Lo que Álvaro no hizo
Me queda claro, gracias a las noticias, infamias y envíos de cuadernos-castigo de las últimas horas, que nuestro Vicepresidente no hizo su servicio militar, aunque sí su trámite de libreta, que el ejército lo declaró “auxiliar A”, y que los deberes cuartelarios eludidos le ayudaron a estudiar en una de las mejores universidades de América Latina. Parece ser que si bien en enero de 1981 se reportó ante la escuela de sargentos de Cochabamba, obtuvo el documento al regresar al país, tras haber interrumpido sus estudios universitarios.
El debate sobre estas menudencias suena irrelevante, ahora que se recuerdan diez años del ejercicio vicepresidencial del aludido. Lo que valdría discutir más bien es cuánto de lo pensado hace una década por García Linera, es hoy parte de nuestra realidad, y cuánto quedó atrapado en el tintero.
Con ese fin, reviso su libro “Estado Multinacional”. Es de abril de 2005. En sus 99 páginas, quien estaba a seis meses de llevar su libreta de servicio militar a la Corte Electoral para habilitarse como candidato del MAS, detalla qué tipo de Estado le hubiera gustado edificar en caso de poder hacerlo. Escribía a cuatro años de comandar tal cometido.
Ya en ese año, varios atizadores del debate nacional advertimos públicamente, que el proyecto estatal del hoy vicepresidente, era inviable. El entonces analista televisivo afirmaba que el Estado multinacional debía ser una estructura “capaz de integrar en el armazón institucional, en la distribución de poderes y en su normatividad, a esas dos grandes dimensiones de la cualidad social boliviana: la diversidad étnico cultural y la pluralidad civilizatoria”. Aspiraba a que la complejidad social del país termine calcada en las estructuras administrativas nacionales. A primeras oídas, una labor de titanes, aquella. Soñaba con que los laberintos y rizos de la sociedad se reflejaran fielmente en la piel del Estado, un ejercicio de compleja traducción, a la larga, imposible, pero también indeseable de cumplir.
Cuando uno indaga sobre el modo en que esto se hubiese logrado, queda atónito. La reforma del Estado debía pasar por garantizar la presencia numérica de representantes indígenas de acuerdo al porcentaje estadístico detectado para cada pueblo. Como ejemplo, nuestro autor afirma que si los aymaras en Bolivia abarcaban entre el 25 y 30% de la población, idéntico volumen de poder debía serles asignado. “Lo que implicaría, escribe, el control del 25 al 30% de las diputaciones”. Eso, en su momento, fue bautizado como cuoteo étnico.
El cumplimiento de esta idea iba a terminar por desquiciar las instituciones. Si, por ejemplo, el Congreso, hubiese tenido que calzar con los porcentajes étnicos del Censo, Bolivia entraba en una espiral de etiquetas sin chance de resolverse. ¿A quién considerar quechua o guaraní?, ¿al que habla el idioma?, ¿al que tiene el aval de alguna comunidad?, ¿al que se atavía folklóricamente? De esa, sencillamente no salíamos vivos.
Por ello, más que celebrar la noticia de que Álvaro usó su tiempo de inmejorable manera cuando pasó por la edad militar, me place comprobar que su proyecto quedó en la gaveta de los extravíos. El cuoteo étnico periclitó solo, aunque cuestionarlo en su momento nos haya costado sufrir un ataque letrado de ira a manos de su promotor estadístico.