Trump no es populista
Donald Trump no es ningún populista. Pero acaso ¿alguien lo es? Pues en rigor, todos, lo que equivale a decir, en realidad, nadie. Los buenos politólogos saben que se tacha como “populista” a toda corriente política o líder que no sabemos bien en dónde catalogar. “Populista” es quien no se deja encasillar en las gavetas tradicionales que dividen el espectro entre derecha e izquierda, es quien no tiene una filiación clara y nos despierta fuertes dudas acerca de su comportamiento presente y futuro. “Populista” es, en los hechos, alguien a quien no entendemos. Prueba de ello es que apenas averiguamos su colocación ideológica, sus acciones y promesas, lo sacamos de aquel cajón de sastre y le asignamos lugar en uno de los bandos conocidos. Pasó con Hitler o Mussolini, con Chávez o Correa. Mutaron de simples populistas a fascistas, socialistas o socialdemócratas.
Pero es urgente entender a Trump. En julio será el candidato del partido republicano y en noviembre querrá habitar la Casa Blanca, aunque los votos de la mayoría le cerrarán el paso. Al primer presidente afroamericano le sucederá la primera mujer en el cargo, todo ello, si la lógica no se pervierte en estos meses.
Gane o pierda, Trump es menos enigmático de lo que se cree. Numerosos análisis emitidos desde la era Bush coinciden en que los últimos cambios demográficos perfilan al partido demócrata como el portaestandarte de la modernidad. El mapa electoral de los Estados Unidos es bastante elocuente al respecto. Los republicanos son los amos de las campiñas despobladas y extensas, aquellos ubicados en el centro rural y el sur segregacionista del pasado. Es el viejo país blanco y tradicional, conservador y retraído, desvencijado y lento. Por su lado, los demócratas cosechan sus aplausos en las zonas de inmigración activa, en las dos costas, de California a Nueva York, en los grandes centros urbanos, entre los jóvenes y las mujeres, los afros y los latinos, los judíos y los potenciales millonarios en zapatos deportivos. Esa es la base electoral del presidente Obama y lo será de la señora Clinton.
Y en efecto, dentro de ese mapa, Trump no es ningún populista, es sencillamente un candidato republicano de mala calidad. Numerosas entrevistas revelan que siempre se consideró conservador y tradicionalista, que estuvo enrolado al cabildeo practicado en Washington y que sus ataques contra el orden establecido son solo ejercicios verbales para despertar adhesiones rebeldes. Es un candidato tan malo, que la cúpula del partido sabe que los llevará a una derrota inapelable. Trump tuvo combustible para las primarias, pero quedará a medio camino cuando vengan las elecciones generales.
La base social de Trump está en franca retirada. Las transformaciones culturales y políticas impulsadas por Obama la han postrado contra las cuerdas. El país que heredará Hillary es uno en el que los homosexuales pueden casarse, en el que se ha asentado la idea del seguro de salud para todos, en el que Cuba e Irán ya no son enemigos, en el que se apunta a la autosuficiencia energética y en el que las invasiones militares han quedado consagradas como grandes desatinos históricos. Norteamérica se transforma para bien con el liberal Justin Trudeau en Canadá y los demócratas estadounidenses al sur, como potencia del porvenir. En contraste, las antes consideradas fuerzas emergentes en Moscú, Brasilia o Beijing, aceleran su decadencia sombría y se descomponen en los preceptos anacrónicos de la Guerra Fría.