Mandela de cuerpo entero
Los bolivianos solemos acercarnos a muchas figuras internacionales con la intención introspectiva de rastrear en nuestro propio ombligo. Por eso, todo lo que hemos escrito hasta aquí sobre Nelson Mandela, ha sido únicamente para adquirir un pretexto orientado a atacar o defender a Evo Morales. El líder sudafricano nos interesa solo en la medida en que incomoda o reconforta al gobierno del MAS.
En este artículo se persigue ir más allá de la auto-contemplación nacional. La meta es entender a Mandela desde él mismo, en su contexto particular, imposible de repetir, por más generosamente distribuidos que estén el racismo y sus contendores en el mundo.
Un enclave
Entremos en materia entonces. Desde que los primeros barcos portugueses empezaron a bordear sus costas, Sudáfrica se fue convirtiendo en un espacio óptimo para la colonización europea. A diferencia de otros lugares de ese continente, en los que predomina la selva amenazante, su clima propicio para la agricultura templada abrió las puertas a cientos de colonos. El modelo de implantación diseñado allí fue similar al de Estados Unidos o Australia. Se trataba de ocupar territorio, pero no solo para extraer recursos naturales con fines de exportación hacia el norte, sino para establecerse allí y procrear. Los europeos que ocuparon las primeras parcelas sudafricanas lo hicieron decididos a no regresar más a sus lugares de origen.
Por lo descrito, podemos hablar de economías de enclave, orientadas a la reproducción y a la expansión sin límite. El factor central para comprender a Sudáfrica emerge cuando la comparamos con otros países vecinos. No fue una cantera de esclavos para las plantaciones americanas, pero tampoco una colonia en el sentido más clásico, con una fuerza punitiva letal y un gobernador amurallado. Los europeos que empezaron a poblar la zona eran agricultores holandeses que huían de la intolerancia religiosa en su país y llegaban para trasplantar su cultura y sus valores calvinistas en una tierra a la que consideraban virgen.
Se los conoce aún como “Boers”, es decir, campesinos en su lengua original. Solo a modo de ejemplo, aunque nunca plenamente equiparables, podríamos compararlos con los menonitas que habitan varias provincias de Santa Cruz, en Bolivia. Eran sociedades herméticas, cohesionadas por la religión y sus tradiciones, profundamente centradas en la realidad que fueron edificando, y claramente encapsulados con respecto a los pueblos circundantes.
Cuando se establece un enclave así, las posibilidades de desalojo por parte de las poblaciones originarias, se hacen muy remotas. En Sudáfrica, a diferencia de los demás países de la región, esto quedó rápidamente descartado. Es difícil imaginar la expulsión de unos invasores que llegaban con sus familias a fundar poblados y expandir la frontera agrícola.
A diferencia de América del Sur en las primeras décadas del siglo 16, estos nuevos sudafricanos no eran soldados en pos de riqueza, ni reclutas del saqueo y mucho menos alfiles de una metrópoli al otro lado del mar. Como los pioneros de América del Norte, los “Boers” desembarcaron para poner en pie un nuevo país, uno a su imagen y semejanza y al hacerlo, en simultáneo, rompían lazos con Ámsterdam o La Haya. La prueba más clara de que estaban fundando una nueva nacionalidad es que fueron transformando su idioma hasta engendrar el afrikaans, una nueva lengua que enriqueció su raíz holandesa con múltiples vocablos apropiados del habla africana.
Las relaciones de los recién llegados con los pueblos originarios de Sudáfrica fueron similares a las que sostuvieron los colonos ingleses con las etnias de Norteamérica: de dominio, armisticios temporales y asedio recíproco. Se establecieron dos inmensos enclaves conocidos como Transvaal y Orange. La comunidad de idioma, cultura y valores religiosos formó a partir de esas dos regiones, una república diferenciada, que aún hoy se abre lentamente a la era de la globalización.
El asedio
El curso de los hechos se modifica radicalmente con la expansión del colonialismo inglés durante el siglo 19. Lenta, pero sostenidamente, Sudáfrica empieza a experimentar el arribo de miles de británicos, respaldados por un Estado, que a diferencia del holandés, sí aspiraba a controlar todos sus dominios en la Tierra. El conflicto no tardaría en llegar. Asediados por estos otros europeos, más prósperos, cosmopolitas y mejor armados; los “Boers” se parapetan en una tenaz resistencia. El resultado fueron dos guerras encarnizadas, en las que Londres tuvo que invertir toda su capacidad de fuego para doblegar a un ejército campesino espléndidamente adaptado al terreno, que ya consideraba suyo desde hace casi un siglo.
Una vez impuesto el dominio británico, las dinámicas étnicas dieron otro vuelco importante en este espacio de disputa. A fin de equilibrar fuerzas demográficas y recortar la presencia bélica de los afrikaans, los ingleses atrajeron a las ciudades de su nueva colonia a cientos de inmigrantes de la India. Los nuevos habitantes llegaban convencidos de que eran ciudadanos del Imperio británico y que por ello, gozaban de privilegios en relación a los otros grupos, a los que la Corona se había impuesto por la vía militar. Entre ellos, arribó al lugar Mahatma Gandhi, uno de los precursores de la lucha por la liberación de Sudáfrica.
El siglo 20 dio la bienvenida a la lenta caída del Imperio Británico, aquejado por diversos flancos, saliendo de dos guerras mundiales devastadoras y bajo las presiones de los movimientos de liberación nacional surgidos desde todos sus rincones. Había llegado entonces el momento de la revancha para los “Boers”, y fueron ellos quienes impulsaron la creación de la república. Sudáfrica se transformaba en un país y sus primeros colonizadores ajenos al Continente, sujetaban con firmeza las riendas. Aquella resultó ser una mala noticia para las mayorías. Se podría decir, en términos bolivianos, que del colonialismo externo se pasó al colonialismo interno.
El apartheid
Derrotados militarmente por los británicos, pero finalmente liberados de su dominio en 1948, los afrikaans de Transvaal y Orange se convirtieron en los ganadores de las primeras elecciones republicanas. Dos siglos después de su ingreso al continente, se transformaban en herederos de aquella construcción compleja, que los británicos terminaron de consolidar en un vasto territorio, pródigo en recursos naturales y odios inter-étnicos. Era el inicio del sistema que luego se conocería como apartheid. La palabra viene justamente del idioma de los colonos holandeses y quiere decir: “estado de separación”.
Quienes defendieron el esquema entre 1948 y 1994 argumentaban que el país albergaba poblaciones radicalmente diferentes, incapaces de intercambiar sus rasgos y valores. Sudáfrica no era entonces un crisol en el que se mezclarían distintas sangres hasta formar una síntesis insuperable por la cantidad de aportes y matices. No, Sudáfrica debía mantener la pureza de sus ingredientes y cada pueblo tenía entonces el derecho de preservar su estilo de vida sin tener que verse confrontado con desgarradoras diferencias. Los racistas más exitosos de la Historia humana, aquellos que implantaron un sistema de segregación que alcanzó a perdurar medio siglo (“logro” solo comparable con el de algunos estados en Norteamérica), aplaudían y jaleaban sus normas como un modo racional, abierto y ordenado de preservar la diversidad. Nunca plantearon un genocidio, jamás organizaron limpiezas étnicas ni consagraron ideas explícitas y oficiales de supremacía. Lo hicieron en nombre del desarrollo por separado, de la natural inclinación de los seres humanos a vivir y amar a sus pares, de la rectilínea fractura entre diferentes.
Sin embargo, en los hechos, el apartheid solo podía prolongarse mediante dos herramientas básicas: un sofisticado aparato represivo y la permanente redistribución de ventajas y desventajas a fin de dividir a los pueblos sojuzgados. La élite se apoderó de un Estado capaz de ahogar cualquier disidencia y dotado de una gran capacidad de manipulación de los intereses diversos a fin de que éstos nunca se unifiquen en contra de los gobernantes.
Los “Boers”, fogueados en varias trincheras contra un ejército mucho mejor pertrechado, y aliados a las fuerzas anti-comunistas del tiempo de la Guerra Fría, organizaron uno de los aparatos de inteligencia mejor dotados del mundo. Con el tiempo, sus mentores israelíes terminaron siendo superados por sus alumnos. Por otra parte, conocedores de las pugnas inter étnicas, avivaron un estado de permanente enfrentamiento entre diversos caudillos locales a fin de frenar cualquier unificación contra el poder central.
Ese Estado tuvo la capacidad de fijar asentamientos obligatorios y clasificados por origen racial, prohibir desplazamientos, que no sean temporales y por razones de trabajo, penalizar las relaciones sexuales entre individuos de orígenes étnicos distintos, y mantener a la sociedad escrupulosamente fraccionada por colores. Cada ciudadano poseía un pasaporte que lo condenaba a quedarse enquistado en un nicho pre-definido. Las primeras protestas encabezadas por Gandhi consistían precisamente en quemar públicamente esos documentos a fin de resistir la vigilancia panóptica del Estado.
Los comunistas
El primer presidente de una Sudáfrica multirracial nació en ese contexto de linderos y distinciones. Cuando Mandela cumplió 30 años y ya era un abogado laboralista relativamente exitoso, el poder afrikaans estaba aprobando las normas que él conseguiría abolir décadas más tarde.
Mandela había vivido ya en un mundo segmentado desde su nacimiento en 1918. Quizás por esa razón, quedó magnéticamente atraído por una organización que podría ser considerada la primera de carácter multirracial en el país, el Partido Comunista. Los seguidores de la experiencia soviética lucían muy fortalecidos en un mundo en el que las revoluciones: rusa, china y después cubana, ofrecían una alternativa seria al esquema capitalista dominante en la zona del Atlántico norte. Siguiendo un curso táctico inteligente, los comunistas sudafricanos penetraron en los grandes conglomerados obreros, que eran ya en sí, diversos en su composición étnica, y atizaron la lucha de clases antes que la confrontación entre colores diferentes. De ese modo, en el partido se congregaban blancos, negros y asiáticos, amalgamados por el marxismo y los manuales sindicales.
Pese a lo descrito, la mayoría de los líderes de la futura Sudáfrica se afiliaron al Congreso Nacional Africano (CNA), organización fundada en 1912, y que para 1960 calzaba talla internacional tras la entrega del Premio Nobel de la Paz a su miembro más antiguo y prominente, Albert Tutuli. No resulta aventurado pensar que la ferocidad de la Guerra Fría, que satanizaba al comunismo en todas partes del globo como una doctrina incompatible con un acuerdo civilizado entre partes, fue capaz de espantar de la hoz y el martillo a cualquier élite interesada en la viabilidad política. Ser comunista en esos años equivalía a clausurar cualquier salida intermedia. Ser comunista en esos años era, para muchos, ser agente de la Unión Soviética y por eso mismo, sospechoso de estar al servicio de una potencia extranjera.
Sin embargo, la astucia de los comunistas, en Sudáfrica y en otras latitudes, consistió normalmente en infiltrar organizaciones más amplias y abarcadoras a fin de influir sobre ellas y encauzar sus líneas de acción con nombres alternos. En tal sentido, el CNA fue considerado “filo comunista”, lo cual le permitía recibir ayuda militar e ideológica de La Habana o Moscú, sin tener que pagar el duro precio de enfrentar frontalmente a las potencias occidentales. El CNA funcionó a la usanza de los llamados frentes populares, es decir, enarbolando un programa mínimo que unificara a todas las fuerzas, desde las más moderadas hasta las más radicales, pero pensando siempre en que la estrategia conducía invariablemente hacia el socialismo.
Quizás por su afinidad con los comunistas, Mandela fue parte del ala más radical. Dada su postura férrea fue elegido para recibir adiestramiento militar en Etiopía y sumarse al nuevo brazo militar bautizado como “Lanza de la Nación” (Umkhonto we sizwe). Portando en su equipaje la pistola que le regaló el Presidente etíope, Mandela volvió a Sudáfrica decidido a encarar un viraje en los métodos de lucha aplicados hasta ese momento. El fuerte debate dentro del CNA había derivado en esa decisión trascendental. Los líderes del partido que hoy gobierna el país, consideraban que las acciones pacíficas eran insuficientes. Hacía falta golpear con fuerza las instalaciones industriales y la infraestructura de la república racista, única forma de forzar una negociación y abrir las puertas a una nueva democracia.
Como sabemos, Mandela fue capturado poco tiempo después de su regreso. Lo suyo nunca pudo ser la lucha guerrillera. Empezaría en 1962 el largo periodo de 27 años en las cárceles del apartheid. No era ningún muchacho, superaba los 40 años y habiendo recibido una sentencia de cadena perpetua, su vida política parecía haber llegado a su fin.
La prisión
Ocurre con mucha frecuencia. Cuando un régimen injusto y mayoritariamente repudiado, encarcela a alguien, al fijar su residencia, éste se transforma en un símbolo de la resistencia. El encarcelamiento produce un dolor diario y constante. Ese castigo, cuando es aplicado a un inocente, se transforma en testimonio de una lucha generalizada, que obtiene en el prisionero, un vehículo para manifestarse.
Nada de eso ocurrió con Mandela y el grupo de dirigentes del CNA recluidos por casi tres décadas en una isla, muy lejos de la sociedad a la que querían transformar. En ese periodo, el sistema de segregación soportó varias revueltas sociales, pero siempre pudo salir airoso. Nuevas camadas de dirigentes enfrentaron al ejército y a la policía sin saber siquiera de la existencia de Mandela. Varios de ellos se enteraron de su pasada importancia cuando les tocó compartir los mismos calabozos.
Estos datos resultan nodales para entender la moderación de la que Mandela ha hecho gala cuando terminó saltando a la fama. Un encierro tan prolongado es señal de que el movimiento anti apartheid carecía de posibilidades de vencer militarmente a sus enemigos. Al mismo tiempo, el encarcelamiento casi perpetuo de un hombre terminó siendo la única palanca que podía accionarse en ese momento para desencadenar una campaña internacional de solidaridad con el cautivo.
En los hechos, si se mira con cuidado, la liberación de Mandela fue posible, sobre todo, gracias al fin de la Guerra Fría. Una vez que el régimen sudafricano constató el fracaso nítido e inapelable del bloque comunista, abrir las rejas ya resultaba inofensivo. Y claro, en 27 años, Mandela y los suyos habían convivido tanto con los guardias afrikaans, que su radicalismo político se había terminado disolviendo en abrazos.
Mandela negoció varios meses los términos de su salida. Se le pidió que abjure públicamente a la lucha armada y aunque ya no creía en ella, no quiso ceder en ello. Una vez libre, retomó en varios momentos el discurso radical de antaño, pero no para ponerlo en práctica, sino para arrancarle las últimas concesiones al régimen. En los hechos, Mandela hizo un trueque del que pocos comentan. Aceptó la supremacía económica blanca y recibió a cambio, la supremacía política negra. Los viejos combatientes “Boers” vendieron cara su derrota electoral, y presididos por Frederik de Klerk, también recibieron el Premio Nobel, compartiéndolo con Mandela.
De ese modo, aquel país que recibió torrentes de inmigrantes europeos y asiáticos a lo largo de tres siglos, es hoy una de las fuerzas motrices del sur emergente. Este éxito descansa en gran medida en el aporte de Mandela, pero es fruto privilegiado de una serie de azares y prodigiosas circunstancias. Estas son, como siempre, únicas e irrepetibles.