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¿Galindo?, no gracias


Hubo años en que María Galindo y yo fuimos amigos. Cuando se transformó en figura pública, me uní a su diminuta tropa de admiradores y ensayé textos tratando de interpretar sus logros en la televisión y las calles. Esos escritos están ahí, dormidos en alguna hemeroteca. Vuelvo a leerlos y me ratifico, María era eso y mucho más: un manantial de creatividad y furia.


Todo iba bien hasta que decidió convertir su radio en una plataforma de demoliciones. Me invitó a participar de sus barricadas. Nunca desistí de las citas, ni siquiera cuando vi que su método consiste en prometer un buen diálogo para luego propinarte una emboscada. Salí bien librado de varias, aunque claro, me obligaba a ser rudo y a desmentir sus incesantes calumnias. Es que María no tolera que la realidad desactive alguno de sus vituperios habituales. Durante semanas porfió, por ejemplo, en asegurar que yo había dirigido “La Razón” y ni mis desmentidos cara a cara lograron una retractación de su parte. Quiso exponerme ante su audiencia como un patriarca, aunque el tiro siempre le salía por la culata. Fue devastador para sus fines enterarse, por ejemplo, que yo planchaba mis camisas. Casi me sentí culpable de contárselo, al ver desplomarse su triste táctica de linchamiento.


El año pasado me invitó a su radio para hablar de periodismo y patriarcado. Ella merodeaba por los pasillos hasta que advirtió cierta empatía mía con el público congregado. Entonces tomó el micrófono y puso orden en la sala. Hizo notar que nadie podía coincidir con mis historias, porque yo era “un enemigo”. Le agradecí la sinceridad y seguí buscando consensos en el auditorio. Así que mediante este breve alegato solo convalido su voluntad de pasarme a su lista de adversarios.


María trató de ser Defensora del Pueblo. El cargo no era para alguien como ella, encandilada como está con su propia imagen personal. No fue la primera vez que intentó tener un cargo público. En 2006 fue candidata a la Asamblea Constituyente por el Movimiento Bolivia Libre (MBL). Se prestó la sigla y perdió la elección. Quizás le hubiera ido mejor como constituyente, dado que era una entre 250 participantes. Esta vez quería los reflectores solo para ella.


Y es que María antepone el show a la sustancia, porque hace tiempo ha dejado de ser anarquista. Lo suyo son las cámaras y las puestas en escena, la provocación estéril y la foto-oportunidad. Con su maquillaje y su estridencia ha aprendido a copar hasta anular, todo lo que se congrega a su alrededor. Cada que encarna una causa, solo se la ve a ella, siempre en el centro y dueña del rol estelar. A diferencia de los anarquistas, no quiere disolver el poder, lo quiere sí, pero para su solaz exclusivo.


A estas alturas de su vida, María se ha revestido de todo lo que criticó en el pasado. Maltrató a las funcionarias de ideas feministas, calificándolas como “tecnócratas de género; hoy vive de donaciones europeas. Rechazó airada el colonialismo; pero ha hecho de su radio un escenario de humillación y escarnio para quienes osan acudir a sus entrevistas. Abjura de las religiones, pero es de un dogmatismo rayano en la inquisición. Por unos días, quiso que la elijan para defender al pueblo. Hubiese sido funesto. Cuando enarbola una causa, solo se preocupa por montar un escenario de odios, en el que se instala satisfecha sobre el extremo más cómodo. Una Defensora adicta a la figuración es lo que menos necesitábamos, ahora que Rolando Villena puso en claro que solo los datos solventes producen sana distancia con el Palacio.

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