Malas noticias desde el "deber ser" de los medios
- Rafael Archondo
- 3 mar 2016
- 18 Min. de lectura

La Fundación Friedrich Ebert, con el respaldo del Centro de Competencia en Comunicación (C3) para América Latina y, por otra parte, el Centro de Programas en Comunicación (CPC) han promovido dos estudios sobre asuntos, que aunque distintos, resultan complementarios para el presente análisis combinado.
El primero, financiado por la FES y el C3 estuvo a cargo del periodista Raúl Peñaranda, uno de los animadores del debate sobre los medios de comunicación en Bolivia. El segundo, respaldado por el CPC, fue responsabilidad de la comunicóloga Karina Herrerra Miller, otra activa investigadora dentro de nuestro mundo académico.
Peñaranda utilizó para su análisis dos documentos audiovisuales: un video etnográfico, producido por un grupo independiente, y la grabación de una extensa cobertura noticiosa televisiva. Ambos productos versaron sobre el cabildo autonómico organizado por las principales instituciones de Santa Cruz para el 15 de diciembre de 2006.
Por su parte, Herrera realizó un detallado recuento de los contenidos y formas del informativo central del canal del Estado. El periodo elegido para el análisis se situó entre noviembre y diciembre de 2006.
¿Cuál podría ser la ventaja de analizar ambos estudios al mismo tiempo? La fundamental consiste en poder compararlos, entrecruzando sus cualidades y advirtiendo sobre supuestos yerros comunes. Cabe recordar que Peñaranda y Herrera no solo se ocuparon a fondo de la televisión, sino que además sus objetos de escrutinio pertenecen a bandos políticos aparentemente antagónicos. Peñaranda emite sentencia sobre el trabajo de la red UNITEL, uno de los canales privados más adversos al gobierno del Presidente Morales, mientras Herrera se ocupa del canal gubernamental, justamente en el mismo periodo de tiempo del otro estudio. Los dos emisores de mensajes estudiados parecen entonces contraponerse en la actualidad de sus dos investigadores, por lo que las conclusiones bien podrían articularse, a pesar de haber sido establecidas unas en prescindencia de las otras.
Practicamos entonces acá una labor poco común, consistente en poner en movimiento de ida y vuelta dos trabajos distintos sobre temas susceptibles de ser complementados, consiguiendo, quizás, potenciar recíprocamente ambas perspectivas. Pero también podría ocurrir lo contrario, es decir, su mutua repulsión o neutralización, provocando, ya sea la invalidación de uno de los estudios o de los dos al mismo tiempo, lo cual no disminuye la utilidad del esfuerzo, pues toda perspectiva desechada, es una clarinada de ilustración para quien la escucha. Veamos pues qué resulta de este balance.
El “deber ser”, por encima de todo
Herrera y Peñaranda comparten el mismo punto de vista sobre la realidad mediática. Y en ello no hacen más que adscribirse a la abrumadora mayoría de los comunicólogos bolivianos. En el país, quienquiera que escriba hoy sobre la conducta de los medios, jamás se prodigará en elogios sobre ellos, salvo que los actores detrás de cámaras y micrófonos sean indígenas o trabajadores (como ha sucedido con la literatura en torno a las radios sindicales, mineras o campesinas). En Bolivia, y por supuesto en cientos de lugares simultáneos, quienes no operan los medios, pero los analizan, asisten al observatorio, armados de un modelo ideal. Su astucia consiste en comparar lo que ven con lo que esperarían ver. Se trata de un método infalible, puesto que nada de lo que exigen, tiene verificación fáctica en la realidad. Eso permite contar con abundantes y pesimistas conclusiones, que no solo ponen a su autor en una situación de predicador virtuoso, sino que lo colocan en un refugio invulnerable a las críticas. Y es que quien se atreva a poner en duda esas invocaciones al buen juicio y al mejor comportamiento, corre el riesgo de ser marginado por invalidar los propósitos trascendentes, metas sociales y fines encomiables de sus criticados.
Es por eso que en Bolivia tenemos más pontificadores que investigadores, más diseñadores de políticas públicas, que sistematizadores de las prácticas concretas. Se mide todo desde sus imposibilidades concretas, y no desde sus potencialidades internas. Eso hace que en realidad no se busque conocer, sino que se aspire sobre todo a sentenciar. Y es que claro, el conocimiento sin la emisión a su vez de un fallo, parecería dejar el trabajo a medias. Quien escribe, por lo menos aquí, necesita sermonear para ser considerado por su agudeza y utilidad.
Y, curiosamente, esa insistente toma de partido ante el defectuoso devenir de todo, viene acompañada, dentro del análisis específico de los medios, de una aversión profunda de los investigadores al acto que ellos mismos ejercitan. Es decir, los medios tendrían que hacer todo lo que el analista no hace, pues éste sí se parcializa abiertamente, es decir, defenestra y encumbra los actos de defenestración y encumbramientos de sus analizados. De modo que en este campo, la “caridad” no empieza precisamente por casa.
Por eso, el operativo analítico de Herrera y Peñaranda es casi idéntico a pesar de no haberse puesto de acuerdo en emplear las mismas herramientas de observación. La primera quiere que el Canal 7 cumpla una función vertebradora, educativa, pluralista, constructora de consensos, abarcadora del conjunto social y sobre todo, desdeñosa de los propósitos mezquinos del gobierno de turno. El segundo clama por una distancia crítica entre UNITEL y lo que el mismo denomina “una de las manifestaciones populares más importantes de la historia de Bolivia”, el cabildo de diciembre de 2006. En ambos casos, los investigadores exigen la conducta menos probable de acuerdo a sus propios datos: que un medio del gobierno se haga portavoz de la sociedad en general y que un medio privado regional se desmarque del consenso aplastante logrado en torno a las banderas autonomistas. Y lo hacen a pesar de haber consignado los indicios que ayudan a pensar que aquellos comportamientos fueron casi inevitables, dado el contexto en el que se movían los actores.
Entonces, sucede lo más frecuente: el investigador presiona públicamente por una reforma imposible, que le deja la confortable sensación de ocupar una posición distinguida, que se zafa de la norma y tiene un regusto precursor y profético. Pero hay una ventaja adicional: quien así prescribe, goza del privilegio de que aquello que recomienda, así sea impracticable, permanezca revestido de virtudes ideales. ¿Quién podría estar en contra?, ¿quién irá a conformarse solo con lo existente?, ¿quién no se animaría a exigir lo que parece realizable con solo imaginarlo? La moda que nunca se extingue consiste en juzgar el mundo desde el “deber ser”, prescindiendo siempre del “deber siendo”, que es el que realmente estructura el devenir de los fenómenos sociales.
Distinciones falaces
De modo que el arsenal conceptual de Herrera y Peñaranda proviene de la perspectiva platónica citada. Contiene, por ejemplo, los planteamientos teóricos del comunicólogo José Luis Exeni o del sociólogo Fernando Mayorga, quienes imaginan que el rol de los medios ante los hechos públicos puede ser el de escenario, testigo o protagonista directo. Habría que combatir esta diferenciación inconsistente. ¿Cuál es la distinción real entre esas tres funciones? Acaso un escenario no regula con la misma fuerza la actividad que se produce sobre él, tanto como impacta en los observados, la presencia de un testigo, que aparece de repente y no puede pasar desapercibido al tener por función hacer público lo que observa. Y, del mismo modo, qué diferencia real existe entre quien se inmiscuye en un hecho, en su calidad de intérprete social de lo que allí se suscita, y aquel que además decide encaminar los hechos hacia un desenlace específico. En la práctica, ninguno de los dos ha dejado de intervenir, el primero bajo un actuar intuitivo; el segundo mediante un plan, que no siempre se cristaliza.
Hace décadas, el constructivismo nos ha enseñado que no hay intervención, que pueda mantenerse en la neutralidad. Nada es inocuo. En la vida social, todo actúa y comunica: el escenario sobre el que se discute, el personaje mudo que se limita a tomar apuntes en silencio o aquel que toma la palabra, así sea solo para intentar resumir lo que otros han señalado. Escenario, testigo y protagonista son hilos de un mismo telar: la intervención irremediable de quien se presta como facilitador de relaciones, a las que siempre termina regulando, aunque finja no querer hacerlo.
Es por eso que la distinción tripartita de los roles de los medios solo enturbia el paisaje, porque nos conduce a creer, y más adelante, a exigir que éstos no intervengan en la vida pública, cuando en realidad nada sucede de la misma forma cuando ellos hacen su aparición. Lo peor de todo es que además el esquema tiene funciones disipadoras, porque en vez de ocuparnos de los grados de inevitable intervención mediática, despilfarramos el tiempo con la idea de erradicarla. Cuán útil hubiera sido, por ejemplo acá, invertir el tiempo en analizar cómo Canal 7 o UNITEL construyeron determinados hechos noticiosos, es decir, en qué discreparon o coincidieron a fin de calibrar su nivel de influencia y contrastarla. Del mismo modo, suele ser interesante comprender cuáles son los factores de poder y decisión en cada medio con el objetivo de calibrar la correlación de fuerzas interna y sus pesos específicos. Estudios así, en vez de regatear reconocimiento al rol de los medios como protagonistas, toman esto como un dato y se ocupan de algo más preciso: ver cuánto inciden y sobre todo de qué manera. Valga como pedido a futuro a quienes tienen el privilegio de encargar investigaciones sobre asuntos tan trascendentes como estos.
En ese sentido, valga lo afirmado hasta aquí para subrayar que el video etnográfico, que analiza Peñaranda y hace un seguimiento alternativo al cabildo de 2006, no es menos interventor o subjetivo que la cobertura de UNITEL. La única diferencia entre ambos es que los autores del primero aspiran a ser neutrales, ignorando que no pueden serlo; mientras quienes produjeron el segundo producto se pusieron abiertamente la camiseta regional. No hay entonces mirada neutra y equidistante, no hay contemplación de la realidad o mero registro de los hechos, solo gradaciones del mismo fenómeno. Cualquier ángulo que se asuma vendrá siempre cargado de una intención subjetiva, así sea solo en el origen.
Al respecto, es ilustrativo conocer la argumentación que busca legitimar al video etnográfico. Peñaranda recoge justificaciones textuales, entre las que figura, por ejemplo: “captar lo que piensan los sectores que normalmente no aparecen en los medios de comunicación masivos” o “ir más allá de la gente del cabildo”. Ya de entrada se está imaginando al video como una contra-versión de la televisión oficial, es decir, se parte de la idea de refutar lo que se juzga como parcializado. Si hasta parece una auto-invalidación de la neutralidad proclamada, dato que Peñaranda deja pasar sin objeciones e incluso reproduce textualmente en su informe.
En ese marco, quienes postulan la supuesta neutralidad del video, aseguran que en él no existe una puesta en escena y que la cámara permitiría que el espectador se convierta en testigo de lo que ocurre. Nada más ingenuo. Ni el camarógrafo, que sabe que todo lo que filma queda como corte final, ni el espectador posterior que siente confundir su vista con la de la cámara, están siendo meros observadores, puesto que ninguno actúa en un vacío social ni valorativo. Aunque no se lo propongan, ambos están seleccionando fragmentos de un todo, que está cargado de significaciones particulares e inmediatas para ellos y su entorno. Todo ángulo de observación es un recorte deliberado del conjunto. Incluso una cámara estática, entornillada a un ángulo de observación, absolutamente desconectada de cualquier injerencia humana, para citar un extremo de “automatismo libre de sesgos”, ya es una manera concreta de filtrar el mundo. No lo abarca todo, sino solo un segmento, cuya amplitud y profundidad han tenido que ser escogidas previamente. Es un punto de vista entre miles.
La candidez con la que se aborda la comparación del video etnográfico y la cobertura de UNITEL llega al extremo de creer que los únicos que pudieron haber omitido algún aspecto de la realidad fueron los periodistas y jamás los productores independientes, cuyo trabajo sirve casi exclusivamente para detectar lo que no mostró la televisión. Peñaranda parte del prejuicio de que el video muestra lo sucedido realmente, mientras UNITEL es el único capaz de hacer recortes y montajes. No toma en cuenta que ese acercamiento precario “lo más posible a la realidad” es realizado por personas que conocen su contexto, participan de él y, como todo ser humano, no pueden sustraerse el espacio social en el que se mueven. La neutralidad acá es equiparada con la falta de edición, luces o sonido de alta calidad, elementos que sólo muestran carencia de recursos técnicos, pero nunca ausencia de sesgo. La diferencia entre el material en bruto y la versión final a ser exhibida sólo se refiere a la mayor o menor intervención inyectada en la dramatización expresiva, y no a la ausencia o presencia de manipulación. Quien observa, juzga y elige; quien edita solo afina y profundiza dicho juicio y elección.
Lo sorprendente del caso es que la artificial distinción entre escenario, testigo y protagonista quiera además ser atribuida a distintos periodos de la histórica mediática reciente. Se especula con la presunción de que al principio los medios bolivianos fueron escenario y hasta testigo, pero que ahora, de forma creciente, se van haciendo protagonistas. La afirmación no tiene el menor asidero empírico. Desde el primer día de la república, Los medios en Bolivia fueron escenarios, testigos y protagonistas de la vida pública, y lo fueron, sin duda, más que en muchos países. Lo que ahora escandaliza a Peñaranda cuando sintoniza UNITEL es parte de una larga tradición, que además ni siquiera formó parte de lo que ahora se califica como la “derecha conservadora”, sino que incluso estuvo más en manos de la izquierda contestataria. Baste recordar como ejemplos emblemáticos el duelo librado durante diez años entre los periódicos “La Calle” y “La Razón” en las décadas del 30 y 40 del siglo pasado, o la aparición de proyectos radiales y televisivos que derivaron en electorados compactos y entusiastas, como sucedió alrededor de personajes tan vitales como Raúl Salmón, Carlos Palenque, Omar Montalvo, Oscar Vargas o Carlos Mesa. Los medios en Bolivia nunca dejaron de tomar y formar partido, lo cual no los ha hecho ni más indecentes ni más prodigiosos. Es parte de una sociedad que vive y muere en y para la política y donde los discursos públicos no han podido limitarse nunca a lo meramente notarial.
De modo que la distinción entre escenario, testigo y protagonista no solo no cuenta como andamiaje conceptual, sino que ni siquiera vale como metáfora histórica en un paisaje mediático boliviano plagado de periodistas combativos y opinantes candidatos.
La importancia de estas premisas no es poca. Todas ellas orientan las conclusiones de ambos trabajos. Se parte siempre de la idea de que los medios de comunicación deben olvidar sus fines específicos para asumir metas sociales, que no hacen parte de su identidad ni estructura operativa. Por ejemplo, no se admite como consustancial a su práctica que los noticieros deban concentrarse no solo en lo político, sino sobre todo en su faceta más llamativa que son los conflictos entre gobierno y oposición. No se reconoce como esencial que los noticieros televisivos se interesen por los actores del poder público y que por esa misma razón, concentren su atención en los sitios donde se toman decisiones, que en el caso de Bolivia tienen que ser, sobre todo, los departamentos del eje central donde se concentra más del 70% de la población. No se acepta tampoco que el género por excelencia propio de un noticiero es la noticia y que ningún telediario del mundo emplee formas distintas por economía de tiempo y urgencia didáctica. Se quisiera más bien un periodismo que incluyera a todos y todas, así no tengan qué decir o lo que digan sea sólo de interés restringido y doméstico; un periodismo preocupado por repartir cupos de palabra, antes que contenidos valorados por su impacto social; un periodismo suspendido en el vacío social, sin presiones ni intereses del propietario, el anunciador o el enunciador, es decir, uno que trate de aplacar los conflictos en vez de avivarlos, uno que procure educar y no despierte alarma ni incertidumbre, en otras palabras, un periodismo que no existió todavía en la faz de la Tierra.
Por lo tanto, resulta que los puntos de partida teóricos han sido fundamentales en ambos trabajos. Ninguno de ellos podría entenderse sin pasar primero por estas visiones que han ido forjando las conclusiones una a una. Ya criticamos sus falacias, corresponde ahora ir a los estudios en concreto.
El Canal 7 y el gobierno
Como ya lo han demostrado varios estudios sobre la cobertura electoral en 2005 y el seguimiento periodístico al desarrollo de la Asamblea Constituyente, el gobierno encabezado por Evo Morales ha remado contra la marea mediática como quizás ningún otro en el pasado. El cerco periodístico contra la gestión más votada de los últimos 40 años ha sido unánime y militante. Semejante asedio no podía dejar de despertar los reflejos más defensivos en el seno del Canal del Estado.
Karina Herrera sistematiza entonces lo que era de suponerse: la única estación televisiva que depende del gobierno, lo defiende a capa y espada. Además, lo hace sin diferenciarse sustancialmente de ningún otro canal en el que las noticias son una materia prima fundamental a la hora de situarse en el centro de las controversias públicas. Herrera descubre que el noticiero “Bolivia informa” se ha especializado en informar sobre la política nacional y que dentro de ella se concentra en exhibir los conflictos agudos que brotan entre el gobierno y la oposición. Del mismo modo, dicha cobertura se establece sobre todo entre las ciudades de La Paz, Cochabamba y Santa Cruz, hecho que deja de lado las restantes ciudades de la república. Quienes toman los micrófonos para decir su voz son sobre todo autoridades de gobierno o líderes de los llamados movimientos sociales. La autora de la investigación quisiera seguramente un noticiero que contara lo que sucede en las provincias y la selva, que invitara a hablar a las mujeres y los niños, que sumara las voces de los pueblos indígenas acallados, y que sobre todo no respondiera a la agenda del gobierno. Peras al olmo.
A esas conclusiones previsibles, se añade una batería de datos, que en su mayor parte, sorprenden por su irrelevancia y la meticulosidad con que han sido recogidos. Se constata, por ejemplo, que la mayoría de quienes aparecen en pantalla son adultos (esto puede suceder hasta en Disney Channel) o que el 81% de ellos no tiene aclarada su pertenencia étnica en el momento de declarar (menos mal, podría agregarse). El dato más insólito es aquel abrumador porcentaje de imágenes en movimiento (92%) frente a la reducida cantidad de imágenes fijas (dado que es un canal y no un libro, era de esperarse). Tampoco sorprende que el 93% de los actores de las noticias sean varones, y se sabe que ciertamente no es por el machismo reinante entre los reporteros, sino por el peso de la realidad patriarcal vigente, en la que hay que obligar a los partidos políticos a que postulen mujeres en sus listas. Lo mismo puede decirse de ese 87% de informaciones que proviene de las ciudades, mientras el campo solo genera el restante 13%. De la Bolivia mayoritariamente urbana y del poder concentrado sobre todo allí no podía esperarse otra cosa, ni en el canal 7 ni en otro medio de difusión. Del mismo modo, que un noticiero use en un 87% un discurso informativo y esté conformado en un 96% por noticias solo nos indica que estamos investigando la franja correcta de programación que hemos elegido.
Hay otro conjunto de tortas estadísticas frente a las cuales el lector no sabe qué decir, dada la ausencia de una significación visible. Es el caso de ese 54% de noticias nacionales, frente a 30% locales, o el hecho de que el 61% de las informaciones provengan de un reportero propio del canal. ¿Es mucho?, ¿es poco?, ¿cambiarían en algo las conclusiones si esto fuera distinto?
UNITEL y el cabildo
Peñaranda habla de camuflaje. UNITEL y el comité cívico tendrían, en este caso, el mismo color, lo cual los dejaría mimetizados, uno asimilado al otro. No habría manera entonces de distinguirlos, siendo uno el brazo del otro. Otro término usado es el de complicidad, lo cual ya nos conduce al vocabulario delictivo, porque cómplices son únicamente los malhechores. Si uno hace el recuento de lo dicho en aquellas horas por el canal, no hace falta el menor análisis para comprender que UNITEL se identifica con la causa de la autonomía y no tiene, ni quiere tener, disimulo alguno en adherirse a lo que se califica como una “fiesta”. ¿Cuál complicidad entonces si la alianza ha sido proclamada a los cuatro vientos?, ¿acaso los cómplices reivindican abiertamente su pacto?, ¿acaso no se conducen con disimulo?, ¿no será que entre los cívicos cruceños y UNITEL hay una pública identificación?
Lo curioso del caso es que el propio Peñaranda afirma que “los dos últimos cabildos cruceños han sido las manifestaciones populares con más participantes de la Historia de Bolivia”. Más adelante agrega: “Nunca se había concentrado tanta gente con algún fin, ni siquiera para celebraciones de triunfos deportivos”. Cabe preguntarse entonces, si esto es así, ¿qué justificaría entonces una cobertura distante de un hecho social tan contundente?, o, dicho de otro modo, ¿acaso no sería irracional para los intereses de un medio regional romper artificialmente con un consenso tan extendido?
Lo que parece observarse con claridad en el estudio de esta cobertura es que en Bolivia se ha ido consolidando una regionalización acentuada de los discursos políticos. Cada zona importante de la república, donde ha surgido una dirigencia legítima, ha logrado edificar una visión dominante, a la que los medios no han sido capaces de sustraerse o ni siquiera han querido hacerlo. Como actores racionales que son, los medios se han plegado a las demandas de la región, porque es en aquel territorio institucional y de consumo en el que se desenvuelven. Salir a enfrentarse a ese contexto regional sería sencillamente un suicidio.
Pero los mayores problemas analíticos del estudio de Peñaranda no están tanto en el referido a la red UNITEL, donde las conclusiones saltan a la vista sin esfuerzo, sino en el del video etnográfico que funge como enfoque alternativo. Aunque Peñaranda es consciente de que los entrevistados por los productores independientes no fueron elegidos en virtud de ningún criterio estadístico, sino que forman parte de una muestra tomada al azar, se empeña en extraer porcentajes en cada uno de los casos, como si estos tuvieran algún valor o significación para el balance. En efecto, aunque una sola línea atrás el autor recuerda que no hubo “una especial elección” de los entrevistados, de inmediato hace notar que el “59,5%” se declararon convencidos de la validez del cabildo. Luego se dice que el 2,7% respalda la independencia de Santa Cruz. Sí, se trata de una persona, convertida por un falso rigor científico, en una parte de un todo… de un todo completamente arbitrario y casual. En otras palabras, los entrevistados del video etnográfico no representan para nada a la población cruceña, dado que fueron abordados al azar. Por lo tanto las afiliaciones por cantidad que el investigador se esmera en presentar tampoco nos dicen nada sobre la opinión de la gente, ni convierten a su sondeo en más o menos representativo que el empleado por UNITEL. El valor científico de ambos es exactamente el mismo: ninguno.
Pasando a otro aspecto del estudio, podría decirse que el énfasis con el que se critica a UNITEL por manipular la información no parece empezar por casa. Así, la frase “nosotros somos cambas, cruceñisimos”, expresada por una entrevistada del canal es calificada por Peñaranda como regionalista; mientras la frase: “nosotros somos paceños y nosotros los paceños estamos bien discriminados”, pronunciada en el video etnográfico aparece como una ejemplar muestra de su pluralismo.
Por otra parte, se fustiga a UNITEL por manipular una declaración del Presidente Morales en la que con evidente sarcasmo felicita a los dirigentes de Santa Cruz por haber corregido sus afirmaciones anteriores y hablar ahora de la unidad de Bolivia como valor central. Tras conocer esa declaración, UNITEL destacó en sus titulares que el Presidente “felicitó” a Santa Cruz y a sus dirigentes. Peñaranda sostiene que aquella es una “manipulación evidente”, porque Morales nunca hizo eso. Si se ausculta con más detalle, la declaración textual del Presidente transcrita por el analista es para quedar perplejo. Evo sí felicita al presidente del comité cívico y al prefecto del departamento por “esa corrección”, es decir, si antes hablaban de división del país, ahora estarían rectificando, subrayando la necesidad de mantener unida a Bolivia. ¿Dónde está acá la denunciada manipulación?, ¿si la felicitación está tan clara, porque el autor del estudio se empeña en negarla? Queda claro que Evo felicita formalmente, aunque al hacerlo, en realidad está recordando los errores pasados de sus adversarios. UNITEL ni siquiera parece entender el doble sentido de la expresión y decide usar el sentido literal, el de la felicitación. Se puede acusar a UNITEL de escasa capacidad interpretativa, pero no de manipulación. ¿Qué quería Peñaranda?, ¿qué UNITEL titulara “Presidente se burla de dirigentes cruceños”?, o más preciso: ¿”Presidente usa el sarcasmo para recordarles a los dirigentes cruceños que antes eran divisionistas”? En efecto, esos hubieran sido los titulares más cercanos al sentido de la declaración presidencial, pero de haber salido así, no solo hubieran avivado el enfrentamiento entre la región y la máxima autoridad del Estado, sino que hubieran dado lugar a que se acuse a UNITEL de sobre-interpretar lo afirmado por Morales.
Aquí cabría preguntase: ¿Qué diría un televidente desarmado de herramientas de análisis? Con seguridad detectaría el sarcasmo presidencial y hasta se burlaría de la ingenuidad de UNITEL al calificar la declaración de Morales como una mera felicitación y no como una crítica. Pues bien, ese solo hecho, el de permitir, así sea sin desearlo, que el espectador haga su propia lectura de lo montado, ya está descartando la conclusión de Peñaranda en el sentido de que UNITEL no incluyó una sola opinión desfavorable al cabildo en su cobertura. La de Evo, fue la única, pero ahí está y, para colmo, no ha sido puesta en su contra, sino que aparece como fue formulada.
Colocados estos datos en su contexto, vale la pena añadir que así como la inserción de la declaración presidencial por parte de UNITEL terminó poniéndose al servicio de la estrategia sarcástica del gobierno, la puesta en escena de los momentos de recreación del ministro Patzi, contrastándolos con la preocupación por lo que sucedía en la Asamblea Constituyente, fue un intento fallido del canal por echar lodo sobre dicha autoridad. Allí sí encontramos una clara manipulación en el sentido de manejo caprichoso de los datos, en la medida en que se asocian hechos desconectados como el uso del tiempo libre y la simultaneidad de ciertos problemas, que, por lo demás, no le competen a dicho ministro. Aquí UNITEL intenta hacer de protagonista, como se le critica, pero sale trasquilado. Al carecer de más elementos de juicio para construir su versión de la realidad, el canal se tiene que conformar con las escenas de una fiesta común y corriente. Precisamente el establecimiento de nexos entre la celebración ministerial y otros hechos paralelos resulta completamente artificial y por eso la noticia no tuvo más repercusiones.
Conclusiones
Los datos recogidos por ambas investigaciones muestran con claridad que los medios son escenario-testigo-protagonista de todo lo que sucede en el ámbito público. Ninguno de los elementos tocado por las cámaras queda libre de su efecto. El cabildo fue organizado, sobre todo, para ser televisado, y el video etnográfico buscaba convertir en materia similar a los vecinos del Plan 3.000 que quizás miraban con indiferencia o rechazo el acto público. Los individuos presentes en uno u otro lugar adquirieron rostro y discurso a partir del momento en que un micrófono se acercó a registrar la respuesta a sus preguntas, hayan sido éstas poco o muy incisivas. Ambos, productores audiovisuales y sujetos televisados articularon un discurso, que sigue pautas precisas de escenificación. UNITEL no pudo eludir someterse a la estrategia sarcástica del presidente, pero no por ello se resistió a hacer visible, desde tomas aéreas, la espectacularidad de tanta gente congregada.
Los datos recogidos muestran también que los medios de comunicación son actores racionales. Esto hace que actúen movidos por sus intereses singulares y no por imperativos sociales externos. Eso explica por qué el Canal 7 se empeña en defender a su fuente de sustento que es el gobierno, ignorando los ejemplos externos que lo invitan a transformarse en medio público para no seguir siendo gubernamental. Eso explica también por qué UNITEL optó por alinearse a las banderas autonomistas, comprendiendo perfectamente que su supervivencia y reproducción depende sobre todo del mercado cruceño. Cualquier cambio que espere hacerse en este comportamiento no saldrá nunca de una prédica hacia la buena conducta ni del “deber ser” de los medios, sino de las condiciones específicas en las que éstos se desenvuelven. UNITEL será un canal más nacional o el Canal 7 será más pluralista solo cuando esto convenga a sus intereses o se articule a beneficios concretos y compartidos. De esas potencialidades deberían ocuparse las nuevas investigaciones.
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