La clase media y el juicio del mar
Permítanme ser sectario en un par de líneas expeditas. Nuestro orgullo nacional hinchado por la pulcra presentación de los alegatos ante la Corte Internacional de Justicia es obra de la clase media boliviana. Se trata de su victoria inaugural en estos años de “proceso de cambio”. Por primera vez en este lapso revolucionario, hablar bien inglés, haber estudiado en el exterior y no levantar el puño en señal de apronte recuperan su valía.
El país plurinacional y plebeyo ha sido capaz de ovacionar a los “doctorcitos” que repudió una década atrás, en su fiebre más insurreccional. Carlos Mesa y Eduardo Rodríguez Veltzé, entre otros, fungieron, de forma inédita, como mascarones de proa de la demanda marítima. Las huestes anti-coloniales no solo les conceden mérito propio, sino que hasta se dejan llevar por sus directrices. Acabamos de cerrar una herida, casi sin haberlo planificado.
No sé en qué sentido fallarán los 14 jueces de La Haya. Al menos uno de ellos, Greenwood, parece ya inclinado hacia Santiago, su antiguo empleador (allá también: puertas giratorias). Lo que sí percibo es que Bolivia ha edificado una nueva narrativa en torno al Pacífico y que con eso, no solo nos ha unido, sino que le ha contado al pueblo chileno una historia que desconocía. No fuimos a llorar a La Haya. Fuimos a desempolvar archivos y los hemos obligado a hacer lo mismo. Ahora mucha gente sabe que el último capítulo de la guerra no fue la caída de Antofagasta, sino varias décadas de sentimiento de culpa por parte de los chilenos. Fueron ellos, no nosotros, quienes agacharon la cabeza para advertir, y por escrito, que cometieron una injusticia al enclaustrar a un vecino que apenas podía defenderse. La historia desenterrada pone en claro la seriedad de los intentos, pero también la acumulación de frustraciones por los desdenes finales.
En una semana, nuestra delegación ha conseguido que una objeción preliminar de incompetencia se convierta en una ejemplar clase de historia y se incurra en lo que Chile quería impedir: el tratamiento del asunto en sí. El logro no es menor. Asistimos a un tribunal en el que el requisito de entrada era y es no tocar el Tratado de 1904, el funesto documento que sella nuestro encierro geográfico. Para ningún jurista, el reto era sencillo. Es como tramitar un divorcio dejando intacta el acta de matrimonio. Considerando la magnitud del desafío, ya vencimos.
Sin embargo, a pesar del entusiasmo legal que nos embarga, la pregunta de partida no se ha movido: ¿Cómo volvemos al mar sin mover los hitos? El concepto de soberanía se coloca ahora en el centro del debate. ¿Se puede ser soberano sin obtener una concesión territorial? Descompongamos la definición. En el sentido clásico, ser soberano es controlar el suelo y el pueblo, tener tropas, pero también administración y papeleos. ¿Y si nos dan el puerto, las aduanas y los pasos migratorios, pero dejan sus soldados?, ¿Y si mantenemos la ritualidad de ondear banderas con estrella, pero en los hechos, nos adueñamos de lo demás? La creatividad tomará el mando el día en que nos volvamos a sentar. Mientras tanto pienso en Hong Kong o Cisjordania.
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