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El fugitivo Chávez


El periodista Walter Chávez Sánchez no es un prófugo, es más bien un fugitivo. Lo conozco hace 20 años y aún lo admiro de intuitivas e inconstantes maneras. Es por eso que, a diferencia de sus repentinos sepultureros de teclado, no escribo de él como si ya hubiera muerto. Al contrario, celebro que esté a salvo en la Argentina, acariciando la opción de seguir bajo un amparo, ese que tuvo en Bolivia hasta que sintió el rugido torvo de la enemistad estatal, mordiéndole los talones.


Walter es de aquellos tipos necesarios, que pasan por los bares, las bibliotecas y las sociedades, acosando aristócratas con sus desplantes y carcajadas. Huyó del Perú, consciente de que cargar con el mote de “terrorista” bajo el régimen de Fujimori, equivalía a perder derechos civiles y entregarse al asedio arbitrario. Llegó a La Paz ansioso por depurar pistas y confundir a sus perseguidores. Fue reclutado por el periodismo cultural y muy pronto empezó a deslumbrar con sus escritos. Fugando, siempre fugando, constató que ser periodista podía ser algo más útil que conceder lisonjas y arrumacos. Se tomó en serio la punzante función de la crítica y nos enseñó que cuando uno escribe, debe estar dispuesto a desagradar incluso a los más arrogantes. A medida que su provocación se fue haciendo sello e identidad, empezó a ganar y perder adeptos. Nadie, en los últimos años, ha despertado tanta inclinación al pugilato después de leer una ácida secuencia de oraciones. Hiriente, corrosivo, irreverente y hualaycho (un “liso”, diría mi tía abuela), Walter no tuvo frenos ni con los más consagrados del firmamento boliviano. Como el viento insolente que invade una recepción social, Walter dejaba en calzones a los más engalanados, ante la disimulada algarabía de los mirones ocasionales. Confieso el goce experimentado.


Solo un fugitivo es capaz de cosas semejantes; solo alguien que va de paso, y no pertenece a ningún circuito de referencia o relevancia, el que no fue al colegio con nadie, el que no tiene raíces ni ambición de ser enterrado con honores, solo el loco Walter y su manso bóxer: Tomás Lizárraga.


En su largo paso por Bolivia, ofreció y entregó sus servicios al que le diese una esquina de escritorio para doblegar todos los relojes en extenuantes jornadas de trabajo. Fue militante del MRTA en el Perú, pero trabajó sin más compromiso que su instinto, con uno de sus secuestrados más notables, el empresario Samuel Doria Medina. Alguna vez, cuando bajábamos por las escaleras de “La Razón”, de donde yo huía, y él había decidido transitar hasta su próximo viraje, me dijo: “Cuando eres débil, cualquier decisión que tomes será equivocada”. Se refería al servicio que tenemos que prestar los periodistas a magnates sin brújula con tal de seguir escribiendo. Walter supo y sabe a qué jugar. Cuando uno depende de otros, puede aspirar a que lo utilicen un poco para, a su vez, sacar la máxima tajada personal posible. Entre desiguales, no hay lealtad que no sea otra cosa que un barniz para ingenuos.


Por eso, reunió habilidades y talento para fabricar su propio impreso: “El Juguete rabioso”. Nadie hasta hoy lo ha igualado en contundencia y soledad. Walter escribía casi todas las páginas y casi siempre con puntería. Y sí, luego se acercó al vértigo del poder político y fue triturado como casi todos los que erramos decidiendo aquello. Pero incluso de ahí ha fugado y solo aguardo que nadie lo alcance para recordarle facturas que no se atrevió a cobrarle en el momento oportuno.



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