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Anti-manual para quienes critican a los periodistas


Y resulta que reunidos en “complicidad” con la Fundación Friedrich Ebett (FES), varios representantes de la sociedad han dado pie en 2003 a un “anti-manual” para los periodistas bolivianos. En él nos dicen qué es lo que no debemos hacer, quienes hemos dedicado nuestra vida a producir mensajes públicos y periódicos.


La iniciativa es saludable, porque pone en claro algunos puntos centrales del debate cotidiano en torno a la conducta de los medios de comunicación. Y por ello, a fin de que la demanda no se quede sin eco, la misma FES me ha pedido que produzca una respuesta desde el ángulo y trinchera de los periodistas. No lo hago a su nombre, claro, porque no los represento. Lo redacto como un individuo más, uno que se ha ocupado en y de los medios desde hace 20 años.


Así, en “venganza”, he producido un Antimanual también, pero ésta vez para quienes tienen por singular deporte criticar a los medios de comunicación y a sus coyunturales ocupantes. No quisiera invalidar sus críticas, muchas de ellas bien sentidas y razonables, más bien desearía descartar argumentadamente las más disparatadas y sobre todo, recolocar las otras en un nuevo contexto, el de quienes conocemos a los medios por dentro y sabemos qué se les puede exigir y qué no.


En efecto, la sociedad no sabe cómo funciona un medio. Su experiencia es la de un observador externo, la de un interventor comedido y, muchas veces, la de una víctima de sus abusos. Sin embargo, como bien enseñara Kant, el comportamiento ético tiene que ver con la razón práctica, es decir, con lo que puede y no puede hacerse. Las exigencias éticas no pueden fundarse sobre deseos etéreos o anhelos celestiales, necesitan un sustento material que se compadezca del contexto en el que actúan los seres humanos. De eso se trata pues ahora, de escuchar a la sociedad, pero de que ésta también sepa a quiénes juzga con tanta dureza.


De modo que a partir de ahora quisiera mostrarles, amables lectores, qué podríamos exigir de los medios y qué no. Suena pretencioso, pero tiene sustento, teoría y experiencia condensada.


1. Los medios NO reflejan la realidad, la trabajan


¿Se imaginan un medio que decidiera reflejar la realidad tal cual es? “Aquí se acabaron las manipulaciones, señoras y señores, con ustedes el mundo sin manipulaciones ni maquillajes”... Dura tarea. Se instalan cámaras en cada esquina, en todo rincón, allí donde nadie sospecha que podría ser observado. Aquello sería un tinglado como el de aquel fotógrafo compulsivo de la película “Smoke” (1995, Wayne Wang), rollos y rollos de película con imágenes sucesivas de los transeúntes, el niño que espera el cambio de semáforo, una foto; el mismo que empieza a atravesar la avenida, otra foto; el muchacho que ya dobla la esquina o ingresa a una tienda, más fotos...


La primera consecuencia de algo así es que el medio dejaría de ser tal...allí se verían las cosas justamente sin mediación alguna, de forma directa. Aquella sería la amplificación infinita y proliferada de la costumbre de mirar, sí, verlo todo, sin otro criterio de selección que no sea el propio. De ser así, pasaríamos entonces de tener medios a contar con “directos” de comunicación, es decir, meros transmisores de nuestro entorno total, gozaríamos de un ojo capaz de monitorearlo todo, cada individuo estaría transformado en un “Gran Hermano” como el que imaginó Orwell en su novela.


Sabemos bien que lo descrito es imposible. No sólo que no habría manera de montar una red tan diversa y extendida de cámaras y micrófonos, sino que, de plano, sería absurdo ponerse siquiera a planificar tal cometido. Peor aún. Incluso si se plasmara lo reseñado, seguiría siendo falso que aquella es “La Realidad” sin manipulaciones ni maquillajes. El sólo hecho de poner una cámara al ras del suelo, clavada en el techo o a la altura de los ojos, ya está indicando una orientación, una perspectiva que modifica por completo las percepciones obtenidas. En otras palabras, aún si los medios sólo reflejaran lo que ocurre alrededor, sin agregarle ni restarle nada, las meras condiciones de dicha transmisión ya nos estarían confesando un sesgo, así éste sólo fuera involuntario o puramente casual.


Primera conclusión: A la realidad sólo se la conoce a través de mediaciones, es decir, mediante la selección de uno, dos o tres puntos de vista, jamás de manera directa.


Incluso cuando uno observa presencialmente un hecho, es decir, con sus propios ojos, no está conociéndolo sin filtros. Lo que uno hace es “reconocer”, es decir, incorporar las percepciones sensoriales a su intelecto y experiencia previa, clasificarlas allí dentro de acuerdo a ello y comprender, o sea, integrar lo visto a un marco organizado de referencias. Ese procedimiento comienza desde el nacimiento, allí mismo, en la cuna, cuando empiezan a surgir los primeros conceptos. Sin ellos, a decir del mismo Kant (1968), no veríamos nada.


Por eso, cuando la sociedad reclama de los medios el reflejo fiel de la realidad, está escamoteando la lógica más elemental. Nadie puede pretender eso, ni siquiera el testigo presencial más cercano.


Pero, entonces, ¿qué hacen los medios con la realidad? Lo que todos los seres humanos comunes y vulgares: la construyen. Eso significa que asumen los datos que les interesan, los procesan y componen una visión de las cosas con la que buscan hacerse creíbles ante los demás y ante sí mismos. ¿Hay algo de malo en ello? No, para nada, es algo irremediable.


Todos los seres humanos hacemos exactamente lo mismo, cada sistema de conocimiento tiene por principio el discernimiento, la elección de ciertos elementos a fin de componer un sentido, una orientación, un mapa de lo vivido.


De modo que los medios son nomás sistemas de conocimiento, aparatos cognitivos capaces de seleccionar, sistematizar y presentar públicamente conjuntos periódicos de datos, que, a su vez, son procesados por los otros sistemas de conocimiento de la sociedad. Así, los medios jamás nos dictan lo que tenemos que pensar; nos proponen, apenas, maneras de mirar el mundo. De nosotros depende si las adoptamos como propias o las repudiamos como “sesgadas” para imponer nuestro sesgo particular. Que quede claro, “La Realidad” no está en ninguna parte ni es un tesoro por desenterrar, es una variedad de imágenes borrosas, compuestas de muchas informaciones organizadas a fin de entregarnos una noción de lo que podría estar ocurriendo. En virtud de ello, cambia constantemente, sin que por ello deba ser vista como totalmente arbitraria o azarosa. La realidad es pues una construcción variada y variable, y los medios aportan en ello con algunos ladrillos, quizás los más deleznables y quebradizos.


2. La manipulación es ineludible a la hora de conocer


Por todo lo dicho en el anterior “mandamiento”, valdría la pena saber cómo accedemos al conocimiento de los hechos sin incurrir en una indispensable manipulación. Manipular es, en rigor, “usar las manos”, nada más pedestre y convencional que eso. Quien administra datos, no tiene otra opción que ordenarlos según algún criterio, es decir, decidir cuáles son más válidos que otros, cuáles concitan más la atención o cuáles podrían ser causa explicativa de los demás. ¿Hay acaso otra forma de operar?


Ahora bien, en tiempos actuales, manipular es algo más que usar las manos para moldear alguna materia. Sabemos que ese verbo es usado como sinónimo de engañar, es decir, de adulterar los datos y presentarlos de manera tramposa, es decir, con la clara intención de que lo informado contradiga nítidamente lo sucedido. Es una maña, un truco nacido de la propaganda.


Entonces queda aceptado. “Manipular” en el sentido negativo no es admisible, es una práctica que lesiona la credibilidad de quien la emplea.


Sin embargo, no nos llamemos a engaño. No vayamos a creer que existe un método puro y libre de manipulaciones. Todo aquel que organiza informaciones dispersas y diversas está condenado a manipular en alguna medida, es decir, a elegir un punto de vista, a destacar o a menospreciar una arista, un giro, un componente.


Ante ello, ¿resignación?, ¿cinismo?... ¿qué nos queda frente a tal constatación? Creo que la respuesta es clara: reducir al mínimo los efectos perversos de la manipulación, es decir, poner a disposición del público las herramientas para que cada quién pueda construir su propia interpretación, es decir, para que cada cual manipule los datos según sus convicciones y experiencias. Enzensberger (1971) ya lo escribió hace muchos años: no se trata de abolir la manipulación, que eso es impracticable, se trata de democratizarla, de permitir que la mayor cantidad de personas acceda a las herramientas necesarias para procesar informaciones y fabricarse una visión plausible del mundo.


3. Los medios no buscan la verdad, persiguen la novedad


Hasta aquí, ha quedado claro que los medios no son mejores ni peores que cualquier persona de la calle. Aprenden el mundo como lo harían sus más radicales críticos. También ellos construyen la realidad a su manera, también ellos manipulan; felicidades por ello, vivimos en pie de igualdad.


Existe, sin embargo, una enorme diferencia entre quien conoce por su cuenta y riesgo, y quien ausculta los hechos, armado de un micrófono o una cámara. El primero producirá conocimientos para su goce personal, mientras el segundo está en condiciones de difundir masivamente sus impresiones. No sólo eso, deberá además elegir las mejores maneras para que el gran público lo sintonice, es decir, no podrá reproducir cualquier conocimiento, sino sólo aquel que interese a la gente. Grave dilema: conocer para congregar a los demás.


Ojo, ese detalle no es insignificante. Quien habla o escribe mediante los medios sabe que no está solo. Se está dirigiendo a un oyente, lector o televidente al que no conoce, pero al que debe seducir y mantener atento.


El que ignora estas condiciones de transmisión y percepción sencillamente no entiende la naturaleza de los medios. Éstos difunden sólo aquello que podría despertar la curiosidad del público, no aquello que, según incluso su criterio, es relevante.


He ahí otra característica insoslayable de la labor mediática: se publican novedades, no necesariamente verdades. Una vez más detectamos que los medios no difunden la realidad, sino sólo aquellos ángulos de la misma que resultan innovadores, insólitos, sorprendentes e inusitados. Ningún medio del mundo nos muestra la normalidad de la vida, al contrario, se ocupa únicamente de lo que rompe con la rutina y altera el devenir regular de las cosas. ¿Podría ser acaso de otra manera?


Y la gente ya lo sabe. Acude a los medios con el propósito de saber novedades, para, con la ayuda de ellas, quizás, construir sus propias verdades constantes o flexibles. El día en que esto deje de ser así, dejarán de sintonizar radios, canales o comprar periódicos. Así de llano y concreto.


¿Significa esto que sus novedades bien pueden ser falsas? Claro que sí. Ocurre con frecuencia y eso es lo que el público repudia con frecuencia, es decir, que aquello que le venden como novedad, resulte siendo un invento bien contado. De modo que: claro que podemos exigir que los medios se apeguen lo más posible a lo ocurrido, pero no esperemos de ellos “La Verdad”. Ésta es obra de diferentes puntos de vista enfrentados, de largas deliberaciones y enjuiciamientos complejos. La verdad es materia inalcanzable, aunque deseada, de los científicos o los filósofos, no de los periodistas. Seamos más modestos.


Ya viene siendo entonces hora de poner las cosas en su lugar. El periodismo no es aquella actividad sublime encaminada a entregarle luz al mundo, es apenas una forma de mantener constante el flujo de opiniones y pareceres acerca de la cosa pública. Ni más ni menos, enhorabuena.


4. Los medios se ocupan de irritar a la sociedad, no de educarla


Lo ha planteado Luhmann (2000) con magistral elocuencia. Los medios están ahí para irritar a la sociedad, para mantenerla alerta, para conservarla en forma ante eventuales peligros y acechanzas. Sin embargo no lo hacen por un espíritu altruista o porque les preocupe genuinamente el futuro, nada que ver.


Los medios adquirieron esa función, porque es ahí donde mejor responden, es lo que saben hacer y por lo cual se los valora tanto. No hay nada particularmente elogiable en ello, es casi un deber operativo, un impulso reforzado por la respuesta gratificada de la gente. Luhmann nos ha enseñado además que cualquier otra función atribuible a los medios sale sobrando. Y es que para muchos, éstos deberían ora reemplazar a la escuela, ora fungir como una especie de “filósofo-rey”, ora hacer las veces de sacerdote o terapeuta. Los hay incluso quienes esperan de ellos la conducción firme de la revolución venidera, quieren un periodismo como agitador colectivo, intelectual de todos y para todos. Y es que este oficio está plagado de un bosque de idealizaciones. Se le atribuyen tantas virtudes que cuando se detectan los vicios, todo el mundo queda perplejo y defraudado.


Cerrando el círculo de esta argumentación, podemos repetir que el periodismo selecciona de la realidad todos aquellos datos considerados noticia o novedad. No informa sobre todo, sino sólo sobre aquello que despierta inquietud o sorpresa. Al hacerlo, consigue irritar a la sociedad, tenerla en vilo. De esa manera se relaciona con el público, ya que sólo así consigue conectarse con él, y también así queda justificado su funcionamiento. ¿Por qué le exigen entonces a los medios que se ocupen de temas que no pueden ser convertidos en noticia?, ¿por qué quieren que se interesen por asuntos estructurales y de largo plazo como la pobreza o la marginación?, ¿acaso deben hacernos saber lo que ya todos conocemos con solo salir a la calle? Hay estanterías de libros e investigaciones suplicando que los medios se ocupen de lo importante y no sólo de lo urgente.


¿No es esa labor de sociólogos y estadistas?, ¿no estudiaron para eso los estadísticos y los ministros?, ¿habrá que pedirle a un telediario que los reemplace usando espacios de diez o cinco minutos por entrega noticiosa? Parece que del olmo, no se cosechan peras.


Algo más. Los medios irritan, pero jamás producen grandes trastornos al hacerlo. Como es natural al ritmo de los flujos noticiosos, su interés necesita ser fluctuante y disperso. Una noticia anula inmediatamente a las precedentes. Aquello que ya se conoce, deja de ser importante y pasa a ser reemplazado por datos frescos. De modo que tan pronto como se interesan por un hecho, los medios saltan de inmediato a otro más actual, más palpitante. Otra vez la consabida pregunta: ¿acaso podría ser de otra forma?


El seguimiento de la información hasta sus últimos detalles sólo ocurre cuando existe un empeño particular en ello, es decir, un deseo por saber algo que el público normalmente ya ha olvidado. Lo normal es que nuevos titulares nos dejen con la interrogante sobre lo que ocurrió con los anteriores. Esta conducta ha sido criticada con fiereza, pero no parece haber incentivos reales para que el tratamiento informativo discurra de otra manera. Los medios provocan entonces irritaciones múltiples y cambiantes, no llegan a causar heridas, sólo un escozor intenso, pero pasajero. El que se persiga la solución a fondo de las demandas sociales o los problemas que suscitan los acontecimientos noticiosos, está en manos de los directos interesados. Los medios los acompañarán mientras lo que digan o hagan sea de curiosidad pública, es decir, se torne en espectáculo y escándalo.


Y ya que hablamos de ello, ¿por qué tanto amor al espectáculo, al circo, a la algazara? Muy simple. Espectacular es aquello que mantiene en vilo al espectador, es la relación incesante entre una mirada que desea y un cuerpo que se ofrece a tal deseo. Todo espectáculo persigue prolongar la expectativa de manera indefinida, generar suspenso, fortalecer el lazo y prolongarlo creando adicción. Este es el ingrediente ideal para los medios, la inyección que todos ellos necesitan para hacer perdurar su idilio con el público. ¿Alguien busca medios aburridos y profesorales? Que los haya, pero no esperen su éxito rotundo, el goce es, ya enseñaron los psicoanalistas, la motivación número uno de la gente.


5. Los empresarios NO son los únicos que mandan en los medios


Uno de los mitos más difundidos es aquel que sostiene que los empresarios son además los propietarios de todo el poder al interior de un medio. No hay nada más falso. Ellos, pese a sus millones, son incapaces de intervenir en todas las áreas de realización de un diario, una radio o un canal. No tienen ni el tiempo ni el interés de hacerlo. Por eso delegan esas funciones operativas a otras personas, a gente de su confianza, reparten cargos entre parientes, amigos o leales.


Sin embargo, la complejidad de las tareas que se desarrollan en un medio, permiten que cada segmento profesional de su interior, adquiera una autonomía relativa. Así, quienes colocan titulares o deciden qué información jerarquizar y qué no, le preparan a diario al dueño del medio un menú ya consolidado de ofertas para que él ejerza su poder de veto. En ese sentido, los empresarios definen muy pocas cosas dentro de un medio, aunque éstas sean, a momentos, las fundamentales. Normalmente se ocupan sólo de reaccionar frente a las novedades elegidas. Ante ellas, dicen qué y qué no debería tener tanta trascendencia. En algunos casos, aplican la censura o vetan un tema, es su forma de intervenir en la agenda del país. Sin embargo, para hacerlo, podrán optar entre la argumentación persuasiva hacia sus subordinados o la entrega fría de una orden de inmediato cumplimiento. Cuando el empresario escoge con demasiada frecuencia el segundo camino, es decir, emplear la tijera sin razonar, con seguridad perderá credibilidad entre sus empleados, gente que empezará a trabajar a desgano. Por ello, los empresarios optan generalmente por persuadir antes, y finalmente, si ello no funciona, imponer.


De modo que resulta incluso hasta injusto atribuirles a los empresarios todos los males del periodismo. Al impulsar sus agendas y contaminar con sus intereses la labor mediática, cuentan, casi siempre, con la complicidad o, al menos, con el acatamiento consciente o desentendido de sus operadores en el terreno. No hay empresario que funcione a solas.


Sin embargo, ¿por qué se ataca con tanta bronca a los empresarios mediáticos? Y es que son las víctimas más expeditas. Cuando se los condena crudamente, los periodistas siempre tendrán la coartada de que “cumplían órdenes”. De esa forma quedarán absueltos ante su público y sus colegas.


Queda claro entonces que los medios no son bloques de acero. Están compuestos por muchas personas, diversos intereses y capacidades. De su interacción dinámica, dependerán los resultados ofrecidos a la ciudadanía. Estamos hablando de equipos de seres humanos, de fallas puntuales, de ambiciones concretas. A momentos un humilde reportero puede derribar a un ministro, más tarde, un portavoz bien informado puede poner a los medios a su servicio, quizás luego, un empresario mediático sufrirá un ataque inesperado desde su propio medio, y más adelante, periodistas coordinados y no tan competitivos, podrían imponer tal vez su agenda por encima de las vallas empresariales. Hay mucho de juego y azar en esta madeja, nadie impone las cosas de una vez y para siempre, de lo contrario nadie querría introducirse a la cancha.


Del mismo modo, es realmente grotesco hablar de los medios en general y mucho más en un país como Bolivia. Aquí tenemos una larga tradición de pluralismo mediático. Incluso en tiempos de dictadura, una gran variedad de radios contribuyó a que aparecieran en el éter idiomas, ideas y temperamentos diversos. ¿Se puede acaso acusar a los medios en abstracto? Los que se concentran en la plaza Murillo o en los centros clásicos del poder son quizás los más importantes, pero, de lejos, distan mucho de ser los únicos. Habrá que empezar a discernir antes de juzgar, a catalogar antes de sentenciar.


6. La objetividad existe y sirve


Si cada quien construye la realidad de acuerdo a un principio propio de organización de los datos, ¿qué es eso de la objetividad periodística?


Hay quienes aseguran que ésta no existe, que es impracticable, y que por lo tanto, no queda otra que parcializarse. Parecería, por todo lo dicho hasta aquí, que esa es nuestra posición, pero no lo es tanto. Insinuamos en anteriores puntos, que existen grados diversos de manipulación, desde la más mínima e indispensable, que lleva a presentar la información de forma ordenada y fría hasta la adulteración deliberada de los acontecimientos. Pues bien, ese prisma de colores puede aplicarse también a la llamada objetividad. Hay maneras de ser más o menos objetivo, aunque nunca se abrace la plenitud, como ya aprendimos.


Y es que la objetividad es una necesidad imperiosa al interior de los medios. Ésta es invocada cuando existen puntos de vista divergentes. Si el empresario y el periodista no están de acuerdo en el criterio que debe prevalecer para abordar un tema o un suceso, entonces, a fin de lograr un pacto que conduzca a la elaboración final y consensuada de la noticia, entonces concuerdan “el tratamiento más objetivo posible, es decir, dejar que los hechos hablen por sí mismos”. Así, si una de las partes teme que la difusión de esos datos dañará de alguna forma sus intereses, entonces sabe que mediante el tratamiento objetivo, sufrirá el menor daño posible.


Vistas así las cosas, la objetividad no es tampoco una meta a la que se accede mediante el cultivo de la virtud, es más bien un acuerdo pragmático que pone en evidencia la diversidad y disparidad de criterios e intereses al interior de los medios. Si hubiera unanimidad en su interior, no habría necesidad de fijar criterios de objetividad; al contrario, todos enfilarían sus opiniones hacia un mismo vector. Esto ocurre por ejemplo, cuando se otorga cobertura a los partidos de la selección nacional de fútbol. En ese caso, la objetividad desparece, porque cada reportero, comentarista o editorialista deportivo aboga a favor de la casaca nacional, impera en ellos la cobertura patriótica y lo que exclama la barra en el estadio es lo mismo que grita quien transmite las acciones dentro del campo de juego. Este es un claro ejemplo de que cuando existe consenso entre operadores y público, la objetividad es trascendida como meta y sustituida por el objetivo mayor: apoyar a la causa de todos. De tal suerte que quien se burla de la objetividad calificándola de mentira piadosa y quien la eleva al rango de precepto religioso yerra sin saberlo. La objetividad como ideal es la prueba más patente de que en los medios existe “lucha de clases”.


7. La concentración de la propiedad no es mala en sí misma


Por los antecedentes de la discusión, se tiende a creer que la concentración de la propiedad mediática (muchos medios en pocas manos) es automáticamente negativa para la sociedad. No siempre sucede lo afirmado. En Bolivia, por ejemplo, los medios concentrados han tenido más posibilidades de sobrevivir, que aquellos que funcionaron de forma aislada. La Iglesia católica, muchas confesiones evangélicas, los sindicatos y las propias empresas han conformado conglomerados de radios, canales o diarios. De esa forma han equilibrado sus gastos y racionalizado sus recursos humanos y financieros.


Sin embargo, también es cierto que la concentración puede infligir graves lesiones a la democracia. Cuando varios medios funcionan en red, hay chances de que surja un pluralismo restringido, es decir, todos podrían acabar difundiendo idéntico repertorio de ideas y conceptos. Dependerá de sus impulsores el que esto no suceda y que a pesar de tener el mismo dueño, éste no se convierta en un director de orquesta.


De igual modo, cuando no sólo los mecanismos de difusión integran un conglomerado, sino que incluso han sido copados los espacios previos de creación o los de comercialización, el peligro está en que los empresarios digiten también los contenidos en sí mismos y ya no sólo su grado de variedad. Hay el riesgo pues de que sólo se produzcan obras intelectuales que agraden a los dueños, restringiendo alternativas para públicos más amplios.


Que esto ocurra, dependerá otra vez de que los productores se dejen. Pero sin duda el tipo de concentración que más ha afectado a este país ha sido aquella que agrupa medios con otros negocios. Cuando un dueño de diario es, a su vez, el propietario de una aerolínea, por ejemplo, las cosas se complican en detrimento del periodismo. Puede suceder que la agenda mediática se vea perturbada por intereses extra-periodísticos, es decir, que la información sea puesta al servicio del incremento de riqueza en mercados colaterales. En esos casos, los empresarios tenderán a ser muy activos en la evaluación de los datos a ser publicados, pues muchos de ellos atañen a sus necesidades y urgencias en otros rubros. En estos casos, los empresarios se tornan hiperactivos, casi se hacen periodistas con tal de convencer a sus huestes de la pertinencia de una línea informativa. Grave, muy grave. Es cuando el periodismo padece los peores abusos de parte de sus financiadores.


8. Los medios no son escenario, son actores


Aunque aparezca como redundante, hay que volver a decirlo, así sea con otra formulación. Si, como dijimos, el tratamiento de datos y el acceso a visiones de mundo, obliga al impulsor del conocimiento a intervenir activamente en la construcción de la realidad, la afirmación de que los medios deben limitarse a ser escenario de los hechos es una vulgaridad sin fundamento.


Los medios nunca fueron ni podrán ser meros testigos o planos escenarios de los hechos. Incluso la más fría transmisión de un encuentro deportivo, sin comentarios ni trucos audiovisuales, deja de ser un escenario en el momento en que se elige una hora, un ángulo, un punto de vista para efectuar el envío. Aunque nos cueste creerlo, todo medio actúa sobre la realidad, desde el momento mismo en que elige qué informar y qué soslayar. El reproche para que los medios dejen de interferir en los asuntos de la vida pública es muestra de candidez o desinformación, pero jamás obra de un análisis serio.


9. Los medios no son ni serán democráticos


¿Pueden los medios ser democráticos? Es parte de la confusión reinante. Una de tantas exigencias irrealizables reseñadas en este Antimanual.


Los medios son empresas, se organizan de forma vertical y en muy raras ocasiones deciden por votación debido a la multiplicidad de funciones y horarios.


En efecto, es posible que el sindicato, que cobija a todos los trabajadores de un medio, desarrolle el ejercicio de una democracia que permita que redacten juntos un pliego de peticiones u organicen una fiesta anual, sin embargo, la puesta en marcha del medio no da cabida al voto ni a la asamblea. Para ello falta el tiempo y las ganas, quebradas siempre por la fatiga laboral. ¿Se imaginan llamar a referéndum para decidir un titular o para redactar la entrada de una noticia? Absurdo. El dinamismo enloquecido de los medios obliga a delegar funciones, a confiar en criterios ajenos, a distribuir responsabilidades antes que derechos deliberativos. Si algo sale mal, se sabe inmediatamente quién es el culpable y frente a ello no funciona la coartada de “¿por qué no, mejor, lo decimos todos?”.


Otros piden que los medios tomen en cuenta lo que piensa la sociedad, otra forma de democratizarlos, pero hacia afuera. Otra ilusión más grande que la anterior. Si no hay condiciones para que 20 o 30 periodistas se manejen en asamblea y elecciones, menos habrá para que los lectores o los oyentes intervengan en las actividades internas del medio. Por supuesto que se puede indagar por sus intereses y gustos, lo hacen las encuestas y lo mide el llamado rating, sin embargo, qué absurdo sería que el público cogestione cada noticiero.


¿Qué queda entonces por hacer?, ¿cruzarse de brazos? Si la democratización de los medios es una quimera, no lo será la democratización del espacio mediático. Esa es otra cosa harto diferente. De lo que se trataría más bien es que haya pluralidad de medios y que cada segmento del público se sienta parcialmente representado por alguna voz pública.


Si las mujeres o los indígenas no aparecen en pantallas o micrófonos, que tengan entonces sus propios medios que consideren con más esmero sus deseos y aspiraciones. En otras palabras, la democratización de cada medio es imposible, pero no lo es, el hecho de que el espectro o la paleta mediática estén conformados por muchas visiones e intereses. Urge un creciente pluralismo en el dial, y que la concentración de la propiedad nunca nos gane la batalla por la democracia en los micrófonos y los teclados.


10. Los medios no se autorregulan a través de invocaciones a la moral


Fin de este manual. ¿Quién le pone el cascabel al gato? Tenemos en Bolivia una vetusta Ley de Imprenta que se aplica en casos muy graves, y, mientras tanto, dentro de las redacciones se impone quien mejor juega las reglas o quien mejor aplique sus prerrogativas. De las alteraciones internas a la libertad de expresión no se ocupa nadie. Sólo saltan las clavijas cuando el gobierno atenta de manera directa y externa contra algún medio o cuando un ministro se siente cercado por conferencias de prensa incómodas y beligerantes.


Sin embargo, ¿qué hacer para que lo poco que pueden hacer los medios no dañe a la sociedad?, ¿cómo evitar que la gente sea víctima del periodismo? Está claro que mientras en las redacciones siga imperando “la ley de la selva”, nada bueno saldrá de este rincón de amargura y opresión del libre pensamiento. En estos casos, el mercado irrestricto no funciona. Es imperativa una regulación legal seria y mesurada, un conjunto de normas que impidan que los empresarios se hagan más impunes y censuradores, que los periodistas actúen de forma irresponsable, y que los portavoces o las autoridades digiten la labor de los medios chantajeando con paquetes de publicidad o legajos falsificados de denuncias. Se imponen aquí reglas del juego claras entre estos tres actores, pero éstas deben aplicarse en el terreno mismo de sus confrontaciones, no en un espacio neutral y lejano como el de los tribunales de imprenta.


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