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¿De la lucha de clases al choque de civilizaciones?

Para salir de su postración política, eclosionada en 1985, gran parte de la izquierda boliviana le ha vendido su alma al diablo. Hoy usa las distinciones étnicas, propias de la colonización española, para inyectarse suero electoral. Esta arriesgada apuesta va por muy mala senda y ya ha comenzado a cobrarle facturas. Aquí se ensaya un apunte crítico a las ideas prevalecientes en el seno del izquierdismo etnicista de hoy.

Como toda orientación política duradera, la izquierda boliviana carga sobre sus espaldas las contradicciones propias de la sociedad que la cobija. De modo que retratarla, propósito que persigue este artículo, será garabatear también un boceto de nuestra propia vida colectiva. A ver cómo nos va en esta dura faena.


En los años 40 del siglo pasado, la primera cavilación existencial de la izquierda boliviana oscilaba entre las consignas de “reforma” o “revolución”. Mientras el Partido de la Izquierda Revolucionaria (PIR) aspiraba a provocar cambios graduales que aceleraran la edificación del capitalismo moderno, visto en ese entonces como lógica antesala del socialismo; el Partido Obrero Revolucionario (POR) optaba por la Revolución Permanente, es decir, por la marcha expedita y sin preámbulos hacia la igualdad plena de los seres humanos.


Vista sin solemnidad, aquella era una mera divergencia de velocidades. Los estalinistas (en el PIR) replicaban localmente la cautela soviética en tiempos de disuasión nuclear, mientras los trostskistas (en el POR) sintonizaban mejor con las prisas radicales de sus bases obreras orureñas y potosinas. Sin embargo, claro, los apremios y los sigilos tácticos pueden llegar a ser decisivos en la manufactura de los sucesos cotidianos, aún si el objetivo estratégico se mantiene inalterable (la sociedad sin clases). La posibilidad autorizada de emprender una marcha más lenta, con intervalos, retrocesos y hasta periodos de descanso, le permitía al PIR entablar pactos pasajeros con los llamados “compañeros de ruta”, entre ellos, la propia Rosca minero-feudal junto a la que resbaló hacia la fosa del repudio después del colgamiento de Villarroel en 1946. Entre los piristas imperaba pues la táctica; entre los poristas, la terquedad estratégica.


¿Quién ganó esta contienda? Ninguno de los dos, sino el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), un partido eminentemente pragmático y deliberadamente centrista. Y claro, los movimientistas adoptaron el gradualismo del PIR, pero para aplicarlo hasta sus últimas consecuencias. Accedieron raudamente al poder político en alianza con los militares del grupo Razón de Patria (RADEPA), fecundaron las conciencias y caminaron a tientas, aunque jamás se apartaron de la gente a la que adiestraron para la acción directa. Con su sorpresiva victoria electoral en 1951 y la reafirmación armada del año posterior, el MNR borró del mapa a la izquierda tradicional para instalarse como el partido del poder, la fuerza decisiva de la Historia.


Desde la izquierda más apegada al marxismo, las evaluaciones posteriores del proceso nacionalista vendrían moldeados por la misma argumentación de partida: el MNR pudo explotar tácticamente el descontento social, pero había despilfarrado cualquier desemboque estratégico hacia una sociedad que trascendiera el capitalismo. Pese a su fracaso patente en la labor de seducir a los trabajadores, la izquierda se aferraba a la idea de que la única manera de eludir el pragmatismo vacuo era aspirando a una meta sublime y trascendente como el socialismo.


En tal sentido, la de abril de 1952 sería evaluada como una Revolución incompleta y trunca. Volvíamos entonces al dilema original: unirse a ella para radicalizarla (opción táctica) u oponerse a ella para desenmascararla e impulsar a cambio un proceso más ambicioso (opción estratégica). A raíz de esta disyuntiva, hubo quienes persiguieron la vida práctica del funcionario, mientras otros se adiestraban para el asalto único y definitivo del poder. Los primeros se convirtieron al régimen e intentaron preservar, profundizando, las conquistas revolucionarias; mientras los segundos se agruparon en la resistencia y la impugnación de aquello que aparecía a sus ojos como un simulacro de cambio. Y claro, el tiempo de una revolución, cuya autoría no correspondía exactamente a la izquierda doctrinal, dio pie a una amplia gama de ambivalencias. Se proclamaba la lucha armada, pero a renglón seguido se acudía a la pelea electoral; se impugnaban las limitaciones del proceso, pero a la primera amenaza reaccionaria, se salía en defensa de lo mínimo logrado. El ejemplo más emblemático de este comportamiento dual fue el del Partido Comunista de Bolivia (PCB), heredero radicalizado del añejo pirismo. De discurso incendiario, aunque de conducta apaciguada, el PC mantuvo su apego a la táctica por encima de la estrategia (por ejemplo, en 1967 con el Ché), y hasta tuvo el tino de ayudar a construir un frente político como la Unidad Democrática y Popular (UDP), el mayor logro electoral de la izquierda hasta la fecha. De modo que sus actos fueron siempre los de un reformismo radicalizado.


En inicio, los contrapesos del PC fueron los militantes del Ejército de Liberación Nacional (ELN) o los del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML). Pero en la práctica, estos sacrificados cuadros partidarios terminaron demostrando con sus actos que el método de la guerra popular fulminante o prolongada no es parte de la cultura política boliviana. Comprendieron en 1971 que para edificar poder en Bolivia sólo caben dos métodos medulares: la vía electoral o la insurreccional-conspirativa. Con ello quedó aún más reafirmada la ancestral disyuntiva: reforma (votos) o revolución (súbito levantamiento popular focalizado).


El marco del debate se preservó intacto una vez fracasada la UDP. La izquierda, echada del poder bajo apremiantes signos de impopularidad, se escindió en dos bloques: los apóstoles de la victoria armada y los realistas de las batallas electorales. En la primera esquina quedó el Eje de Convergencia Patriótica (ECP); en la otra, el Movimiento Bolivia Libre (MBL) y agregaciones más amplias como el Frente del Pueblo Unido (FPU) o la Izquierda Unida (IU). Los primeros (ECP) le pidieron al pueblo su voto en blanco en 1985, mientras los segundos engrasaban su maquinaria no gubernamental en pos de escaños parlamentarios y municipalidades.


La consolidación a lo largo de dos décadas de elecciones nacionales y municipales periódicas y pacíficas redujeron la estatura de los radicales a la talla de experimentos abortados: las Fuerzas Armadas de Liberación – Zárate Willka (FAL-ZW), la Comisión Néstor Paz Zamora (CNPZ) y el Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK). La impotencia de 20 años de neoliberalismo triunfante aletargó a la izquierda hasta dejarla casi paralítica. La mayor parte de sus dirigentes arrió las banderas y se trepó a las naves del gonismo; otros, muy pocos, mantuvieron el credo en la intimidad del panfleto o la charla de café. La izquierda se hacía por entero reformista, o más bien, rodaba como modesto furgón de cola del hoy denostado proyecto privatizador en dos etapas, con bonos de solidaridad y coparticipación municipal como consuelos. Esta fuerza histórica se colocaba así entre el desmantelamiento o la mirada testimonial. En las elecciones de 1993, su fuerza era exigua al interior de un universo dominado por ofertas adversas (ADN, MNR y MIR) o sustitutas (CONDEPA y UCS).


El Chapare, la nueva cuna


Sin embargo, en forma pertinaz y esforzada, a partir de 1995, tras diez años de apaciguamiento neoliberal, fue brotando en el Chapare el embrión de una izquierda sindical y campesina. Los líderes de base formados en épocas pasadas por diligentes asesores de izquierda y abandonados luego, tras la ola de entusiasmo pro-gonista, conservaron sus cotos territoriales de poder y fueron germinando el plan de constituirse en alternativa electoral.


Nacía así la tercera generación de izquierda en el país. Ya no eran piristas, ni udepistas, sino líderes territoriales de abolengo indígena y comportamiento orgánico. Desdeñada en principio como representante de enclenques intereses sectoriales y menudos, esta nueva izquierda agraria y comunal fue recopilando sus primeras victorias locales, reforzadas por la redistribución de recursos de la Participación Popular. De ahí en más, el paso de esta nueva fuerza sería imparable al punto que hoy es la principal corriente partidaria de Bolivia, posee el control territorial de 102 municipios e irradia sus consignas en al menos 40 demarcaciones edilicias más. Su implantación se despliega en las zonas rurales de La Paz, Oruro, Potosí, Cochabamba y parte de Chuquisaca. Además cuenta con algo menos de una quinta parte de los municipios cruceños, aunque carece de presencia significativa en Beni, Pando y Tarija. El Movimiento al Socialismo (MAS) y otras organizaciones afines o más radicales son en virtud de ello la plataforma política históricamente más prometedora de la Bolivia contemporánea.


Hecha esta introducción indispensable, queda claro que la izquierda, como élite política actuante en nuestra Historia, ha recuperado al fin, dos décadas después del segundo gobierno de Siles Zuazo, la habilidad para representar a sectores sociales centenariamente excluidos de la sociedad. Después de los fracasos del PIR y la UDP, su colocación en la coyuntura política también parece haber superado los principales obstáculos que hasta 1995 la hacían inviable. Al PIR lo derrotó la llamada “izquierda nacional” movimientista, a la UDP la derribó su propio desgobierno, ¿cómo le irá al MAS en esta tercera fase?


Las ideas predominantes


Al menos en principio, el viejo dilema fundacional de esta tercera izquierda ha quedado enterrado. La pregunta de la actualidad ya no es más si “tal vez reforma o mejor revolución”. Ésta última senda ha sido virtualmente postergada o incluso cancelada ante la profusión de victorias electorales desde 2002 y la certidumbre de que es posible un nuevo ascenso al poder, así sea pausado y maduramente aprendido. La izquierda de hoy ya no tiene la prisa de antes, quizás porque sabe que el futuro le pertenece de cualquier modo. El tiempo corre a su favor.


Y sin embargo, he aquí lo curioso, aunque se ha convertido, ya sin rubores, en reformista, la izquierda boliviana no ha perdido ni un ápice de su añeja radicalidad. Al contrario, el temor que pudieron haber inspirado entre las fuerzas conservadoras José Antonio Arce, Ricardo Anaya, Juan Lechín, el Inti Peredo o Siles Zuazo es, al menos equiparable, cuando no menor, a las dosis de furor fóbico que enciende Evo Morales entre sus adversarios. En las filas de la derecha, nadie duda de que los cataclismos jacobinos deambulan de la mano de los cocaleros o los insurrectos de plaza y avenida tomadas. ¿No es esto extraño si pensamos que la izquierda ya no aspira, como en el pasado, a anular las diferencias de clase o instalar un gobierno de fuerza que potencie y culmine la guerra de clases?


Tenemos entonces una izquierda boliviana que ha aceptado a la democracia como un fin en sí mismo y ya no como un medio para acceder al poder. No sólo eso. Admite la imperativa necesidad de contar con inversiones extranjeras, y a lo más que se atreve es a exigir más regalías o impuestos a las empresas transnacionales. Sin embargo, nada de eso tranquiliza a las potenciales víctimas de una futura hegemonía de izquierda. Al contrario, el MAS y peor aún, el MIP, oxigenan más que nunca los viejos miedos coloniales, propios de una minoría privilegiada y cercada por multitudes de desheredados, ávidos de justicia.


Etnia por clase


Cabe preguntarse por tanto, habida cuenta de que la izquierda ha optado por la reforma y la toma gradual del poder mediante la ruta electoral, ¿por qué sigue teniendo entonces una apariencia tan o más revolucionaria que la del pasado?


Corre ahora la hipótesis o respuesta preliminar a la anterior pregunta: la izquierda luce temible en Bolivia, porque ha derivado en un etno-nacionalismo de corte indígena, en otras palabras, porque ha canjeado la lucha de clases por el choque de civilizaciones (adiós a Marx, bienvenida a Huntington…). Hipótesis adicional y más arriesgada: al proceder de esa manera, se ha obstruido solita el camino hacia el poder político y, peor aún, casi ha dejado de ser izquierda para resignarse a ser un espacio de mera reafirmación étnica. Dicho en términos más llanos, la izquierda boliviana ha buscado robustecerse siendo más aymara, quechua e indígena-amazónica y al proceder de esto modo, ha abandonado lo propiamente político para reconfigurar sus acciones bajo lineamientos culturales. Esto la ha tornado más religiosa y menos razonable; más mística y menos realista; más vernácula y menos cosmopolita. Los costos de esa opción saltan a la vista: la izquierda boliviana de hoy sólo habla a nombre de una franja, importante, pero nunca lo suficientemente mayoritaria de la población. Parece condenada entonces a un techo del 30 por ciento del respaldo ciudadano, se ha recluido en Los Andes e incluso allí, sólo en su zona rural.


¿Será?


La reciente formulación es atrevida, como todo lo que choca con el sentido común. ¿Acaso puede la izquierda dejar de ser tal sólo por haberse volcado hacia el mundo indígena?, ¿qué designio fatal sería ese? Y es que el problema no reside en su vuelco hacia la cultura, sino en la forma sumisa en que se ha constituido como baluarte ciego de los derechos étnicos. Para alcanzar una coherencia suprema, pero sobre todo a fin de potenciar al máximo su capacidad de movilización emotiva, este etno-nacionalismo de “izquierda” se ha propuesto colocar a la identidad étnica como la única distinción política válida entre los bolivianos.


Probar esta nueva filiación es una tarea relativamente sencilla. Las invocaciones constantes de la izquierda a la etnicidad de la población abarcan desde la última consigna electoral del Movimiento Indígena Pachakuti (MIP) resumida en la frase “vota por tu sangre” hasta frases concluyentes de algunos de sus prominentes ideólogos. Uno de ellos, Álvaro García Linera (2004), ha sostenido en la más reciente de sus propuestas de cambio estatal que “Bolivia es un país donde coexisten desarticuladamente varias sociedades o civilizaciones”. Otro importante animador del debate, Javier Bejarano (2004), escribiendo a nombre del Movimiento Sin Miedo (MSM), afirma: “Nuestra multiculturalidad y multinacionalidad, de suyo ya intrincada, se torna aún más problemática, porque las culturas y nacionalidades que conviven en el territorio boliviano pertenecen, unas, al horizonte civilizatorio occidental y otras, las mayoritarias y excluidas, a la civilización amerindia”.


Vale destacar que en la jerga del izquierdismo etnicista los términos sociedad, cultura y civilización aparezcan como prácticamente intercambiables. Así, careciendo del mínimo rigor, se habla de lo multisocietal, lo multicultural o lo multicivilizatorio como si se tratara de sinónimos. Sin embargo, el denominador común de los discursos bien podría descansar en la definición de “régimen civilizatorio” o “civilización” acuñada por Álvaro García Linera (2004). Por ésta deberíamos entender: un “conjunto coherente de estructuras generativas de orden material, político y simbólico, que organizan de manera diferenciada las funciones productivas, los procesos técnicos, los sistemas de autoridad, la organización política, además de los esquemas simbólicos con los que colectividades extensas dan coherencia al mundo”.


¿Qué significa ello exactamente? Una revisión de este concepto pone en evidencia que los bolivianos tenemos una sociedad irremediablemente fracturada. Ya no es la distinción de clase, tampoco son modos de producción disímiles y mucho menos, meras diferencias culturales las que nos separan. Las distancias entre ciudadanos de este país tendrían más bien un carácter prácticamente abismal, en suma, civilizatorio. Así, cuando dos personas pertenecen a civilizaciones distintas, de acuerdo a García Linera, producen su riqueza, se tecnifican, eligen autoridades y hasta simbolizan su vida de maneras dispares. Entonces, si los comportamientos productivos, políticos y culturales resultan siendo incompatibles, ¿qué puede unir a individuos y grupos adscritos a civilizaciones diferentes? Pues nada, porque ante tan profundas brechas, lo único que corresponde es el enfrentamiento constante, hasta terminar consolidando espacios paralelos, coherentes y diferenciados. A las civilizaciones sólo les resta la guerra o la coexistencia distanciada y yuxtapuesta. Aquí ya no hay lugar para la convivencia y menos para la mezcla creativa.


¿Marxistas o huntigtoneanos?


Y he aquí, nefasta coincidencia, que los planteamientos de la izquierda boliviana comienzan a coincidir peligrosamente con la mirada conservadora de Samuel P. Huntington. Una relectura minuciosa de su libro “Choque de Civilizaciones” lleva a detectar sobradamente aquella convergencia. Para el autor de este best seller mundial, civilización es prácticamente lo mismo que para García Linera. Es la unidad cultural más amplia imaginable, el plano más alto de identificación, es decir, una totalidad imposible de englobar en otra. Dicho en otros términos, civilización es cultura con mayúscula. En rigor, la única diferencia importante entre la mirada de Huntington y la de la izquierda boliviana actual consiste en que el politólogo norteamericano considera que la civilización andina ha desaparecido, mientras que para sus involuntarios homólogos nacionales, ésta está no sólo rebosante de vida, sino que es capaz de moldear la vida y las neuronas de millones de bolivianos.


Con ello, la izquierda le ha vendido su alma al diablo del etnicismo. En el afán de reavivar la mística revolucionaria de la gente más desvalida, opta por un aliento homogéneo a la comunidad identitaria, dejando atrás su compromiso con las visiones más universales y progresistas acuñadas por sus padres ideológicos europeos. ¿Dónde quedan ahora las mejores armas retóricas del marxismo, que proclamaba la emancipación del ser humano como especie?, ¿dónde se ha perdido aquel impulso que derribaba fronteras y fustigaba a los miopes nacionalismos?, ¿dónde se ha extraviado el noble espíritu planetario de Trotsky, Luxemburgo o los combatientes internacionalistas de la Guerra Civil Española?, ¿acaso la bancarrota de la Segunda Internacional no se inició en el preciso momento en que los socialistas dejaron de ser tales para devenir en alemanes, franceses o rusos?


Urge rectificar


Por todo lo señalado, cabría, dado el calibre del presente reproche, plantear, al menos, una corrección del rumbo trazado. La identidad étnica debería dejar de ser tan decisiva en el pensamiento de una izquierda que realmente pretenda recuperar los sentidos primigenios de sus fundadores. Se trataría de una urgente reasignación de valores.


La primera premisa aconsejable es comenzar a reconocer que la identidad étnica es, antes que nada, una opción individual. Cada persona se autoasigna libremente una pertenencia cultural, basada en sus destrezas, falencias y aspiraciones. No existe otro criterio superior en validez que ese. Ni el idioma, ni el color de la piel, ni la vestimenta, ni el árbol genealógico, ni las costumbres o rituales proporcionan un parámetro aceptable para distinguir a un aymara de un cingalés o a un guaraní de un birmano. Incluso los más radicales etnicistas admiten que la identidad es un bien simbólico que cada uno elige. Se trata por tanto de un asunto de conciencia personal y ésta es, por definición, inviolable. De modo que si indígena es quien así lo desea para sí mismo, ¿cómo pretender encasillar a las personas en regímenes civilizatorios? Dicho de otra forma, si reivindicamos la capacidad de cada persona para elegir lo que es y quiere ser, ¿cómo puede la izquierda decantarse hacia un etno-nacionalismo, que fija esencias homogéneas para los distintos grupos humanos?


Es innegable que en Bolivia, quien pertenece a una cultura oprimida o marginada, camina con una pesada desventaja política. A pesar de ello, en los últimos comicios municipales, 192 de los 327 municipios del país fueron ganados por partidos o agrupaciones ciudadanas, afiliados a lo que nuestra izquierda llamaría “horizonte civilizatorio amerindio”. ¿No es este un dato lo suficientemente contundente para demostrarnos que las disparidades culturales bolivianas no son tan rotundas o abismales como se nos quiere hacer suponer? De lo contrario, ¿cómo se explica que supuestos “regímenes civilizatorios” adversos a las pautas liberales de formación de la autoridad política, alcancen semejante éxito en elecciones organizadas bajo principios rectores enemigos?


Del mismo modo, queda claro que en Bolivia, el respaldo a las reivindicaciones étnicas y la lucha contra el racismo estatal o clasista son tareas políticas prioritarias. Sin embargo ello no nos autoriza para instalarlas como las únicas funciones de la acción colectiva transformadora.


Por último, cabe aquí una observación vital: cuando la afiliación étnica predomina sobre las demás variables, hemos dejado de lado la duda sustancial. En vez de preguntarle a la gente qué piensa sobre uno u otro asunto público, parecemos conformarnos erróneamente con la respuesta a la pregunta: ¿quién eres? En esa medida, una izquierda que ha optado por validar de forma preferente una supuesta esencia cultural, ha terminado por desalojar el debate ideológico para ocuparse de la catalogación de pueblos y ciudadanos. A eso, en otros tiempos, se le llamaba “revisionismo”.


Bibliografía


Bejarano, Vega, Javier, 2004, Un nuevo Contrato social, Revista T’inkazos, número 17, PIEB, La Paz, Bolivia.


García Linera, Álvaro, 2004, Democracia multicultural y comunitaria, Revista T’inkazos, número 17, PIEB, La Paz, Bolivia.

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