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Ondas radiales aymaras: la historia de Alicia y Alfonso

Esta ciudad tiene identidades diversas que se combinan y enfrentan todos los días. En ese sentido la “aculturación” no es más que una mala palabra

A las cuatro de la madrugada, Chuquiagu salta del catre. La parte aymara de La Paz enciende sus luces para escucharse desde las laderas labradas por pasillos de ladrillo, tierra y adobe. Un despertador difuso, llamado radio, se encarga de disipar las brumas del sueño, penetra en los laberintos barriales y atraviesa las puertas de calamina.

Los migrantes ponen a hablar a sus locutores predilectos. Antes de salir a trabajar, desayunan los sabores acústicos, hábilmente servidos por los radialistas aymaras que difunden saludos, recuerdan la hora, evocan la vida de la provincia, celebran los cumpleaños, se conduelen por los difuntos, hacen llamados de urgencia y cuentan chistes al por mayor.

Cuando La Paz despierta aún perezosa, Chuquiagu ya ha copado micros, colectivos y senderos en su camino al trabajo. Recién en ese momento, las ondas se castellanizan, otros sonidos y cadencias invaden el aire creyendo dominar el espectro.

Este desencuentro de horarios es algo más que una anécdota citadina. La diferencia de idiomas y vivencias ha ido forjando una historia clandestina, la de aquellas bocinas del alma aymara, las que tienen una trayectoria de más de 40 años encima.

A pesar de que esta realidad bulle todos los días en la periferia de la sede de gobierno, los intelectuales, residentes fuera de ella y todavía entumecidos por las denuncias contra la industria cultural, no ahorran palabras para impulsar el “rescate cultural”, el “retorno a nuestras raíces” y el “repudio a la aculturación”. Nada de ello es amenaza porque la cultura urbana es un proceso social vital y cambiante, no una reliquia arqueológica a la que hay que refrigerar para que no se “contamine”. Quien no lo crea, que lea la historia que sigue a continuación.


Dos voces, 24 años


Estas huellas de los esfuerzos por conectar las polvorientas laderas con las ondas radiales se encuentran archivadas en la vulnerable memoria de sus protagonistas. Nos atrevimos a destapar esa fuente de datos para intentar reconstruir el itinerario de esta aventura que ya lleva más de dos décadas de recorrido. Dos de sus impulsores más notables se llaman Alfonso Huampo y Alicia Calderón. Sus ojos han visto pasar 24 años de anécdotas, triunfos y desalientos dentro y fuera de los estudios. Sus vidas no son explicables si no se conocen los latidos de la radiodifusión aymara.

Alfonso Huampo nació un 24 de enero de 1948 en la localidad de Pucarani. Por circunstancias de la vida sus padres se divorciaron cuando él era muy pequeño.

Una vez iniciado el trámite de la separación, ambos decidieron dedicarse al comercio para solventar el juicio. La nueva ocupación familiar trasladó a Alfonso, desde muy niño, a la ciudad de La Paz. “Aquí me he criado desde mis cuatro años. Mi padre era comerciante de ganado porcino, mi madre iba a las ferias del campo y llevaba productos, yo la acompañaba y así aprendí a hablar el aymara”, recuerda.

No sucedió lo mismo con su colega Alicia Calderón. Ella nació en esta ciudad y sus padres tienen diferentes orígenes. Él es de la localidad rural de Taraco, la madre de Alicia nació en el barrio paceño de Sopocachi.


Los comienzos difíciles


Los dos entrevistados tienen una anécdota vital que contar. De niño, Huampo comenzó su vida laboral como cargador, llevando canastas en el mercado. En una oportunidad, una mujer lo llevó hasta su residencia de Calacoto. Esa familia tenía una gran fiesta y necesitaba ayuda, pues las empleadas no eran suficientes para atender a los invitados. “Trabajé todo el domingo y el día siguiente más, le colaboré en todo aspecto. Incluso lavamos la vajilla toda la noche con las empleadas”, dice Alfonso volviendo a vivir esos momentos.

Lo que le impresionó no fue el arduo trabajo al cual ya estaba acostumbrado, sino el lugar. De acuerdo a sus palabras, era “todo un palacio”. Todavía retiene en su retina la cantidad de vehículos, la piscina, el lujo. “Yo soñé con tener una casa por lo menos cómoda y gracias a Dios lo logré, ahora sí tengo donde caerme muerto”, constata al calibrar su actual patrimonio.

Después de ayudar a la acaudalada familia, Huampo suplicó que lo llevaran de regreso a casa. En un operativo lingüístico combinado, la señora y la empleada hilvanaron los argumentos para que el niño se quede un tiempo más. Él aún no hablaba bien ni el español ni el aymara, después adquiriría el dominio pleno de ambos idiomas. Terminado el trabajo, volvió con una fortuna en el bolsillo: 100 bolivianos. El puñado de billetes no era tan valioso como la decisión de tener una casa confortable, y no descansó hasta conseguirla.


El gusto por la escuela


Alicia Calderón también creció en un hogar humilde. Su padre era fabril y sólo pudo solventarle un fugaz estadía en la escuela. Ella recuerda con nostalgia su interrumpida carrera por las aulas: “A mí me gustaba el estudio, he terminado toda la primaria sin aplazarme, después mi papá me dijo: ya sabes firmar y escribir, ya no necesitas más”.

La decisión paterna la llevó hasta el mercado de Sopocachi. Allí su madre ocupaba un puesto de abarrotes y la hija fue a ayudarla en sus labores diarias. Alicia era una niña de vestido, “así con una colita amarrada”, como ella dice. Para iniciarse como vendedora estrenó sus dos trenzas, una manta y la faldita que más tarde se convertiría en una opulenta pollera.

“Mucho me soñaba con la escuela, extrañaba”, comenta.

Alfonso Huampo también fue niño comerciante, vendía refrescos todos los domingos en el estadio Hernando Siles y de lunes a viernes ofrecía dulces en los tribunales. Así acompañaba a su madre en el interminable juicio de divorcio y al mismo tiempo se ganaba algunas monedas. Después de un tiempo lo entregaron a su tío, quien lo impulsó a encontrar un empleo más estable. “Mi tío Venancio me decía: el que no tiene oficio, no tiene beneficio”. Siguiendo el consejo incursionó en la panadería y terminó como sastre.


Rumbo a la radio


Alicia en el mercado y Alfonso en la sastrería, ambos tenían a la radio como a la mejor compañera laboral al igual que la mayoría de los artesanos y vendedores de Chuquiagu.

“Había una radio aquí en Villa Copacabana -dice Huampo- era la radio “Splendid”. Sus programas eran con música nuevaolera, moderna. En la mañana un señor Flores trabajaba en idioma aymara, yo era su asiduo oyente, escuchaba todas las mañanas, tenía esa afición”. La cercanía entre Alicia y la misma emisora era mucho mayor, pues uno de sus parientes, llamado Calixto Cabrera, trabajaba en la “Splendid”. Así, ambos oyentes comenzaron a soñar con dejar de serlo, para más bien parapetarse detrás de los micrófonos.

El acercamiento de Alfonso al trabajo radial se produjo después de contraer nupcias. “Me casé y me fui a vivir a San Antonio Sur, formé la directiva de la junta de vecinos como secretario de prensa y propaganda. Entonces no había quien llame a los vecinos por altoparlante. Yo sin miedo agarré el parlante y los llamaba al trabajo de acción comunal”, dice. En sus recorridos empezó a deleitarse con su voz, alternaba con facilidad el aymara y el castellano y los vecinos levantaban la cabeza para oír las palabras del naciente propagandista: “Hoy domingo, tienen que tomar parte, pueden ser niños, jóvenes, mujeres, personas mayores, inquilinos, yernos, yernas”. Los chistes, esos paisajes del idioma, hicieron que muchos amigos le digan: “A vos te puede caer bien trabajar en radio”. Él no hizo más que obedecer al impulso.


Alicia en el país de los concursos


El ingreso de Alicia a los estudios radiales fue igual de apasionante. El primo radialista, Calixto Cabrera, vino con la noticia de que en “Splendid” se había organizado un concurso a la mejor voz. “Yo me he animado, Calixto venía a la casa, me hacía hacer poesías en aymara, cantos en aymara, tocaba guitarra, esa temporada él era hermano (evangélico)”.

Primera desventaja: la concursante Alicia Calderón no sabía hablar un perfecto aymara, porque su mamá se dirigió a ella siempre en castellano. Pero a los 17 años toda mente es ágil. Su primera escuela de idioma nativo fue el mercado Sopocachi. Allí se usa el aymara como anzuelo comercial, pues la vendedora con mayores destrezas en el idioma nativo, funciona como un poderoso imán capaz de atraer a las empleadas domésticas encargadas de las compras. Así las mismas cholitas que hoy aspiran a tener la pericia de Alicia Calderón, la cooperaron antes, sin saberlo, a dominar la palabra.

Después de mucho practicar, llegó la hora del concurso. “Eramos 80 cholitas. Por teléfono participaban, ni siquiera se las conocía, sus nombres nomás anotaban. Tenían que salir cinco finalistas”. Alicia recuerda bien los nombres de las primeras elegidas, además de ella estaban Mercedes Rocha, Elba Bernal, Marcela Poma y Rogelia Huanca. Las cinco se entrevistaron con el director para la prueba final. “No pensaba ganar. he dicho: a la de Dios... Ha sido una sorpresa, con la Rogelia hemos salido”, recuerda con la alegría todavía grabada en el rostro.


Dentro de la radio


La radio “Splendid” lleva ese nombre en inglés, porque cuando fue fundada difundía los “hits” más sonados de los Estados Unidos.

La aparición de otras emisoras competidoras con mayores recursos la sacó de esas rieles; por eso decidió explorar otro terreno. De Villa Copacabana se trasladó a la Avenida Arce y después aterrizó en la zona comercial de la Max Paredes. Guido Velasco, el dueño de la emisora, trasladó los estudios al edificio Korilazo y en 1968 convirtió a la “Splendid” en la voz de los aymaras urbanos sin cambiarle el nombre. Así, entre los toldos de nylon, los pequeños negocios y esa maraña de microempresarios descubrió una mina de oro.

Alfonso Huampo rememora ese periodo de apogeo: “La gente llegaba al edificio a cualquier hora del día o de la noche y hacía cola para entregar avisos, citaciones, invitaciones, saludos de cumpleaños, dedicaciones o anuncios religiosos. Los comerciantes llegaban para hacer publicidad y pagaban por adelantado hasta por tres o cuatro meses. En esa época el negocio era redondo”.

Alicia cuenta algo similar: “Yo colaboraba como secretaria. Saben dejar avisos en cada hora, hasta los domingos nos quedábamos a atender. Mucha audiencia tenía la radio en esos tiempos. Para atender, rápido teníamos que escribir”.

Alicia agradece esa fiebre comercial, porque la ayudó a no olvidar lo que aprendió de niña. “Era una gran ayuda para mí en la escritura, con lo que he dejado la escuela, sinceramente yo ya me hubiera olvidado”, anota.


Empresas de espectáculos


Una vez dentro de la radio, ambos cultores de la palabra empezaron a desarrollar una ligazón indestructible con el público al que veían desfilar a diario. Saltaron de la lectura de anuncios al mundo del espectáculo. La terraza del edificio Korilazo se convirtió en el escenario más codiciado por los artistas y los oyentes, empezó a catapultar todos los sábados, concursos, bromas, música, baile y carcajadas.

Alicia Calderón relata: “Hemos hecho concursos de la cholita más popular, el matrimonio más popular, la banda más popular, puro de ‘más popular’ se trataba en la radio”.

Los oyentes que dejaban sus avisos, depositaban también su voto para definir el destino de los premios. “En el concurso de novios, la gente tenía que decir para cual, para los de Laja o para los de Río Abajo. Como no se han inscrito muchos concursantes, a las dos parejas se las ha casado, todo se les ha pagado, local, orquesta, ropa de novia, todo”.

Huampo cuenta que en el concurso de la cholita más popular el premio no fue solamente para la ganadora. Había unas 20 o 30 concursantes, el público y el jurado calificador estaban reunidos en la terraza. Huampo dice que para dar el veredicto se tomaba en cuenta la vestimenta, la estatura, pero “también el estudio”.

Ganó una joven de 15 años que vendía en la Max Paredes y se llamaba Yola. Además del sombrero, la manta y la pollera que recibió como premio, se casó casi de inmediato con el dueño del edificio Korilazo, don Florentino Aliaga, un señor “millonario” que la sedujo quizás por el grosor de su billetera. “Para él habíamos hecho el concurso”, dice Alfonso con ironía. Sin embargo, la cholita no salió perdedora, porque ahora es una viuda rica, dueña del edificio y de todos los otros bienes dejados por don Florentino.


Los consejeros


Los programas en idioma nativo antes eran más variados. Además de la clásica lectura de avisos, intercalados con música folklórica, había el hábito de producir microprogramas. Se hacían programas informativos en los que los locutores traducían las noticias más importantes publicadas en los diarios. Tenía también vigencia la llamada “Escuela del Aire”, donde se difundían nociones de cultura general extractadas de libros y enciclopedias. También se elaboraban novelas en aymara. El director de radio “Splendid” redactaba los libretos en castellano para que sus locutores los traduzcan e interpreten. Huampo recuerda el impacto que causó la pieza denominada: “Vida, Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo”. Fue difundida en la Semana Santa y, según dice nuestro entrevistado, “la gente quería que se repita si es posible todo el día”. El tomó el papel de Jesucristo y piensa que quizás por eso la suerte no le es esquiva.

Alicia narra que ella hacía un programa cuya pregunta central era “¿qué cocinamos hoy?”, a lo que se respondía con el dictado de recetas. La revista “Buenhogar” se convirtió en una aliada natural de los radialistas aymaras. En sus microespacios ellas traducían su contenido al idioma nativo. “Cómo puede andar una pareja, una familia, qué medicina para los niños, para los adultos”, enumera Alicia.


Los festivales


Pero la terraza del “Korilazo” fue la antesala de empresas mayores, surgió la idea de hacer festivales de música, llevar bandas, contratar comparsas y por qué no, de ganar dinero. Muy pocos han olvidado a Pedro Tapia, más conocido en las ondas radiales como el “Amuyiri”. Según Alfonso Huampo, fue el encargado de dar el puntapié inicial en materia de festivales. Tapia escribió un radioteatro en aymara llamado “El Condenado del Cementerio”. Su éxito en la radio fue tal que se presentó en 1967 como pieza teatral en el Teatro al Aire Libre, y como no fue suficiente, el público pidió que se represente en el Coliseo Cerrado. “Era un lleno completo, la gente se ha matado”, señala Huampo que reconoce en el “Amuyiri” la costumbre de llenar las graderías.

Alicia también lo recuerda: “El Pedro Amuyiri ha hecho muchas novelas, era un hombre bien conocido, era heladero, a la vez peluquero, aquí en la avenida Buenos Aires vivía”.


Dinero en saquillos


El terreno sembrado por las novelas en aymara, resultó fecundo para las nuevas convocatorias. Alfonso Huampo formó una verdadera empresa, su primer festival fue en el Teatro al Aire Libre, consiguió reunir a cinco mil espectadores. Después se animó a organizar uno en el Coliseo Cerrado, contrató bandas de moda, la “Pagador” y la “Marisma Mundial”. Esa vez asistieron 12 mil personas.

Alicia Calderón revive así el éxito de los festivales: “Antes iban las hinchadas de las bandas, también de las comparsas, lleno era. Esas veces entraban con mixturas, con cohetillos, serpentinas, iban sus hinchadas a festejar con sus ramilletes de flores, hacían competencia para ver quién gana”. De esa manera, lo que ahora se expresa en las calles durante la Entrada del Gran Poder, inundó en su origen los escenario deportivos de la década del 60.

Los festivales conectaban de inmediato con las tradiciones populares. Alfonso recuerda un festival del 24 de enero, fecha de Alasitas y de su cumpleaños. Después de cada concurso, Huampo regaló gallinas imitando la tradicional feria anual de miniaturas.

Pero la experiencia más memorable tuvo lugar en el viejo estadio “Hernando Siles”. Alfonso Huampo, que de niño vendía refrescos en sus puertas, decidió llenarlo por dentro alentado por los éxitos preliminares. Se asoció con Félix Paz Salinas y Nicolás Mamani para afrontar una tarea de semejante magnitud. “Nos ha ido bien, hemos recogido el dinero en saquillos, nos hemos repartido entre los tres socios”, rememora.

Sin embargo la experiencia no pudo ser repetida por los radialistas. El director de deportes de entonces decidió no volver a ceder el estadio argumentando que los espectadores y artistas causaron destrozos en las instalaciones. Sin embargo, estos hombres bilingües contribuyeron por ejemplo a que el Coliseo de La Paz lleve el apellido de “cerrado”. Con las recaudaciones millonarias aceleraron la construcción de su actual techo. Si don Julio Borelli viviera, corroboraría esta afirmación.

El éxito de los festivales parece tener varias explicaciones. Huampo dice que antes no había tantos campos deportivos ni plazas y que por eso la gente corría a presenciar los pocos espectáculos de ese tiempo. Otra razón del apogeo es la confianza que el público tenía en los organizadores. Alfonso dice: “Cuando escuchaban que era yo el que preparaba, decían, ‘este señor no engaña, cumple’. Entonces venían”. La concurrencia fue disminuyendo cuando aparecieron promotores de espectáculos que anunciaban la presencia de ciertas comparsas y bandas que después no aparecían en los escenarios, estos engaños provocaron los posteriores fracasos.

Pero el imán más fuerte parece ser el de las hinchadas; cada banda y comparsa arrastraba a un barrio, a una comunidad. “Hacíamos propaganda móvil en diferentes zonas. Por ejemplo se presentaba una cullaguada ‘solistas de Sopocachi’, entonces recorríamos con parlante en todito Sopocachi alto, bajo. Quedaban invitados los vecinos y daba resultado”, recuerda Huampo.

Después apareció la televisión y se instituyeron las entradas folklóricas, de manera que la ciudad completa reemplazó al estadio.

Actualmente hacer festivales ya no es lucrativo, radio “Splendid” tampoco es más una mina de oro, el Coliseo está techado, Alfonso Huampo, se dedica a la sastrería, tiene la casa con la que siempre soñó y Alicia Calderón sigue despertando a Chuquiagu desde radio “Fides”. “Todo tiene su época”, dice Huampo con nostalgia.


Pugna y negociaciones


Una mirada más aguda de esta historia nos muestra indicios interesantes para comprender la dinámica simbólica de la ciudad de La Paz.

Vemos primero que la denominada cultura oprimida goza de buena salud. La discriminación hacia ella es palpable, pero sólo en los espacios fronterizos, donde se cruza con los valores occidentales, omnipresentes dentro del Estado y entre las clases sociales dotadas de cierto prestigio social y roce internacional. Sin embargo la llamada periferie se hace cada día más dominante en lo cultural y ya comienza a dominar enormes espacios urbanos. Para prueba basten las entradas folklóricas en todos los barrios o la “condepización” de la política local paceña.

Alfonso Huampo y Alicia Calderón abrieron una brecha comunicacional entre su gente sin demasiado esfuerzo. ¿No vemos acaso como su cultura mestiza adquiere una audiencia casi inmediata y se expande sin que nadie le ponga vallas en el camino? ¿No vemos acaso que su inclinación por los concursos, sus traducciones de “Buenhogar” o su espíritu comercial ya expresan la integración de elementos ajenos a su cultura, pero en completa subordinación a las matrices aymaras? ¿Cuánto de aculturación puede haber en una conducta tan propensa a asumir las novedades del entorno, pero sin perder la pollera?

Alfonso quería una casa como la que vio en el barrio residencial que visitó durante su infancia. Alicia buscaba seguir subiendo los peldaños de la educación secundaria. Él logró el anhelado confort, pero no se movió de su barrio natal y construyó su pequeña fortuna en base a los gustos radiales de sus propios hermanos de clase. Ella usó al máximo lo aprendido en la escuela y basó su éxito profesional en el ejemplar manejo del aymara. ¿Habrán sido ambos caballos de troya de la occidentalización del mundo urbano aymara? ¿No serán por el contrario eficientes promotores de su propia cultura a través de mecanismos modernos como la radio y la acumulación económica?

En lo que a mí respecta, creo que las historias de Alfonso y Alicia son un ejemplo más de cómo transcurre la realidad al margen de las teorías apocalípticas que miran con preocupación purista una inminente aculturación del pueblo aymara urbano. Lo que más bien parece suceder es un proceso de pugna y negociación de símbolos, por el cual unos se visten de caporal y los otros se colocan lentes rayban. En ambos casos la palabra aculturación resulta siendo un término anticuado. Lo visible son dos culturas que coexisten, hacen la guerra y el amor, se enfrentan y negocian, y hacen la disparidad de horarios observada al principio de esta narración.

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