un gran columnista, ¿no?.
–¿Sí?, ¿te gusta?, te lo regalo…”.
Y sí, gracias por aquel regalo, toda una prueba, aunque pasajera, de sentido pluralista.
Seguimos con nuestro viaje. Rubén nos ha abierto varias sendas, corresponde trazar los mapas y orientarnos, aunque sin dejarse tentar por el sedentarismo.